Males de familia

Andaba con unas ganas terribles de traicionar; de violar una confianza; de embromar a alguien. De ser señalado, pero con disimulo, nacido del temor y cierta admiración, que provoca quien con su deslealtad se ha cuajado entre los eminentes intocables. Tan con ganas de infiel vileza, y nadie que presente inocencias, ventajas, facultades (o su ausencia), factibles de ser traicionados. Y lo único tan a mano es uno mismo, pero sin prestigios o dignidades que infamar.
Andaba, y ando aún. Pero el calor que sube de la calle, y que parece haber desintegrado la vida y los coches, me retiene en una posición inofensiva, rendida. Igualmente, la idea pareció embutir al tío Circunspecto en la sustancia que me contenía; tío que siempre anda confabulando trampas y abyecciones de lo más ditirámbicas, pero que, una tras otra, van erosionando la capacidad de discernimiento y razón que uno le supone. Traicionar, embormar, gratuitamente. Eso postula el tío. Porque sí. Porque hay instantes que merecen ser traicionados y , con ellos, todo aquel que los habite. Y porque a veces es lo único que mueve las placas de la rutina. Eso dice, orondo desde sus ciento y pico de kilos sin ropa; camiseta sin mangas, bermudas desbordadas, chanclas ridículas, caminando por la galería de la casa. Tío que nadie sabe muy bien hermano de quién es; es decir, cuál es exactamente su filiación, su derecho de morada en este inmueble. Acaso, una traición lo haya puesto aquí. O, más probablemente, un descuido. Igualmente, ya nadie se pregunta ni interpela a terceros, sobre el tío. Está irremediablemente instalado en nuestras circustancias, que son las que son, sin que sepamos muy bien su busilis.
Estaba sentado en un sillón de mimbre, de esos que un par de almohadones apenas si logran hacerlo más cómodo que un sentadero casual. Estaba allí. El ventilador sobre un baquito, frente a mí; y delante del artefacto, una bolsa de hielo (en un recipiente plástico, descolorido, que bie pudo haber sido ensaladera). El aire, de esta manera, era levemente más soportable que el que llenaba el ambiente de algo que, de seguir así, terminaría por asfixiar a la ciudad. Yo sobreviría a fuer de bolsitas de hielo, siempre y cuando no se fuese la electricidad y se me derritiera el acopio antártico. Así estaba, y no se me iban esas ganas, ese conjuro seboso y blando del tío, porque ahora tenía un instigador, un responsable último al que dirigirse en caso de. En eso pasó el tío Circunspecto, luchando contra la densidad del aire. Lo llamé a viva voz. Se acercó, asmático, fláccido. Cada vez más parecía los restos de una humanidad antepasada, que andaba entre lo anfibio, los celular, lo irresoluto. Tío, por qué no se hace una escapada al estanco y trae unas cuantas cajetillas del veneno más barato que tengan. Iría yo, pero me desgracié el tobillo con un borde que pareció surgir muy a propósito, para desaparecer una vez cumplido su cometido de daño y perjuicio. El tío sacó un sí que ni él pudo creerse (se cobraría el favor con una cajetillas para él; de mejor tabaco – se veía en esos ojitos urdidos para mirar feo); su rostro asombrado y espantado. En cuanto recupere el don de la movilidad, tío, le reintegro el dispendio con alguna diligencia afín. Frase que dejó al tío inhabilitado para el recule. Hacia la intemperie de radiaciones solares y vientos mercuriales diurnos partió el tío. Eso no podía reputar como traición, pero es lo que había a mano – y con el tío, a lo sumo, computaba como una burda ironía, de las que abundaban en la casa -. Aproveché la ausencia del tio para cambiar de bolsa helada, y para coger una cerveza astutamente refrescada por la modernidad de los kilovatios y el freón. Disimulé la cerveza debajo de la bolsa de hielo hasta el regreso del tío. Circunspecto es de una sagacidad espacial abrumadora: registra cada elemento y su posición respecto del conjunto.
Apareció, finalmente. Todo sercretado. El tío. Hablando monosílabos sin aire. Aspirando molécula por molécula de O2 o algo que en ese momento cumplía una función similar. En el extremo de su brazo derecho, una continuidad fofa y chorreada con la mano, y allí, una bolsa con cinco cajetillas. Gracias tío. Le debo el beneficio de una gran utilidad futura. Y, por favor, vaya a darse una ducha fría. Si lo precisa, meta la cabeza unos minutos en la nevera que tengo en la habitación. El frío recompone la ordenación de los átomos de oxígeno en su configuración rentable al esfuerzo pulmonar. El tío se desplazó mucosamente hacia mi habitación. El rato lo vi dirigirse hacia su habitación – le noté dos cervezas ocultas en los bolsillos de la bermuda -, al fondo de la galería izquierda (hay cuatro galerías, derecha e izquierda, la de la cocina y la de la entrada; en medio, un patio techado con un cristal sucio, donde en verano no circula vida ni polvo, y en invierno es frecuentado por la abuela Elvira, a la que, desde hacer unos años, se le ha metido en la cabeza que nación en San Petersburgo y que fue amante de Dostoievski, que la tenía a maltraer entre el juego y ese carácter como de eterna hibernación). Decía que lo ví al tío rumbear hacia sus dependencias, con algo que había alcanzado el estadio quilópodo de avance. En unas horas la volvería a ese caminar balanceado, lento, y friccionápodo.
Reuperé la cerveza de su escondite que, a la vez, la preservaba en una temperatura de lo más apropiada. Encendí un cigarrilló, dí un par de caladas, y le di un buen sorbo a la cerveza. Se me habían ido las ganas de traicionar por completo. Ahora tenía ganas de ser un trascurrir improductivo. Calada y sorbo. Y faltaba algo. Es en vano, en cuanto uno cree que tiene todos los elementos aritméticos del binestar, se te aparece la incompletitud, que la circunstancia no se puede explicar así, con un elemento faltante. En este caso, un libro. Uno muy específico. Caterva. Del benemérito compadre y archiduque de Palíndromo, Juan Filloy. Me puse de pie y, ya que estaba en el baile, cambiaría la bolsa por otra (tenía cinco metidas en el congelador de la nevera). Así pues, bolsa, libro, y dos latas de cerveza más. La bolsa en su lugar, frente al ventilador, debajo las dos cervezas; yo en mí sillón crujiente; un cigarrillo encendido, la primera de las cervezas a mi lado, en la izquierda; el libro abierto. Pero el diablo godeliano mete sus teoremas en forma de prima. Listeria, de la nada. Como si la hubiese fabricado el calor, molesto por la insolencia moderna de hielo y ventilador. A preguntar si cuando en la receta del Strogonoff – evidentemente enviada por la abuela Elvira, que jamás delataría su ignoracia en cuestiones rusófilas frente a los miembros de la familia que solemos bromear con su adscripción tardía a la patria de los zares, los bolcheviques y los campeones olímpicos -. Un paréntesis: hasta no hace mucho, la abuela la llamaba salsa Strogoff; la educación en el liceo francés salíendo en forma de Julito – uno de los miembros de la Santa Tríada de los Julios (para que no haya confusiones: el que saltaba una rayuela en una vereda de París que no existe; el franchute, evidentemente; y el otro, que hacía sonar el aire como si fuese orquesta) -. Sí, Listeria, si cuando, entonces una pizquita de harina. Pero pizquita. Sale la prima, disparada hacia la cocina. Y entonces, me caigo en la cuenta, de que la abuela tiene ahí una batería de fogones funcionando, como si el verano precisara de ententes desquiciadas. Abandono mi posición de latencia, y voy a paso ligero (correr con este calor es emprender el camino seguro del paro cardíaco) a la cocina. Me apagan todos los fogones ya mismo. Y vosotras dos, a la bañnera, con agua fría y cubitos de hielo. Es que os habéis puesto tontas o qué. Las dos me miraron como ya ingresando en el territorio de loo perecido. Apagué fogones, cogí con cada mano a cada una de ellas, y al baño. Así, vestidas, en la bañera. El agua fría (templada) a todo gas. Me fui hasta la cocina y cogí todo el hielo que había en la nevera. Lo eché en la bañera, pero conjeturé insuficiencias. Sacrificaría una de mis bolsas. A veces, tengo gestos que me emocionan. De veras. Eché el hielo, pues, en la bañera, y noté que las ánimas que habían comenzado a migrar – como para no, con ese calor de infiernos y avernos y horno de pizzería -, estaban volviendo de a poco, tanteanto si no se trataba de un engaño, de una traición. Mira tú por dónde, que ésta podía ser lal traición que andaba con ganas de perpetrar. Pero no. Tenía mi espíritu colmado de mi bondad y de la emoción que esta causaba – y no tenía la menor idea de en qué podía consistir la tal traición -. Demasiado jugosa sensación. Pocas veces uno puede sentirse magnánimo, salvador, entregado. Lo que es yo, creo que una sola vez, y por equivocación. Así que esta oportunidad no la iba a dejar pasar por un capricho que a saber si era tal o era otra cosa que yo intepretaba como tal, y no, precisamente, como la otra, que desconocía por completo – algo nada inhabitual en í -.. Ostras, el ejercicio y la emoción me habían mermado ciertas competencias racionales: ve y siéntate en tu puesto de una buena vez, y que éstas dos vayan volviendo a lo que tengan para volver, que tampoco es tanto; la abuela a sus delirios rusos – con unas erratas que te las regalo -; la prima a esa incertidumbre de lentitud, apatía o sublime viveza. De camino me crucé a las primas Fervorosa y Pasividad, siempre confabulándose contra una madurez que no llega (tienen sus buenos cuareta y tantos a años); según el tío Asmodio, por error de átomos; según la tía Ernesta, por miedo a los humedales y sus consecuencias. Soez, la tía.
Reintegrado a la circunstancia que, interrpución tras interrupción, había ido urdiendo, enciendo un cigarrllo, dos o tres caladas. El botellín de cerveza a mi izquierda está evidentemente caliente. Cojo uno de debajo de la bolsa de hielo. Y me dispongo a coger el libro, que había dejado en el suelo, a mi derecha. Manoteo, la vista a un horizonte cercano y descascarado (la pared). Me giro. Bajo la mirada. No está. El primo Fausto, ladrón inveterado de libros. No sé para qué, porque no le gusta leer. Evaristo, otro de los tíos (el de la gomina y el bigotito anacrónico; que sueña con seducir a Marilyn), dice que los vende en la librería de usados, y con el rendimiento de tal comercio, se va a la casita de la Paca. Lucecita roja. Movimiento de nocturindad. Ya se sabe. No me gusta ser explícito cuando dos o tres pistas cumplen el cometido de explicar, significar.
Con esta idea zumbándome en la cabeza, me fui a la habitación de Fausto. Abrí la puerta, muy impromptu, muy histriónico. El libro. Dije. Como un hachazo en medio de un desierto. Caterva. El hacha ya buscando maderámen. Qué, el primo. Con esa sempiterna cara de haberse despertado recién, o de haberse dado cuenta de la movilidad de sus manos y su capacidad para asir, de repente. Ingresé en la estancia del malechor. Todo ojos. Por dentro, me imaginaba policía. O un prepotente de la secreta. Buscaba con la mirada. Hasta que lancé brazos y manos en busca del libro – ya lo habían olfateado, conocían su esencia, sus palabras vagabundas -. La mano derecha dio con él debajo de una maqueta del Mayflower. Este libro. Dije. Es mío, tozudo el primo, agarrándose a los vicios de la criminalidad. Lo abrí por la cubierta: Incidencio Champán Vázquez Álvarez. Soy yo. Tautológico. Acabas de apuntar tu nombre, lo he visto, aferrado al hampa el primo lúbrico. Anda y que te den, le dije, saliendo de su habitación, llena de objetos; la mayoría robados, sólo para tenerlos allí. Para ocupar un espacio que vaya a saber qué interrogantes podrían esconder – y para subvencionarse su inmoralidad, la voz de Evaristo en mis pensamientos -. Ninguno, hombre, el abuelo Robustiano. Es cleptómano, el imberbe. De familia le viene el defecto. Vosotros porque no habéis conocido al padre. Un cantamañanas al que se lo veía venir antes de que siquiera hubiese salido de su casa. Un gilipollas que era para enmarcar. Duró poco. Quiso robarle la billetera a un chulo en un bar. Ni sintió el puntazo. Por lo menos Fausto actúa en el ámbito familiar. Pero sí que toca los cojones, el muchachito. A buena hora Vaporosa fue a conocer al dosduros ese.
Libro en mano, volví a mi puesto. Me senté. La bolsa ya estaba fofa. Había que cambiarla. Quito la bolsa, y la cerveza que tenía allí de bajo, no está. Tampoco está la que tenía a mi costado, sobre el piso. Este no era Fausto. Esto tenía la firma de la tia Emulsión. Se vanagloriaba de no haber comprado jamas de los jamases una botella de etílico contenido. Con ello creía estar significando que, de igual manera, jamás había probado gota de alcohol. Tía, tía. Somos pocos, vivimos bajo el mismo techo, y nos conocemos mucho. Y, sobre todo, nos cruzamos en las galerías, en la cocina, el salón. Y hay alientos que dicen otros significados más elocuentes. Pues nada, fui a mi habitación, cogí una bolsa nueva, cogí dos botellines de cerveza, y nuevamente a mi sillón en la galería, junto a una ventana que da a la vereda. Todo reintegrado, ya nada me movería. Nada. Fue evidente. No había ventilador. Una de las hojas de la ventana, completamente abierta. Me habían robo el ventilador. Un robo exterior. Imposible recuperarlo. No hubo ni bronca. Porque enseguida comencé a pensar qué miembro de la familia tenía ventilador. Quién estaba y quién no estaba en la casa. La tía Emulsión… A ver si, después de tanta vuelta, era ella la que andaba con ganas de consumar una traición. A ver si el aleteo del tío Circunspecto, ya repuesto, no había tenido, finalmente, un afán de quebranto de confianzas. A ver si no era el tío Circunspetco el que me había birlado el ventilador en represalia por haberlo convencido de salir a comprarme cigarrillos. A ver si la hoja de la ventana había sido dejada abierta para borrar huellas. A ver si yo había confundido un efluvio zaíno ajeno (la sibilina tía Emulsión, irredenta borrachina a la que en el pico de la flotación fermentada, le da por embromarle la vida a la gente) como un deseo propio. A todo esto, había cavilado muy nerowolfeanamente, paseando por la galería. Volví finalmente al punto de partida.
¿Y quién me había hurtado el sillón, y quién el libro? En esta casa no se puede ni disfrutar del instante ni de la cultura. Pura brutalidad saqueadora. Ni rastro de las cervezas. Ni el hielo, ni las banquetas, han dejado… ¿Ahora se comprenden mis ansias?

 

© Marcelo Wio

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