Casi

Eran casi las ocho de la tarde. Ese instante donde casi se palpa la decadencia de las horas y los alientos. Efemérido casi había caído en la irrevocable responsabilidad de ser,o lo que fuese esa congregación de incertidumbres perentorias que casi lo habían acorralado contra las cuerdas (o filamentos), es decir, contra los estados vibracionales con los que se ahorcan algunos físicos y patafísicos.

Un aire casi conspiratorio sacudió las ramas de los jacarandás del parque. Un hombre de casi 80 años cruzó la avenida con un gesto circunspecto que lo calificaba implacablemente. Este hombre era Tertuliano. Iba al encuentro de Efemérido. En ese caminar casi corriendo pudo percibir el trazado casi aleatorio de las miradas de un muchacho y una muchacha midiendo las posibilidades de un futuro inabarcable por ese mero instante, por ese examen inexacto, efímero.

Cuando Tertuliano casi hubo llegado al bar, el día entraba ya en los consabidos cauces de lo rutinario, de las pautas prefijadas: ocaso, perezas, querellas sin mostrador de atención al público; en fin, esa amalgama de lentitudes casi mortuorias (con el atenuante de una resurrección sin Pascua).

Efemérido habló cuando Tertuliano casi estaba sentado (a unos escasos 17 centímetros de posar sus nalgas blandas sobre la silla de madera): ¿sentís ese aire- sin hola, sin qué tal, sin convenciones innecesarias entre dos que se encuentran a diario y saben que la introducción es una pérdida de tiempo que no conducirá a palabras más sabias – equívoco? El otro también respondió sin prólogos: imposible no verse arrastrado por esa sensación de culminación, aunque aún le resta cuerda al muñequito… una irreverencia supina, che. El otro (Efemérido): una invitación a la irresponsabilidad más absoluta… total, el presagio de error es irremediable… perdido por perdido…

Hablando de irresponsabilidades, mordisqueó las palabras Tertuliano, yo me voy a pedir un coñac, como mera fórmula atenuante ante el tribunal de apelaciones. Te acompaño, terció Efemérido. Un brazo casi levantado; dedos índice y corazón casi extendidos; proclamaron al mozo la existencia de una necesidad conocida por la casa: los viejos arrancan su tardecita de cada día.

El mozo, de nombre Coloquiano, llevó las copitas de coñac barato y unas aceitunas. Tertuliano le preguntó por el resultado del partido de fútbol entre Cosacos Pontificios (club del que era hincha Coloquiano) y Atlético Draconiano (conociendo, claro está, que los últimos habían goleado de visitante). Sólo sé que no sé nada, respondió Coloquiano, con el recurso a una de esas astucias compartidas por tantos y que, por ello, son una estupidez más, de tantas que se aceptan como inteligencias dialécticas, como malabarismos de la lengua, etcétera (recurso para seguir nombrando lo que no se conoce; o que da mucha pereza enumerar).

Efemérido esperó hasta que Coloquiano casi hubo llegado a la barra, a descansar su peso sobre la madera oscura (el repasador al hombro, un cigarrillo en la comisura izquierda, consumiéndose). Te das cuenta, querido Tertuliano, lo mansos que somos… “Sólo sé que no sé nada”, dice este – revoleo de la cabeza leve, casi apenas un movimiento indicando a Coloquiano -, y tan pancho, como si hubiese dicho una verdad como un estadio (el Maracaná durante un Fluminense-Flamingo). Una frase pelotuda (¡y aplaudida por los siglos de los siglos, amén!) si las hay. Si sabe, algo sabe, con lo cual, la frase es una contradicción, un oxímoron, que en su momento habrá sido más o menos piola. Pero claro, los griegos han sido sobreseídos por el paso del tiempo, por cronos; y sus pelotudeces, retroactivamente, han devenido razonamientos celebrados, ardides del intelecto aplaudidos de pie, ovacionados por la gilada, subidos al trono del acervo popular. A todos sus absurdos, ñoñerías, pavadas, pifias, se les encuentran, a posteriori (y me atrevería decir, ad hoc), significados conspicuos; una metáfora de algo, un quiso decir esto y el otro, cuando el tipo estaría en pedo, después de tragarse un ánfora de vino malo y de haber practicado vaya a saberse qué otras actividades libertinas…. Pelotudez mayestática… Toda esa mayéutica boba… No interrogaban, era sólo alargar la charla hasta que el interlocutor estuviese suficientemente en pedo o cansado o ambas, para decir disparates tan grandes como los que sostenía el propio interrogador (sólo que con signo contrario). Todo ha sido magnificado a tono con las expectativas diminutas de este hoy disminuído, sin ideas. Si no sabe nada, no sabe siquiera que no sabe… Y ahí reside la benevolencia del no saber. ¡Metáforas! Chantas intelectuales, como los que abundan en cualquier bar de esta ciudad o de cualquier otra, eso eran esos griegos.

Yo, qué querés que te diga, sólo sé que no sé nada, dijo Tertuliano cayendo en el chiste fácil, y reiterado.

Pero enseguida, ante el gesto de fastidio de Efemérido:Tal cual, querido amigo. Eran unos farabutes de tres al cuarto. Pero el tiempo parece arrojar un halo de legitimidad, de olvido y benevolencia sobre ciertos pelotudos. El dicho dice que alguno de entre todos los necios pasará a la posteridad como un erudito…

Y un cobarde, como un héroe…

Y un mortal, como un dios…

Y un dios, como una leyenda…

Y un golfo, como un don Juan…

Y una golfa…

Esas lo tienen más complicado…

¿Y nosotros?

Nosotros no formamos parte de la estadística reducida que pasa a la posteridad. Nosotros somos la acumulación de vidas, números, que permiten que uno de esos, se convierta en un nombre inmortal.

La estupidez, a fin de cuentas, es inmortal.

La estupidez, compadre, reina en la tierra.

Eran casi las once de la noche. La hora en que la decencia se toma un descanso, una licencia, para permitir la distracción de hombres y mujeres; para arrancarlos de las manecillas del reloj y de las miradas de jefes y policías y censores de la taquicardia y las emociones. La hora en que la moral admite a jucio los recursos del aburrimiento como pruebas incontrovertibles a favor de cierto relajo. Casi a esa hora, pues, Tertuliano y Efemérido se despidieron bajo un paraíso lleno de aromas. Casi a esa hora, y casi en el otro extremo de la ciudad, un tipo desconocido, en el transcurso de un asado y varias damajuanas de vino, pronunciaba una frase imbécil que sería venerada casi veinte generaciones después.

© Marcelo Wio

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