Conocía el nombre del lugar

© Marcelo Wio
Santander. © Marcelo Wio
Conocía el nombre del lugar. 

Reconocía sus singularidades. 

Sus aromas. 

Sabía qué día era. Incluso, conjeturaba la hora del día.

Sabía todo ello. Pero no podía afirmar
qué hacía allí – aparte del hecho de ocupar ese lugar 
en ese instante. Aunque cierto es, que probablemente nadie sepa
nunca, del todo, qué hace, o por qué, o cualquiera 
de las muchísimos interrogantes que ni siquiera sabemos formular
para ubicarnos razonablemente en la existencia, en el tegumento.

Conocía toda una serie de precisiones
inútiles: acaso como todas 
las que podemos permitirnos - tan limitadas, pues,
las respuestas que de alguna manera intuíamos: como si confirmáramos
sospechas o desesperaciones; como si pronunciáramos nuestros propios nombres –; coordenada extraviada.

Sabía que en tres segundos darían las tres y cuarto de la tarde. Lo mismo
que dura el presente.  

Sabía que el tiempo no mide mucho más
que un breve trayecto
de pretensiones,
de sombras.

Sabía que en cuanto oscureciera 
ella
entraría por la puerta, oliendo a noche y 
a restos de perfume.

Sólo que esta vez, no volvió. 
Ni al caer la noche, ni después. Porque
las predicciones apenas si son alegorías de la impotencia, 
del desamparo. Pero eso no lo sabía, o no quería 
saberlo: por ello siguió esperándola. O esperándose.
El perfume. La noche. De tres en tres
segundos. 


© Marcelo Wio
 

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