Luisito pensador

Que Luis Tolosa no haya estudiado más que un cuatrimestre de filosofía no significa que no dedique tiempo a eso que viene llamándose meditación filosófica. Los ratos muertos en el taxi – sobre todo de madrugada – dan para mucho cavilar. A veces, más por equivocación que por otra cosa, comparte eso con algún amigo y, más habitualmente, con algún desconocido (en el taxi mismo o en alguno de los cafés que frecuenta). Ahora mismo, en un viaje entre Camarones al 1300 y la avenida Ángel Gallardo al 180 (las numeraciones son aproximadas; no precisaremos para respetar la intimidad de la sexagenaria pasajera), Luisito (113 kilogramos de peso, 1,91 metro de altura), como le dicen los amigos, le ofrece a su pasajera el producto en bruto de sus más recientes cartesianas disquisiciones.

No sé si todos serán como yo, pero cuando miro una película, o leo el diario, no puedo quedarme con lo que me ofrecen; inexorablemente le rasco el envoltorio de imágenes y palabras en que viene enterrado o disimulado el mensaje. Y lo trasciendo. No sé si me entiende – y mira Luisito por el retrovisor el rostro inexpresivo de la mujer, que asiente, aunque se nota a la legua que escucha apenas levemente, lo suficiente para meter un bocado de esos que son una generalidad, y que, en definitiva, sirven para cualquier conversación, si fuese necesario; que ya bastante tiene cada cual con sus propias rumiaciones como para andar preocupándose por las de los demás (e, incluso, arriesgarse a que se le peguen preocupaciones ajenas). Porque lo que se nos ofrece siempre es incompleto – continúa Luisito -, inexacto, cuando no, directamente, un engaño soberano. Por ejemplo, estaba el otro día mirando una película, de esas que dan los domingos, y en las que uno cae como en una trampa consensuada; es decir, sólo porque dura una horita y pico, que, si no, minga de entregarse así. Bueno, a lo que iba. Una película sobre unos inmortales. Nada, batallitas, héroes y villanos, una muchachita linda. Lo de tantas, tantísimas películas. Pero lo que me empezó a carcomer desde el vamos, fue que el tema, el runrún de la película, el busilis del asunto (Luisito, de frecuentar otros círculos más pedantes, sería apodado, llamado, bautizado, motejado, “Sinónimo”), no era el de las disputas entre inmortales y otros perejiles que aparecían y no quedaba muy claro su papel en todo el asunto aquel de combates; sino otro: cómo se banca un tipo, o una mujer, claro, la inmortalidad. Y pensaba en un depresivo. Se la garanto una inmortalidad para alguien que vive por debajo del umbral de felicidad media. Ni el recurso del tiro del final le queda al pobre. Un infierno perpetuo en el que el pobre desgraciado sólo puede acopiar material para el autovapuleo, para el abatimiento. Pero en las películas, como en las noticias, nos ofrecen la anécdota como si se tratase de un universal. Y así anda la gente, frustrada, desesperada como si sus vidas fuesen un mediocre y sufrido tránsito. Fíjese usted, ahí, precisamente, hay tema para una película en serio, y no esos supositorios produce Hollywood: un depresivo inmortal; y no esos fulanos que andan a espadazo limpio sin saberse muy bien a cuento de qué; porque más allá de la astucia o embuste narrativo que hacía que los tipos fuesen inmortales a medias – porque vea usted, los fulanos podían morir pero sólo mediante sablazo propinado por otro inmortal; sablazo que, además, debía decapitarlos; en definitiva, un cuento chino, porque en la película los inmortales se podían contar con los dedos de una mano, así que me dirá usted las probabilidades de que dos se encuentren con tales facilidades; además, qué es eso de que el inmortal no lo sea del todo… Yo lo que digo es una película con un inmortal sin trampitas, que realmente no pueda morir, y un depresivo en serio, no de estos pelafustanes que abundan hoy en día que lo que tienen no es depresión sino frustración, aburrimiento o lisa y llana estupidez (mal mayoritario de nuestros tiempos; probablemente, de todos); un tipo que ve pasar la historia sin solución de continuidad. ¿Se imagina usted el tedio? – la mujer asintió con algo que Luisito interpretó como sinceridad. Y así hasta el fin de los días, como se suele decir. ¿Y entonces, qué? Nada, el tipo sigue existiendo (como conciencia, si quiere, qué sé yo, si supiese, no estaría manejando un taxi) en el vacío. Ahí está la película, no en batallitas medievales transvasadas al presente. Y encima, el fulano con sus mambos psicológicos o clínicos… Todo este asunto tiene sus ramificaciones, claro está. No las he explorado aún, pero, por ejemplo, ¿a usted le parece que un estúpido inmortal podrá, a la alarga, dejar de serlo? ¿O por el contrario, el paso del tiempo y el tedio de la persistencia fruto sobre todo de la ilusión de conocimiento que le da eso que ha dado en llamarse grandilocuentemente como experiencia vital, acentúan la idiotez? Tengo que darle vueltas a ese tema. Pero volviendo al deprimido que lo es por química o estructura mental, se imagina usted… ¿Cómo que me pasé? ¿No me dijo Ángel Gallardo al 100? Uy, disculpe, señora. A veces uno anda con mil cosas en la cabeza y apenas si escucha, entre tanto rumor de ideas, lo que le dicen a uno. Y encima la conversación estaba tan interesante… Mil disculpas. Espere que doy la vuelta y la dejo como corresponde. ¿Seguro? Otra vez, mil disculpas, señora; que tenga usted una buena tarde.

La mujer se baja del vehículo (Peugeot 504 del 98 en impecable estado – Luisito se da mañana con los motores) y Luisito sigue meditando sobre el tema. O no. Es imposible saber qué está pensando alguien – aunque más de un charlatán se las de telépata. Enciende la radio, sintonizada en Radio Tango. Suena la voz de Adrián Encomandita, que tuvo un único éxito (Metejón) en los años 1950 y que luego desapareció sin dejar rastro, como si en realidad nunca hubiese existido – así lo describió alguna vez un locutor de la emisora. O como si en realidad hubiese tenido demasiadas vidas – pensó entonces Luisito -, con muy poco tiempo para existir en cada una de ellas; a las corridas el pobre, siendo apenas. Quizás, pensó ahora Luisito, Encomandita haya sido un inmortal deprimido, eternamente buscando, no ya una solución, sino una mitigación, un consuelo – que, evidentemente, sólo podían ser transitorios. Un hombre, con el brazo en alto (señal internacional de solicitud de taxi), recupera a Luisito para el campo de la realidad – o ese tejido de hilos tenues que, muchas veces, ni siquiera son.

Al tipo ese ya no le comentó sus disquisiciones. Ni a los siete pasajeros que le siguieron. Porque Luisito, sobre todo, piensa. Muy de vez en cuando enuncia. Y cuando lo hace, es brevemente, como el caso del instante presenciado hace nada. Sucinta y, las más de las veces, confusamente – y es que cuando manifiesta sus rumiaciones, lo hace más que nada para sí, para escucharlas en voz alta, para encontrarle piolines accesorios, nudos huidizos. Y si el interlocutor encima puede auxiliarlo, mejor que mejor. Pero a día de hoy, tal cosa no ha sucedido: cada cual tiene sus telares y sus despelotes de hebras y con el croquis, el motivo que creen seguir.

© Marcelo Wio

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