Lagrangianismo

El museo estaba impensadamente desierto. Por ello caminó por las galerías con aire distraído – como si no le correspondiera estar allí pero llevara esa tarea con una negligente resignación. Se detuvo frente a un cuadro que estaba ubicado al fondo de uno de los corredores, solo, como puesto por descuido, apenas para rellenar el espacio. No recordaba haberlo visto en sus visitas anteriores. Se quedó mirándolo absorto; sin admiración, pero incapaz de desprender el paseo de sus pupilas por el minúsculo lienzo. No había nada de extraordinario en esa pintura. Ni siquiera se sabía a quién pertenecía – Óleo sobre lienzo, c. 1890 (¿?), Anónimo. Reproducía un rostro desesperado, la boca abierta – entre grito y desesperación por asir aire -, casi ahogada por una ola de tierra. No podía decidirse uno bien sobre qué sucedía en ese instante eterno: los trazos eran descuidados, el manejo de las luces y las sombras era torpe, inexperto, indeciso; parecía una gran penumbra en tonos de un marrón oscuro que a veces se arrimaban perjudicialmente al negro. Pero él no podía desprenderse. No contaba con el auxilio apremiante de la habitual marea de ojos que resbalan sin ton ni son por pinturas y que inscriben los invisibles “estuve aquí” que sólo servirán para decir “lo vi en vivo”, en una charla oportuna, como si ver algo en vivo diera una validez excepcional, como si otorgara astucias osmóticas, prestigios peregrinos. Se quedó plantado, pues, retenido: a la vez que comenzó ver (acaso sea más apropiado decir intuir) prolongaciones sutiles que lo amarraban y, mientras esto sucedía, descubrió una esencia perturbadora en el rostro… algo indefinido, que iba formándose a partir de los filamentos que lo sujetaban. Y aunque esos tenues artilugios de inmovilización no hubiesen estado (reales o imaginarios, obraban ingualmente; por tanto, eran), él hubiera permanecido igualmente atrapado.
El rostro pareció ondular, como una superficie súbitamente alterada por una singularidad casual. Con cada onda algo cambiaba sutilmente las facciones. Y era como si fuese él el que provocaba esa muda, porque el rostro era cada vez más el suyo propio (o uno de los que había tenido y gastado), y en tanto el símil aumentaba, crecía la falta de oxígeno, la desesperación dentro de él mismo. Tuvo que abrir la boca, para acaparar bocanadas mayores, para solicitar un rescate o una cesación. Miró a su alrededor ¿Quién imitaba a quién? ¿Era acaso él quien remedaba el gesto del cuadro, la escena sin causas ni consecuencias presentada incompetentemente por el pintor? La garganta se le cerraba, pero no era un efecto muscular, podía notar terrones de tierra colmar sus tubos internos. La boca se le abrió más aún, si eso era posible. Cayó de rodillas. El cuadro se borroneó mientras perdía el conocimiento y se desparramaba sobre el suelo frío de mármol.

***

Dos hombres agarraron el cuadro sin mirarlo, lo envolvieron cuidadosamente en bolsas arpilleras y se lo llevaron. Otros tres se encargaron de él. Lo llevaron a la rastra hasta una puerta disimulada en uno de los pasillos y lo introdujeron allí; y salieron para reunierse con los otros dos, que esperaban a unos pocos metros de allí. Los cinco se fueron caminando entre la gente que de pronto parecía haber abarrotado los salones del museo. La pared que había estado ocupada por el cuadro estaba vacía.

A la media hora, se despertó con la boca reseca, escupiendo tierra. Tierra real, no era ninguna ilusión o alucinación. Tierra renegrida. Espesa. Una luz tenue iluminaba lo que parecía una cripta o una gruta de piedra gris. El conjunto daba una impresión de solidez, de inaccesibilidad. Respiró cada vez más pausadamente, a la vez que iba percatándose de su situación: sentado en una gran silla de madera voluminosa y firme, atado de pies y manos por gruesas correas de cuero marrón. Pensó en una silla eléctrica, aunque una inspección somera le indicó que no era el caso. No podía ver más allá de unos cinco, a los sumo siete, metros. No había ventanas. El piso era de la misma piedra que las paredes y el techo. A sus costados podía ver arcos y columnas, pero más allá no veía nada: negrura inexpugnable. Conjeturó que frente a él, la sala o cámara se extendía una buena cantidad de metros – los sonidos guturales que moduló cuando se despertó y escupió habían provocado un eco inquietante. El lugar se le antojaba una suerte de rectángulo alargado. La lámpara estaba justo sobre la silla. Era amarillenta, lo que incrementaba lo lúgubre de la iluminación que ya había constatado.

Infirió que cualquier inquisición sería inútil: muy probablemente estaba solo allí: sólo podía escuchar su respiración y los latidos de su corazón con una claridad turbadora; cada movimiento que hacía, amplificado por el choque contra las paredes. ¿O acaso había otros como él en ese mismo sótano, pero a distancias impensadas, absurdas? ¿Por qué pensó en un sótano? ¿Qué pruebas, además, de un fresco tenue y húmedo, y la falta de luz natural, tenía? Deseó que sucediera algo, lo que fuese, cuanto antes. Él podía ser su peor enemigo, lo sabía, su torturador más efectivo. ¿No sería precisamente eso lo que pretendían sus captores; quienes quieran que fuesen? Pero, ¿qué motivación los llevaba a obrar de aquella manera? Todo era, cuanto menos, ridículo. Y no por ello, menos aterrador. Coligió, por un momento, que podría tratarse de una burla excelsa. Mas, no conocía a nadie capaz de idear una broma tan sofisticada, tan… psicológica, y sádica, incluso. No tenía el honor de formar parte de círculos que tuvieran mentes soberbias, sublimes. Uno se mezcla con los disolventes adecuados, a fin de cuentas. Le pareció escuchar algo. Silenció el curso de pensamientos para prestar atención. Sólo podía escuchar sus ritmos internos, exagerados: creyó que se detendrías todos, a la vez, en cualquier momento, que sólo se le permitía escucharlos tan minuciosamente como un macabro deleite final. Cuanto más los oía, más fuerte era el sonido que componían, semejante a un batallón odiando el suelo sobre el que marcha, retumbando en la cámara como millones de latidos y estertores y flujos o puños golpeando una impaciencia infinita.

Calma, calma, se dijo. Son engaños de la mente. Las primeras herramientas de que el tormento se sirve para acontecer. Habrá más, y he de estar preparado para rechazarlas, exorcizarlas. Si el instrumento de mi propio martirio seré yo mismo, no hay otro que pueda redimirme, sofocar las hordas de métodos que atesoro contra mí…

¿Para qué todo esto? ¿Qué finalidad persiguen quienes me retienen, quienes desplegaron este engaño retorcido, tan elaborado e inverosímil? El cuadro… ¿Qué ingeniería logra esos resultados? ¿Quién puede desalojar el museo para una puesta en escena tan desproporcionada? ¿Qué importancia revisto para esta gente que llega a estos extremos para tenderme una trampa sutil y elegante? ¿Desconozco algo de mí que otros conocen? Pero, todas mis respuestas, aquí abajo (otra vez abajo), acaso tengan la forma de una paradoja. Estar encerrado en uno mismo… Porque aunque no estuviera sujeto a esta silla (que cada vez se parece más a un trono), dudo mucho que mi situación cambiaría en algo: cada vez es mayor mi convencimiento de que esta estancia es, cuanto menos, cuasi infinita. No podría comenzar a imaginar cómo salir de un lugar que aparenta no tener salida. Contradicciones; abundan por aquí. Tal vez debería pensar en otras cuestiones, deshacer los vínculos mentales que me unen con este lugar. Quizás, incluso, así podría volver al instante en que miré el cuadro. Quizás podría volver al momento anterior a entrar en el museo, al preciso instante en que, por aburrimiento, incliné mis pasos, como tantas veces, hacia él. Cancelar, en definitiva, el orden de sucesos y su desfavorable desenlace. Si al menos fuera plausible formular una hipótesis… Una interpretación tentativa… Justamente esto debe ser el vacío. La Nada; que no admite explicaciones.

¿Cómo saber?

¿Puedo saber que mañana me despertaré? No. Pero lo creo. Porque es conveniente. Entonces, tal vez, sólo debo creer lo que sea ventajoso y medianamente convincente, verosímil…
Intentó en vano revelar las entidades ocultas a través de indicios frágiles, pero no estaba seguro si esas pistas eran en realidad un producto de su voluntad de develar. Así pues, los supuestos que establecía se desmoronaban estrepitosa y disuasoriamente aún antes de tomar forma, una mínima consistencia.

No tengo nada para avanzar claramente con razonamiento alguno. Otro mecanismo para el flagelo: la cancelación del raciocinio, de la seguridad en las propias ideas, sensaciones, observaciones. Librado a las tortuosas elucubraciones de una mente obligada a centrarse en sí misma, sin distracciones posibles, sin el consuelo de míseras aproximaciones sustentadas por la más intrascendente irregularidad o incidencia. Nada. Absoluta. Inmensa ausencia de verificación, contrastación. Una extraña soledad en la que uno termina por escindirse para ser dos, a veces tres, incluso más: aislamiento compuesto por el conjunto de los seres que es uno mismo, cada uno de los cuales, a su vez, es un conjunto en sí mismo que no contiene a los restantes; mas el que los contiene a todos, sí se contiene a sí mismo, puesto que al incluirlos, debe, por fuerza, ser parte de sí… ¡Qué disparate! Voy a enloquecer, es la única certeza que poseo; y la de haber caído en manos de un sofisticado grupo de sádicos que gusta de observar – desde dónde, cómmo – la gestación de la demencia. Eso es. No hay misterio alguno: a través del cuadro diseminaron alguna sustancia inhabilitante; tengo retazos de recuerdos, vagos, disminuidos, corrompidos, y probablemente ni siquiera míos. Aunque también es posible que no haya habido cuadro, ni museo; a lo sumo, una galería menor en el Barrio de las Artes.

***

Se despertó con el desconcierto y la incredulidad intactas. ¿Cuánto había dormido? ¿Acaso todo había sido soñado y despertaba en aquella estancia por primera vez? ¿O acaso el sueño había sido su vida y ésa era su realidad – sólo que no recordaba jamás el lugar cuando emergía de un sueño? Imposible… ¿Imposible? Sí, definitivamente; ¿cómo recordar sólo lo no acontecido, lo exclusivamente soñado, fabulado; y como soñar a partir de lo exclusivamente soñado? Tal vez porque aquel existir apartado no tenía nada de memorable, y todo lo… verdadero (difícil término)… lo vivido (equívoco), en fin, su experiencia, transcurría sólo en su mente, como una ilusión onírica, una creación voluntaria e inconsciente… ¡Ah! ¡Todo se descalabra en cuanto se avanza en la hipótesis! ¡Me deconstruyo! ¡Hurto mi escencialidad! ¡Dudo de mí, ergo, me aniquilo!

Se calmó lentamente. Se supo adherido al tiempo que ahora le adjudicaban, pues, caviló, el espacio es despreciable en el cómputo de perspectivas y esperanzas. Si no puedo demostrar o encontrar certezas, al menos debería poder descubrir falsedades o inconsistencias. A ello debo abocarme. Recorrer los deshilachados sucesos que recuerdo y que, aunque no sean una garantía, me permitirán deshacerme de incongruencias notorias y, procediendo así, por descarte, arribar a alguna teoría mínima, consoladora, contenedora, para esta incertidumbre que se desborda como el río durante la crecida: lenta pero irremediablemente.

Mas… Cómo saber que sé, que di con una certeza, o que descarté una falsedad, si todo será una composición de supuestos y divagaciones. No, esto no me sirve… Necesito otro enfoque, otros axiomas… Claro que no cuento con nada evidente…

Desistió de la ilusa idea de comprender la realidad (o la objetividad) que lo había absorbido (abducido), para centrarse, una vez más, en los fenómenos puntuales que podía intentar analizar. Descartaba, reiteradamente, la posibilidad de entender el todo en el que había sido incorporado a su pesar. Esa catacumba se le antojó, de pronto, un universo inasible; aún más que aquel por el que había discurrido hasta hacía tan solo… no sabía de cuántos instantes constaba ese lapso. Breve, a juzgar por la sensación de inmediatez suturada a su impresión. Y otra vez la terrible duda de no saber si los recuerdos eran verídicos.

No se daba cuenta, pero desde que había despertado – e incluso desde antes de dormirse – llevaba hablando en voz alta. Sus maquinaciones y preocupaciones caían sin cesar a la lengua, y ésta las empujaba hacia fuera. En el silencio repentino que fabricó sin quererlo, escuchó, o creyó (ya que de nada estaba seguro) escuchar, pasos. Absurdo. Son una elaboración mía: inverosímiles, aparecieron súbitamente, y no en un esperable (¿lógico?) crescendo. A no ser que su usufructuario hubiese estado todo el tiempo aterradoramente cerca, lo que es improbable debido a la ausencia total de sonido – nadie puede permanecer en ese silencio allí donde sólo hay silencio. Por otro lado, cabe la eventualidad de que la sala sea más pequeña de lo inicialmente conjeturado y que tan sólo acabe de ingresar en ella el dueño de ese andar. Dudoso… Salvo que la puerta posea un mecanismo absolutamente silencioso. Debo centrarme en los pasos. ¿Se acercan? ¿O es un juego de aparentes frecuencias? ¿Revela movimiento el sonido de los pasos, o son una mera manufactura adulterada de mi necesidad y, por enden, no van ni vienen, sólo resuenan? Una dolorosa falsificación para introducir un optimismo… El eco me confunde… No puedo distinguir la dirección, el punto de precedencia de los pasos. Hubiese apostado que el origen se encontraba frente a mí y que hacía mí se dirigían; pero ahora mismo ocupan toda la habitación, caminata multiplicada, entrecruzada. No sería descabellado caer en la tentación de pensar que hay más de un caminante. Ni se acercan ni se alejan. Rondan. Me rondan.

De pronto, una figura masculina se internó en el círculo de luz que lo tenía a él como centro exacto. Vestido de negro. Una rostro sin rasgos particulares, sin barba; la cabeza rasurada al ras, brillaba. Piel limpia, sin edad, sin imperfecciones, irreal. Ojos de un negro profundo, como… ¿los ojos del rostro del cuadro? El hombre se paró frente a él, los brazos a los lados.
Él se quedó mirando con una sorpresa menguante, que no era la misma que hubiese sobrevenido al principio de su estancia allí. Pero estaba agotado. Sentía que un grumo apretado, casi endurecido, ocupaba el lugar de su cerebro. Por fin, venciendo esa frondosidad de nada, preguntó: ¿Usted, es usted?

¿Quién, sino?

Una exigencia de mi intelecto, una partícula materializada de mi pensamiento.

Me temo que lo hemos dejado demasiado tiempo con usted mismo – el hombre sacó un extraño reloj del bolsillo para comprobar si efectivamente había sido así. No, incluso menos de lo habitual. Veo que no nos hemos equivocado. Ha llegado usted más lejos de lo que habitualmente llegan. Aunque también a veces incurrimos en descuidos.

¿Quiénes?

Nosotros.

Eso lo di por supuesto. Digo, ¿quiénes son ustedes?

Ah, claro. A su tiempo. Por ahora sólo quería comprobar que estaba usted bien. Veo que sí.

Yo no diría que estoy bien.

No lo que usted entendía por bien. Ya verá.

¿Me va a dejar aquí, sin más?

Sin más no. Podrá deambular. El caminar cambia la perspectiva, le da un cierto… atractivo a los pensamientos, sugestiona de manera distinta, digamos.

El hombre procedió a desasirlo con cuidado. Evidentemente no todos reaccionaban de la misma manera. Fuera quienes fueran ese todos que se le acababa de ocurrir con tanta naturalidad. En su caso, procedió con calma, desentumeciéndose las muñecas, las rodillas, cada articulación adormecida. El hombre hizo un gesto similar a una sonrisa que expresaba aprobación. Una segunda aprobación – siendo la primera cuando sacó el reloj y comprobó el tiempo en solitario; que a él lo hizo sentir inmediatamente un orgullo que rechazó por superfluo, ajeno e inmerecido; sentimiento que ya no entraba en los baremos de sus ánimos. El hombre desapareció detrás de la cortina de luz, y en ese momento a él se le ocurrió preguntar cuán grande era la sala. Pero nadie le contestó. Así que él siguió el rumbo del hombre para no hallar nada más que penumbra que se extendía y se juntaba para terminar por conformar una oscuridad sólida.
Ahora sé que me observan. Ya tengo un hecho. Una certeza. Por lo que dijo, sé que hubo otros en mi situación. Fueron, como yo, elegidos, infiero. Ya tengo algo a partir de lo que trabajar en una hipótesis mínimamente coherente.

Mientras pensaba en voz alta, nuevamente sin darse cuenta, caminaba internándose en las inhóspitas distancias de la habitación. Andaba sin prestar atención a nada más que a sus cavilaciones, desoyendo la curiosidad que había alimentado mientras había permanecido en la silla respecto de la estancia.

Si fui elegido, algo poseo, una cualidad que me hace… interesante; elegible. Pero qué será lo que los condujo a seleccionarme… Otra vez la barranca por la que ruedan los trocitos de suceso, de hecho que logro recoger, como un escarabajo incompetente.

Consuelo: soy, puesto que me han percibido. Ese hombre es la constatación. Esto rodaba por las entrañas de su cerebro – que había deshecho el grumo – sin llegar a ser pensamiento: curiosa expresión, porque si no era cavilación, qué era. Habría que decir que no llegaba a ser enteramente consciente; y aún así estaríamos abismalmente lejos de una pretendida exactitud o corrección. Era una entidad que no era: forma ontogénica inicial truncada o aún no catalizada. Pero era. Tal vez se transformaría en una idea, en una verbalización, o quizás muriera como intención que no se adaptó a las circunstancias. En mientras tanto, él se pregunta: ¿Y si estoy del otro lado de donde sea observándome, escrutándome íntima y despiadadamente? Luego, otra vez: ¿Por qué fui escogido para ésta auto-indagación desquiciante? ¿Qué extraeré yo, de todo esto? Más importante aún, ¿qué obtendrán ellos – quien quiera que ese ellos represente o signifique? Y yo, ¿alcanzaré una verdad? Y a esa verdad, ¿le brotarán peros como me germinan las incógnitas en este soliloquio? Ah, somos meras incrustaciones en la realidad y, por ello mismo, intercambiables a otras realidades, a otras instancias. No hay realidad, pues, hay pluralidad y una cómoda alegría de creer que habitammos en una única. Aceptación conveniente, negación persuasiva. Una sola. ¡Pamemas!

Caminaba sin dirección, seguro de no poder llegar jamás a final alguno, a una eventual salida. Deambulaba porque algo le decía que el movimiento evitaría… No, no evitaría, retrasaría su derrumbe absoluto, el desequilibrio definitivo: desconexión perpetua de su mente y el entorno, un encierro perfecto, tajante. De eso se trata todo eso, vocalizó, como venía haciéndolo desde su incorporación al orden circunstancial que representaba ese lugar. De eso se trata, de desencajarse para encontrarse… Una suerte de (brutal) caridad metafísica, o de amable sadismo emocional ejercido por este hombre y aquellos que lo secundan o acompañan. Mas, ¿si el resultado de la inquisición es la decepción, cómo se retorna al descontento amaestrado – un contento ligero – que se poseía en un principio? Es, entonces, un experimento; y yo soy el objeto utilizado para los propósitos de la investigación que llevan a cabo. Qué buscan demostrar se escapa a mi imaginación… Tal vez el conocer el límite exacto entre lo posible y lo real… Yo soy la referencia de elección de paradigmas, modos de explicación y principios regentes. Cada sujeto elegido es una secuencia de axiomas, de interpretaciones…

Lanzó un grito contra las paredes columbradas, contra la oscuridad opresiva como manos pegajosas que buscaban su garganta, sus piernas, para atraerlo hacia su interior: útero infecto, tumba, contravida. Otro alarido, lamento sonoro destinado al vacío, a nadie… Lágrimas involuntarias de impotencia lo sustrajeron de la pasajera enajenación, le advirtieron el frío que ambientaba la habitación. Pero el frío no le importó. Resbaló apoyado en una columna hasta el suelo. Veía apenas la luminosidad de la que había partido. La estancia parecía un largo y ancho pasillo custodiado por esporádicas columnas idénticas y una incógnita de oscuridad detrás de los arcos que había entre columna y columna. Si dudo, susurró, pienso; al pensar, produzco mi existencia; si existo, poseo esencia, pues son una y la misma cosa – verbo y nombre … ¿Cómo me acuerdo de esto que no sé de quién es? ¿Lo supe alguna vez?

Se puso de pie después de unos minutos y comenzó a caminar. Un bisbiseo cayendo de la indolencia de labios. Nada que se pudiera comprender. Como un idioma antiguo, extinguido por el hambre del tiempo que desecha olvido. ¿Para qué esta rumia, si no me acerca a ninguna certeza, a conocimiento alguno? Y si esto, qué predicción, qué figuraciones puedo establecer respecto de mi suerte en esta clausura. Aunque… Tampoco me puede perjudicar en mucho la compañía dudosa de mis pensamientos. Oh, Dios… No supo por qué dijo eso, siendo como era, una persona alejada de las interpretaciones y consuelos teológicos; mágicos, según él.

Una voz que no podía ubicar habló con un tono medido, neutro, acaso irreal: quien mira a su alrededor no puede creer en la existencia de un todopoderoso creador. Imposible. No creer es lo lógico que surge de las evidencias: no hay nadie, o está ausente (fuimos, a lo sumo, su última creación y su más reciente olvido) y no volverá, o está presente pero no le importamos, que es lo mismo. Sea la opción que sea, creer es inútil. Pascal estaba equivocado.

¿Era acaso su propia voz? ¿Cómo estar seguro a esa altura? Tal vez estoy muerto… Y la eternidad es la soledad absoluta, la incertidumbre perpetua… ¿Cuánto llevaré aquí? Pero qué importa, si el tiempo sólo sirve para ubicar hechos, para asistir a la fundación de la memoria, a situarnos en un momento. El tiempo ejerce de anclaje, de justificación ante los ancestros y los sucesores. Y yo estoy sin estar. Estoy sin tiempo, sin nada que lo requiera.

La voz había desaparecido con la última frase. Tajante, repentina. Eso hizo que se sintiera casi seguro de que había sido él mismo: en realidad, una voz de las tantas que lo habitaban y que, en este sitio, encontraban su camino sin su mediación. No sabía si caminaba o era la habitación que se movía por debajo suyo, a sus costados, por encima, como una proyección que lo envolvía. Sintió un frío súbito que se acercó por detrás. Luego nada. Oscuridad.

***

Cuando volvió en sí, un gentío lo rodeaba; a su lado, arrodillado, un guarda del museo. Todo giraba lenta y armoniosamente. El guarda movía los labios pero él no escuchaba nada. Sólo le llegaba su aliento cálido, con un aroma inconfundible a cerveza y queso camembert. Otra vez los labios del hombre; y esta vez, también su voz: ¿Se encuentra bien?

¿Qué ocurrió?, preguntó él, intentando incorporarse con dificultad – la cabeza le pesaba.

Se desplomó.

Se incorporó ayudado por el guarda y las miradas compasivas de la pequeña multitud que menguaba.

Enseguida miró la pared. ¿Dónde está el cuadro?, preguntó señalando el lugar exacto.

¿Disculpe?, preguntó el guarda. Ya no había nadie más a su alrededor. Un hombre que se recupera no es un espectáculo digno para distraer a nadie.

El cuadro que estaba ahí – otra vez apuntó con el dedo y esta vez hizo hincapié con la cabeza, que no lo indultaba y seguía doliendo un latido punzante.

Ahí jamás hubo un cuadro, señor. Tal vez el golpe lo haya desorientado… – propuso indulgente el guarda.

No tenía sentido insistir.

Sí, seguramente fue eso… – convino él.

¿Está mejor?, inquirió el guarda.

Sí, sí, muchas gracias. No se preocupe por mí. A veces me salto las comidas por olvido… Y bueno, ya ve las consecuencias.

Veo, veo.

El guarda se retiró. Él se quedó allí unos instantes más, buscando marcas en la pared que delataran la presencia de un cuadro. Buscando una mirada sospechosa. Algo. Un indicio, una justificación para aquella sensación de desamparo y de extravío. Se dirigió a la salida con una inquietud creciente. Bien podía ser cierto lo que decía el guarda, y por ello se le mezclaban recuerdos y ensoñaciones; además, el persistente dolor de cabeza indicaba a las claras un golpe más bien importante. Olvido y mixtura. Era la explicación más simple… Pero por el otro lado… Todo era tan real en la memoria… Las sensaciones, las palabras. Pero, ¿para qué vaciar el museo – o abrirlo sólo para él? Antes de salir preguntó si había ocurrido algún suceso llamativo antes de la apertura o inmediatamente después. No. La inquietud menguó y la explicación plausible, la que se ajustaba a la realidad ganó terreno. Se sintió aliviado. Mas, en cuanto salió del museo y comenzó a descender por la escalinata hacia el parque, algo lo congeló en el lugar: el rostro del hombre que lo había desatado de la silla apareció entre los despreocupados paseantes de fin de semana. Fue un breve instante, como un destello, un púlsar que se extinguió entre la gente. No lo pudo volver a encontrar. Se desató mentalmente de las costuras que lo habían prendido a la escalinata y bajó con una ansiedad que lo ahogaba. Y entonces pudo sentir en la boca el sabor de la tierra, la textura inconfundible de lo paralizante, de la agonía que incrementaba su acción. Caminó distraído, introspectivo, aterrado, hacia su casa. Llegó sin saber cómo. Se sentó, desesperado, en el sillón. La respiración un tumulto de aire a borbotones entrándole y saliéndole. El guarda era uno de ellos. Sí. Pero, ¡¿quiénes eran ellos?! ¡¿Para qué lo habían… elegido?! ¡¿Qué significaba aquella escenificación?! Lloró impotencia, porque ya ni siquiera le salía la voz para formular las preguntas, y todas se le quedaban atragantadas, agolpadas, apretujadas.

***

Tres semanas después – cuando había recuperado algo la compostura, cuando en las noches el desasosiego le permitiía dormir un poco -, una tarde, recién llegado del trabajo, mientras bebía un café, sentado en su sillón, golpearon a la puerta. Indolente, se dirigió a abrir. Cuando el ángulo de la puerta le permitió ver a la persona que había llamado, se quedó inmovilizado.

Vengo a solicitar que me acompañe, dijo el hombre.

Él seguía catatónico.

Oh, perdón, dijo el hombre, vestido de negro, deberíamos haberle enviado señales, mensajes para no provocar esta reacción. A veces, nosotros también incurrimos en errores, o despistes – si me permite la falta de decoro de ser benévolo con nosotros mismos…

Él pestañeó. Balbuceó algo que nadie hubiera entendido. Pero el hombre comprendió.

Somos… Facilitadores… Eso.

Otro gorjeo incomprensible.

Allanamos el tránsito. De un lado a otro. Ahora, a usted le toca habitar, digamos, otra instancia. Lo que ustedes llamarían muerte. Pero simplemente vivirá en otra dimensión, otra localización, como prefiera llamarlo. Aunque no tiene importancia cómo se lo denomine, realmente.

Otro murmullo. Éste más comprensible para un compatriota de oído aguzado y buena predisposición.

No siempre es igual. Usted eligió el… Cómo decirlo. El decorado del sitio. Cada uno elige el suyo (aunque nadie se dé cuenta de ello), y luego les permitimos despedirse de sus cotidianeidades. El universo que habitará es distinto, siendo el mismo, y por ello, usted deberá ser distinto. No puede ir con las cargas que ha coleccionado aquí.

Hizo una pausa y miró el reloj.

Usted se debe haber agotado de la soledad en estas tres semanas – según los cómputos, de su tiempo, claro -, ¿no es así?

Él movió la cabeza en un gesto de asentimiento, aunque no sabía cuánto había sido.

Entonces, ahora me tiene que acompañar. Yo lo ayudaré a cruzar. Nada traumático, se lo aseguro.

Él hizo un gesto mirando el piso.

No, no le hace falta nada. Mañana, o al día siguiente, alguien encontrará su cuerpo. Pero usted estará siendo usted en otra realidad. Es así. En eso consiste, precisamente, la eternidad. Pero claro, usted no recordará ninguna de sus estadías, por llamarlo de alguna manera (podría decir vidas, pero es enteramente erróneo: tiene una única). Los universos son exactamente iguales. Sólo cambia, ni más ni menos, que una decisión, en cada uno de ellos. Su decisión.

Salieron del edificio. Amenazaba lluvia. Pero no le importó. No le importaba nada. En ese momento, era y no era; un pasajero en tránsito por una de las tantas bifurcaciones que le tocaban.

Miró al hombre.

Sí, todo lo que ocurrió allí, fue creación suya. Nosotros somos facilitadores, nada más.

Pero usted estaba allí. Me quitó las correas.

Lo imaginó usted. Y, claro, alguien tenía que hacerlo, que interpretar el papel. Lo hice yo, porque soy su facilitador.

No preguntó nada más. Anduvo sin fijarse a dónde iba. Porque, a fin de cuentas, se quedaría en el mismo lugar, con otra vida que era la suya… ¿A quién se le habrían ocurrido semajantes disposiciones?

 

© Marcelo Wio

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