Amelia generosa. Abnegada Amelia… Te preguntarás a qué este preámbulo tan de radioteatro – qué antiguo, por dios; de telenovela. Si siempre he sido tan directo contigo, tan sin el prólogo que parece el dispositivo cínico de una trampa. Yo también me lo pregunto. Quizás, así, hablando, quiero decir, halle una respuesta que nos satisfaga a ambos. Amelia sublime. Íntegra Amelia. Te observo ahora, desconcertada, acaso con unas décimas de preocupación, también; y te veo entrando en casa por primera vez, con esos ojos que parecían aspirar el momento y las cosas, la disposición de las habitaciones y los sonidos propios de su territorialidad. Te pegaste a mí como si buscaras que fuéramos una unidad. Entonces todo parecía que iba detenerse en ese instante, que era imposible que el tiempo nos hiciera la mamarrachada de continuar; y con él, claro, nosotros. Supongo que eso es lo que tiene la novedad, que, aunque sea durante unos días, unos meses, desmiente al tiempo. O, mejor dicho, nos ofrece el engaño más acabado contra él. Oh, Amelia, ojos de ágata; predispuesta Amelia. Sí, esos ojos que ahora miran interrogando lo que la boca no puede. No sé, Amelia. No sé cuándo supe que; o, mejor dicho, cuándo intuí que el tiempo nos había arrastrado tanto, tan lejos de aquella tarde que entramos juntos a esta casa – que soporta mejor que nosotros el transcurso. Tal vez poco antes de que tú misma notaras lo que habitualmente se resume como “distancia”, pero que es más un apagamiento en presencia del otro, ¿no te parece?, como si el tiempo – sí, el tiempo otra vez; pero es que a él, y sólo a él hago responsable – súbitamente se viera dividido por un obstáculo y a uno lo llevara por un lado, y al otro, por el otro – aunque, eso sí paralelamente, casi contiguos, lo suficiente para distinguirse. No hagas caso, dulce Amelia. Espléndida Amelia. Sinceramente no sé cuándo supe esto que te intento comunicar tan sin éxito. Sé que comenzó mucho antes de que fuese consciente. Supongo que el primer día aquel. Porque todo comienza siempre por el principio, e inicio sólo hay uno; luego está la ilusión de que se comienza esto o aquello, que no son, sino, eventos de la (única) cronología irreversible. Quiero decir que, en cuestiones de pareja, hay que buscar el origen de las cosas en la inauguración de la relación misma: no en su consumación, es decir, cuando la relación puede designarse como tal, sino en la primera mirada y gesto de correspondencia inequívoco (aunque uno luego siempre ande con el cuento de que al principio no sabía, que no se enteraba; pavadas, en esto, la primera vista es lo que vale; el resto es literatura, mistificación). Además, en nuestro caso, lo sé con certeza… Siempre me prometo no hacerlo, pero termino haciéndolo. No sé por qué. Quizás para luego no andar, como suele decirse, con el corazón a la miseria, para no embalarme demasiado. Amelia fiel. Entregada Amelia. Por lo que sea, lo miré. No utilizar más de cinco años. De eso ya hace siete, querida Amelia. Y no, no fue amortización, fue cariño, Amelia; bien lo sabes. Más que el que le tuve a ninguna otra muñeca inflable. Mucho más. Pero ya ha llegado la hora, Amelia. Un adiós digno, sin aspavientos. No te tiraré, no; claro que no, no podría hacer eso, como si fueses un objeto; válgame dios. No, te dejaré en las afueras de la ciudad, en algún bosque – con su no sé qué de regeneración e íntima hospitalidad. No, no te enterraré, no te preocupes. Te dejaré como tanto te gusta a ti, tumbada boca arriba. Mirando las copas de los árboles. Descansando. Como te mereces, Amelia cansadita. Desgastada Amelia.
© Marcelo Wio
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