Publicado originalmente en Ni más ni menos
“Portero: 1. adj. Dicho de un ladrillo: Que no se ha cocido bastante”. Diccionario de la Real Academia Española
“Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final?”. La Metamorfosis, Franz Kafka
El tacto de la alfombra velluda en la planta de sus pies fue como una recriminación, cuando siempre había sentido su recepción acolchada, como la del césped en la homenajeada zona de la media luna del área rival – exenta de los gastados olvidos de tierra que dejan los pasos reiterados y solitarios del portero en el área chica. Fue una frialdad, un rechazo, los que sintió en la planta de sus pies cuando bajó de la cama.
Un terror desconocido – iba a decir ajeno; mas lo sintió en lo más íntimo, en el territorio profundo en el que lo foráneo no tiene la capacidad necesaria para subsistir – invadió a Gregor Bloch. Miró la habitación, exactamente igual que la noche anterior. Sobre la mesa de luz, la foto de sus padres abrazando a un niño que era él, con calcetines caídos sobre unos tobillos flacos y diestros, una camiseta de un verde desteñido, demasiado larga para su estatura; un balón pesado, transido, de gajos descosidos bajo la planta del pie izquierdo; una mirada pícara, llena de gambetas pasadas y futuras (sobre todo), la sonrisa de dientes de terracota y, al fondo, una cancha de tierra irregular, difícil; el polvo aún suspendido como en una admiración obstinada. Una foto que desde el presente podía interpretarse fácil o burdamente como la evidente premonición de una carrera de goles y ovaciones admiradas.
Su vista huyó sin saber bien por qué de esa imagen y se topó con sus manos: unos guantes de portero las cubrían. Con horror intentó quitárselos, pero la empresa resultó inviable. Apuró su mirada hacia el espejo de cuerpo entero que ocupaba una sección de la pared izquierda, y compareció ante él: llevaba una casaca anodina que conocía muy bien, pero que nunca había sido suya. Se giró para constatar lo indudable: un número 1 rotundo, desamparado, terrible, ominoso.
Gregor intentó quitarse la casaca con el mismo resultado infrucutoso que con los guantes. Su inspección reiterativa de la habitación se encontraba con los testimonios del recordado pasado-presente de goleador – ese ser libre, libertino -, que ahora le parecían inverosímiles, lejanos, ajenos – y ahora sí, esta palabra era pertinente -… Observaba las fotos como quien mira la luz de una estrella extinguida que aún sigue llegando con un retraso de distancia y nostalgia: una perfecta falsificación.
Como si necesitara redundar sobre lo evidente, corrió al inmenso jardín trasero – una larga y ancha prolijidad de césped bien cuidado y una portería contra la que suele… ¿solía?… pasarse horas pateando soberbias que luego obsequiaría en el estadio. Intentó algunas destrezas y astucias con uno de los tantos balones que tenía por allí, esperando sus aptitudes, pero lo que hasta hacía tan sólo unas horas había sido una esencia, una inmanencia, una idiosincrasia de sus piernas (especialmente de la zurda, la más hábil), ahora era una torpeza temblona; el reflejo desconfiado de rechazar el balón lejos, como si temiera una cercanía que antes había deseado, en la que se había esmerado.
Con cada fracción infinitamente elemental de tiempo que transcurría, la muda era más completa: las sensaciones iban modificándose taxativamente, ajustándose a la nueva realidad; una nueva psiquis se iba erigiendo, un nuevo ánimo: desamparo; una tristeza esquiva, aislamiento… soledad.
Mezclado con ese temperamento… esa personalidad reciente, se reveló una intuición que, supo, siempre había estado allí, acallada, interpretada – y camuflada – como algo diferente, como algún trauma o impresión infantil que continuaba interviniendo de soslayo, borrando rápidamente sus huellas, pero dejando sus partículas…
Ser portero no es una vocación, es una fatalidad del destino y la obstinación; el empecinamiento de estar en el campo de juego a toda costa, de creer que se es un semejante entre los jugadores, de que se es parte del equipo aunque no se esté realmente dentro del conjunto, sino que se permanece en esa entidad unitaria y desamparada, aislada. El propio atuendo refuta la ensoñación de pertenencia; incluso la caridad chueca de permitirle utilizar las manos es la atroz constatación de una lástima y de un escrúpulo perverso en los que se asienta la convicción de su impericia, de su torpeza; de su… disimilitud.
El tiempo, el destino, impacientes, habían decidido, finalmente, domesticar al goleador que había sido Gregor, reconducirlo a su suerte estipulada, prefijada: al constreñimiento existencial a una región reducida, de límites precisos e inhóspitos; a interpretar su obligado papel de culpable de las derrotas, de ignorado de las victorias.
Aislamiento… Condenado al terror particular y solitario ante el avance rival – su error es definitivo -, a esperarlo en ese patíbulo del área sin posibilidad de huida; donde justamente, también se oficia esa ceremonia macabra del penal: el portero abandonado por los suyos ante ese pelotón unitario… pagando por una culpa ajena (directa o indirectamente).
***
Gregor vuelvió a su habitación. Se recuestó. Quizás, pensó, asiéndose a una última esperanza – que sabía de antemano ilusoria -, el sueño reacomodara las piezas y al despertar se hubiese restaurado la normalidad. Mas, Gregor Bloch sabía que era ese reordenamiento, esa metamorfosis la que había el error, la que había restablecido la marcha del destino.
De pronto, a la comprensión de la nueva realidad, que implicaba advertir sus consecuencias – principalmente, la soledad, esa inmensidad de silencios y de voces propias -, vino a sumarse otra derivación (al menos, tal como lo vio Gregor): la imposibilidad inherente del portero a la gloria. Esta depende del triunfo, pensó; es decir, del delantero… Y las excepciones de esporádicas tandas de penales, o penales atajados a última hora, no refutan esa imposibilidad (lo puntual no trasciende, no llega a conformarse, a ser, en definitiva).
Inquieto, Gregor volvió a levantarse y se dirigió otra vez hacia el jardín trasero. Atravesó la meseta de césped, caminando cabizbajo, hacia la portería. Se sentó sobre la hierba cuidada, apoyando la espalda contra uno de los postes blanquísimos.
Levantó la vista e imaginó el campo de juego, las tribunas, desde su nueva posición, y sintió que se había convertido en un detalle que afea la coreografía, una presencia que, a pesar de ser inevitable, tiene mucho de… incómodo, de interferecia, a la vista y al devenir fluido del juego: el portero detiene el rodar de la pelota… interrumpe…
Gregor Bloch murió apoyado a ese poste, olvidado de sí, en esa soberanía escueta del área que había trazado con talco. El cuerpo reseco; los restos de las prendas mudadas, a su alrededor; la mirada vacía, como si su último objetivo hubiese sido descubrir un delantero contrario, esa amenaza latente que ocupó sus últimos momentos ante el desierto sin tártaros que se extiende hasta la portería rival.
Al destino nadie lo engaña, ni siquiera vistiendo la casaca número 7, o la 9, la 11, la 10… Al final, se impone la inevitabilidad del hado sobre las falsificaciones vocacionales, sobre los remedos de habilidad – mera técnica ensayada.
© Marcelo Wio
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