Me acuerdo de esa tapia llena de inscripciones que prometían política y pueblo y traían lo que siempre había estado, mas – si acaso, de manera más extendida: una pobreza hecha, sobre todo, de abulia, – domesticada, decía el tío Samuel; siempre sentado en el patio trasero del caserón de la calle Escalada. Esperando. Esperándose.
I remember que esa tarde – ¿o era una de esas mañanas sin prestigio? – salías de clase de inglés. Ibas al Lenguas Vivas. Aún conservabas casi intactos tus sueños o, como preferías llamarlos, tus proyectos – como si el léxico arrancara las elucubraciones del territorio puramente mental, terriblemente íntimo, de los deseos.
Ich erinnere mich que se me ocurrió irte a buscar. Entonces me había dado por enseñarme alemán – más que nada por empardar tu vitalidad intelectual, pura estrategia de la inseguridad – y había salido del Goethe hacía un rato, con un par de libros que no abriría, que devolvería con culpa lacia.
Je me souviens que me dio por irte a esperar a la salida del instituto. Y, asimismo, en lugar de hacerme notar frente a la entrada, me dio por seguirte. Un poco plagiando el librito de Julio que tanto nos había gustado. Otro tanto, porque era como acechar a alguien distinto: te conocía sólo de cuerpo presente y a través de tus relatos y mis proyecciones – como, por otra parte, conocemos a los otros -: esas extensiones de tu habitar ese instante que me incluía.
Mi ricordo que seguiste un camino que desmentía las rutinas que me decías, acaso para tranquilizar esos celos mínimos que cultivaban esa inclinación a derrotarme en cada comparación. No sé por qué se quedó pegada al recuerdo de ese momento una calcamonía de Deportivo Italiano que había pegada en un Ford Falcon de un color sin amenaza.
Îmi amintesc de, pronto, de Mihail Sebastian. Quizás porque el cielo estaba muy telón de acero, muy delación, muy vaya a saber qué arbitrariedad. Como un presentimiento. O porque parecías otra. Infinitamente otra. Hasta tu forma de andar: resuelta, sin esas vacilaciones tiernas que yo te conocía: de ir sorprendiéndote de lo conocido, de esas escenitas sin misterio que protagonizabas impensadamente.
Me acuerdo de ver a lo lejos el edificio que tan bien conocía – ¿quién no? – y que entonces fingí, entre involuntario y lúcido, que era uno de esos accidentes de cemento que se le caen a los arquitectos que deberían haber sido vendedores de seguros o viajantes de comercio o cualquier otra vocación que no deja esos rastros con ánimo de permanencia.
Aní Zojer la sensación que había tenido mi abuelo en Polonia. Todas sus palabras se transformaron en una materialidad ubicua: en la boca del estómago, en la garganta, en los lagrimales. Porque te dirigías a allí. Aunque faltaran dos o tres calles para llegar a ese edificio siniestro junto a la Casa de Gobierno. Ni siquiera en la inaccesibilidad de mis pensamientos me atrevía a asociar las palabras secretaría, inteligencia y estado.
Me acuerdo que la ciudad se esfumó cuando entraste saludando al guardia de la puerta con una inconfundible familiaridad. Entonces pensé – o me obligué a pensar, a anhelar, a sujetarme de cualquier trozo de flotabilidad – que era un descaro tuyo, que no estabas allí por los únicos motivos por los que realmente podías estar. Ingresaste en lo que se me hizo una penumbra absoluta. Esperé allí, en la vereda de enfrente. No sé para qué. ¿Para enfrentarte y callar y hacer de cuenta que? No, no lo haría. ¿Para seguirte y encontrarte unas calles más lejos, como por casualidad, y fingir que? Tampoco.
Me acuerdo que caminé. O que mi cuerpo anduvo. Mi mente, o, más bien ese amasijo de incertidumbres, temores, pasmo, quedó flotando o desvaneciéndose, como todo lo sólido, en el aire. El guardia me miró sin severidad: a nadie se le ocurriría dirigirse hacia la entrada de ese edificio sin tener un motivo lícito para hacerlo. Buenas, vengo con Luciana, dije, señalando hacia el interior del edificio, con un aplomo que sólo podía florecer de la parálisis racional que induce el miedo y que tantas veces se confunde con la valentía o la temeridad. Dijo un buenas o algo por el estilo y le avisó al otro guardia, que yo no había visto, que venía con Luciana, la de Antecedentes…
Creo recordar que subí al piso donde estaba el Departamento de Antecedentes. Que anduve por el pasillo, como si estuviese empujando las ondas gravitatorias de mi destino, y el de Luciana y el de todos los que estaban allí. Que pensé, incluso, en entrar y confrontarla allí mismo. No lo hice, lógicamente. Salí del edificio con mucho menos aplomo del que había entrado: el miedo ahora permitía sólo sus turbaciones – invariablemente interpretadas como pusilanimidad.
Me acuerdo de estar seguro de que no llegaría a casa. De que un coche se detendría a mi lado y adiós muy buenas. Luego, mientras me acercaba a mi calle, pensaba, como se piensa lo que está sucediendo, casi como un relato simultáneo, que me estaban esperando allí, que en cuanto entrara. Porque, maquinaba, alguien le habría comentado o preguntado por el muchacho que iba con ella y había entrado justo después y; es lo que se debe hacerse en lugares como aquel, dedicados al secreto y la desconfianza, entre otras cuestiones.
Me acuerdo que desde ese día – 6 de abril de 1977 – hasta mucho después de que volviera la democracia – como si esta nos hubiera desertado…; qué eufemismo que le daba a la dictadura una victoria más -, estuve esperando. Casi como el tío Samuel. Porque desde ese día, no te volví a ver. Lo que confirmaba mi conjetura: habías sabido que alguien, yo, por las señas seguramente precisas del guardia, había entrado a ese edificio usando tu nombre como credencial. Era la mía una espera inexacta: te esperaba a ti, pero no te esperaba; esperaba un golpe en la puerta y una violencia innecesaria que nunca venían, y que mi pavor quería creer absurda. Mi vieja me preguntaba por vos: ¿Y Lucianita? Dónde andarías, Lucianita. O, más bien, qué andarías haciendo, Lucianita… Dónde estarás ahora.
© Marcelo Wio
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