¿A dónde llevas esas despedidas que, cada vez más, se parecen
a caducadas disculpas?
Me llevan. Me dejo.
Pero, ¿vas, acaso, tras la carne que has derramado sobre altares,
e idolatrías inútiles?
Qué importa a dónde. Voy,
con la exacta mueca de los despechos antiguos: resignada
impiedad de mandíbula y espasmo. Voy,
con todo lo que soy y, sobre todo, lo que he dejado
de ser.
Ya; mas, ¿a dónde, cuando la pedante distancia
entre la especulación y las pulsaciones
es ya más amplia que cualquier posibilidad?
No lo sé. Ya te he dicho, simplemente voy.
Nadie se aventura a ir con la proa tan gastada
de osteofitos y verbos que no significan. Nadie,
sin destino predeterminado.
Yo. Y los suicidas. Y los que tienen el ansia de hurgar en la ceniza – en cualquier
ceniza – para ver si sobrevive alguna
forma,
para lamer los indicios de fe que quedan
en el fondo de los pocillos de café, los vasos de vino y los bolsillos.
A dónde vas, pues, con esas intenciones tan fermentadas
en la saliva de todos los parlamentos que has callado.
Voy a donde me arrastra mi desembocadura: a la memoria que aún no se ha hecho
y que no he de conocer. Allí, donde no hay movimiento: es decir, donde no hay tiempo.
© Marcelo Wio
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