Las llaves sonaron en el hueco del ascensor. El ruido apagado del metal basto contra el hormigón sin prestigio. Ella aún mantenía el gesto inútil de atraparlas – la falda sobre las rodillas, el pelo lacio cayendo por el costado derecho de su rostro como una censura o una insinuación, el bolso del otro lado, tocando el suelo. Por fin rompió la postura, como si obedeciera un guion estricto. Miró el reloj: tres y cuarto. ¿De qué, de la mañana, de la tarde? De la tarde, claro, si tendría que estar en la oficina.
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Llamada para usted, magistrada. No dijo quién es, pero dijo que es urgente, por el caso del alijo de droga, algo sobre un error en el levantamiento de pruebas – la voz de su secretaria en el intercomunicador. Pásemelo, respondió ella, cerrando un expediente y buscando el del clan de los Cornejo. Diga – dijo.
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Qué hacer ahora. No podía volver sin más al juzgado. No podía. Tenía que entrar en ese apartamento. Tenía que…
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Una voz de hombre le respondió. Sin violencia. Casi como la de un viejo conocido que hacía un recuento no del todo aburrido de su día a día. En el piso en el que hoy hicieron la redada se dejaron una de las pruebas. No fue un olvido. Fue una obediencia. A medias, pero qué se le va hacer. Necesito que usted la recoja.
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… recoger ese disco duro que uno del equipo de investigación había escondido en un mueble de la cocina del apartamento que ella misma había ordenado allanar.
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Un silencio. La magistrada vocalizó: Pero quién se cree usted que… No me creo, cortó el hombre al otro lado de la línea en el mismo tono. Soy. Soy el que está frente al colegio de sus hijos en este momento. Soy el que conoce donde vive usted. Soy el que sabe sus horarios. Soy el que le ha ordenado a otro caballero que siga a su marido. Y aún a otro, a su madre. Verá usted que soy algo más que el producto de una fe.
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Como sea. Entrar. ¿Llamar a alguno de los del equipo forense para que abra? Imposible. Un vínculo es un incremento inaceptable del riesgo. ¿Inaceptable?
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En el almacén de pruebas, aún dudó de la amenaza. Pero recordó el tono. Ese aplomo que es más terrible que cualquier grito. Y, sobre todo, recordó las fotos de sus hijos, de su madre, de su marido, que le envió a su móvil personal. Y la de su amante. Sacó las llaves del apartamento de la bolsa de pruebas. Le sudaban las manos. Se le resbalaron. Como una premonición. ¿De qué?, se preguntó.
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Intentó abrir la puerta. Quizás, se dijo, los investigadores habían olvidado cerrarla. No sería la primera vez. Estaba cerrada. Se apoyó contra la puerta, vaciada de ideas, de fuerzas, y se dejó resbalar hasta quedar sentada en el suelo de baldosas negras y blancas. Jaque, se dijo. ¿Mate?
Su teléfono sonó. Un número privado.
La misma voz. ¿Y, magistrada, ya se encargó del asunto?
No.
Pero ha tenido tiempo suficiente.
Se me cayeron las llaves. Al hueco del ascensor.
Pero mujer, baje al subsuelo y vea la forma de sacarlas. Ya casi es la hora en la que sus hijos salen del colegio.
Por favor, no…
Si yo soy el primero que no quiero. Pero entiéndame, yo respondo a alguien que no es tan comprensivo como yo.
Yo…
Dígame.
Ya sabe dónde estoy…
No puede usted suplantarlos, lo siento. Le aseguro que para mí sería mucho mejor. Más razonable. Pero las cosas se han planteado de una manera… digamos, intransferible.
Vale, vale. Veré cómo entrar.
Se lo agradezco.
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Cuando salía del juzgado la asaltó una sensación: esa voz le sonaba de algo.
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Otra vez tuvo la impresión que había tenido al salir del juzgado. ¿O era la desesperación que buscaba asideros a una esperanza – sin saber cuál era esta?
Había comenzado a desechar ese ardid de la desesperación, y a la incorporarse, cuando la memoria asoció la voz a un lugar: el salón de su apartamento, una noche, una reunión con gente del trabajo. No del suyo, de su marido. La voz dijo, en aquella oportunidad, así que usted es la señora jueza. Sí. Esa voz. Con una tristeza que pretendía hacerse pasar por seguridad o por inteligencia. Manrique. Eso. Alfredo o Alberto o Alfonso Manrique, lo presentó su marido. Jefe de seguridad de la empresa. Entonces…
Espero que llame. Manrique.
Y llamó a los cinco minutos. En realidad, a los siete.
Manrique, atendió la magistrada.
¿Cómo?
Digo su nombre. Alfonso o Alfredo o algo por estilo Manrique.
No.
Sí.
Cómo…
Nos presentó mi marido hace… No sé, dos años, uno, qué más da. Su voz se quedó atrapada en mi memoria, mire usted.
Yo…
Dígame.
No iba.
Ahora ya lo sé. Pero estos últimos minutos fueron una apuesta que tenía toda la pinta de ser una temeridad mía.
Su marido.
Ya lo sé. Por qué iba a enviarme la foto de un amante novedoso y, si usted era quien decía que era, sabría que transitorio, por tanto, inefectivo como material de extorsión. No me caí en ello hasta ahora que se le digo. No podía pensar antes.
Yo… lo siento. Una bajeza… ruindad… No sé cómo accedí. Lo peor de todo, cómo me metí tan gustosamente en el papel una vez estaba en él.
Es lo que tienen los papeles.
Supongo.
Bueno, Manrique, adiós.
Si alguna vez tiene tiempo, perdóneme. O, por lo menos, olvídeme.
Lo primero quizás sea posible, con el tiempo. Lo otro, no. Ya ve lo que pasó sólo con su voz.
Ya sé.
La magistrada colgó. Se incorporó. Se acomodó la falda. Y pensó en su marido. Sabia que pensaría mucho en él en los próximos días. Qué poco entendía: amedrentar por amedrentar – venganza cobarde, si las hay – deja intacta y, acaso, más competente o determinada, a la víctima, ya no para devolver el golpe, sino mara ejecutar una respuesta incrementada, como quien ve y sube la apuesta, pero al punto de acabar con el oponente – sólo que, en este caso, no hay manera de pasar.
© Marcelo Wio
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