Tuve miedo. Terror. Pavor. Ya no. Hay un punto en el que la aplicación sistemática del miedo, termina por inmunizarlo a uno o, cuanto menos, a desinteresarlo de sí. Así pues, ya no me importa lo que me pase. Lo que puedan hacerme. No creo que tengan más imaginación que la que ya me han aplicado. No creo siquiera que, muchos de ellos, tengan el estómago de prolongar esto mucho más. El asco no es una sesación, es un estado, un marco que termina por defirnir todo de aquellos que están embadurnados de él. A más de uno le vi el asco. A otros, les adiviné el principio de su formación. Es un leve rictus que no llega a gesto. Un parpadeo que se prolonga algo más, como para ser considerado meramente como tal. Poco a poco, la mayoría quita la vista: es decir, la constatación de lo que los define. Ya no pueden salir de aquí sin más; sentarse a la mesa, conversar de cotidianeidades; jugar a que no los ha tocado todo esto – que ellos no se han tocado, embadurnado, a sí mismos -. No, no tengo miedo. Sólo cansancio. Cansancio de este limbo de ser objeto, decisión ajena; apenas la medida de la resistencia de un cuerpo a tales y cuales procedimientos. Cansancio de no poder contar días. De no poder recordar más allá de un lapso breve de días – ni siquiera semanas – antes de mi detención. Nada. Me quitaron la memoria. No sé cómo. O la perdí yo, entre sesión y sesión. Como sea, sin memoria no puedo decir que he sido. Y si no puedo formular afirmación tan sencilla, ¿cómo postular que existo? Sí, siento – poco, eso sí; los nervios tienen la misericordia de morir o de dejar de funcionar, de lo que sea, con tal de evitar ser cómplices de los tratamientos a los que soy sometido (yo y varios más; aunque los gritos, decrecientes en número e intensidad, terminan por ser el mismo) -, pero eso no es suficiente. En el improbable caso de que saliera de aquí, ¿quién sale? No sé a dónde volver. No sé qué hacer. Desaprendí la vida. Soy lo que hicieron de mí. Nada. O, peor, la burla del humano contra el humano. ¿Qué era temer? Tener fe. Creer que había algo más que el cuerpo. Tener el recurso de unos recuerdos a los que uno volvía, por sanidad, entre tratamiento y tratamiento. Una vez en el cuartucho. Pero nada puede durar aquí dentro. Ni el tiempo. La sistematización es impasible. Deshacen con paciencia la esencia. Porque la identifican con meticulosa inevitabilidad. No importa cuán profundamente crea uno haberla escondido. Llegan. Siempre. Mecánicos, insistentes. Pero ya no los noto igual. Al menos, a la mayoría de ellos (voces, botas, manos enguantadas de látex, un rostro siempre borroso detrás de lágrimas, vértigo, desmayo, desprendimiento). No sé cómo contabilizar el tiempo (ni qué es eso; porque no tiene absolutamente ningún sentido: el tiempo son ellos; sus rutinas sobre uno). Pero hace poco, puedo afirmar, llegaron dos nuevos. Hombre y mujer. Los gritos novicios, el terror, los olores incontenidos. Pero ellos no sonaban. No hablaban. No decían. Hacían la tarea. En silencio. Un silencio que para los recién llegados debió ser aún más aterrador que las interrogaciones imaginadas con afán de delación, de recocimiento de culpas fraudulentas. Ese silencio les debe haber ahogado la esperanza ahí mismo, sin el proceso del paso de los días. No decían nada. Nada que uno diga o haga puede detener lo que se hace, sobre uno, por automatismo. Mi celda o lo que sea, está casi al lado de la sala de operaciones (así la llaman). Puedo oír sus respiraciones. Las reconozco – no sé a quién pertenecen; a qué rostro, a qué insulto -. No escuché las respiraciones bufadas de cuando violan a una mujer. Infaltable prepotencia de varón cuando llega una nueva. No. Tampoco la mujer desgarró el grito inequívoco: de algo que es más que piel que se está rompiendo. Ni la electricidad ni los elementos punzantes ni los martillos provocan ese hilo como de inocencia, de alma, de sustacialidad, arrastrado arrancado por el alarido. Duró poco. Muy poco. La sesión. No hubo ni insultos al dejarlos en sus celdas. Los pasos de esas botas inconfundibles, pesados, lentos, como abriéndose paso entre sangres, gritos, tejidos y vidas. Ya no tengo miedo. Lo dije. Pero estoy comenzando a tener algo que se le parece. Algo ha cambiado. Pero, ¿es ese asco, que ya no pueden tolerar? ¿O es que aquellos que les ordenan ya no mandan como mandaban? Si es así, ¿cuánto falta para que todo se desmorone? ¿Y nosotros, qué vamos a hacer? No, mejor dicho, ¿qué vamos a ser? ¿La ofrenda para el indulto, para la transición, para la reconciliación de bandos? ¿O los restos de una limpieza que hay que barrerar debajo de las apariencias? Ya no tengo miedo. Y, sinceramente, nada que se le parezca. No. Lo creí, en un priincipio. Pero son sólo interrogantes. El olfato, la piel animalizada que huele la alteración. Sólo eso. Igualmente, ya no soy. Seguramente tuve un nombre. Seguramente muchos me conocieron y me llamaron con cariño por ese nombre. Seguramente fui un hombre. Mis partes, flecos inútiles, desprestigiados, me permiten afirmarlo. Pero ahora no soy nombre, ni hombre. Y si alguien me espera, no me reconocerá. Y yo tampoco. Pero ellos, con su memoria, y mi estado, tendrán un insoportable souvenir del horror que apenas si imaginaron, al que no llegaron a rasperla la costrita del rumor bien instalado. En dosis. ¿Y para qué volver a lo que no es? ¿Para mí, para qué? ¿Para ellos, para qué, para conformar una culpa, un dolor, una grieta en todas sus conversaciones? Si esto realmente se está desmoronando, y si recuerdo las palabras, exigiré pediré rogaré que terminen lo que comenzaron. Ni al final puede abandonarse la mecanización, la sistematización y la deshumanización. Sobre todo al final, cuando es hora de limpiar. De dejarlo todo reluciente. Irreconocible. Como si allí, nunca, nadie, nada.
© Marcelo Wio
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