La migración

 

El fenómeno está generalizado – momento en el que, precisamente, solemos darnos cuenta de su acaecimiento -; ergo, es innegable. El hábitat estatuario ha sido invadido por los breves migrantes – a los que, por ello mismo, se los ha denominado “turistas” (“los que vuelven” [inmediatamente a su origen]) – que se desplazan, mayoritaria y paradójicamente, con afán de obtener pruebas de sus sucintas itinerancias. Suelen conseguir tales evidencias visitando zonas donde se da una alta concentración de estatuas. Inmóviles, sin posibilidad de protesta y célebres, sirven de estupenda certificación de presencia.

Poco más se sabía de las estatuas hasta hace apenas unos meses, como no fueran los juicios estéticos de los que algunas eran objeto. Así, hasta recientemente eran consideradas cosas (inanimadas quietudes), a las que, como tales, evidentemente no se les suponía ninguna característica propia de los seres vivos. Hace algo menos de un siglo y medio que el periodista alemán Heller Rohde advirtió que estos seres (así los llamó, visionariamente) eran capaces de un movimiento tan lento que haría falta vivir al menos lo que tres generaciones de humanos para percibir un desplazamiento de entre cinco y diez centímetros. Ni siquiera se burlaron de Rohde. Lo enviaron una temporada (tan larga, que podría medirse en términos de desplazamiento estatuario) a una institución psiquiátrica. Recientemente, y a la luz de estos acontecimientos, se volvió a publicar la serie de cinco artículos en la que Rohde postulaba su tesis, hoy incontestable.

Las facilidades que los hombres han creado para desplazarse más lejos y más rápido, junto a una mayor disposición de tiempo y recursos, ha resultado en un enorme aumento del flujo de los viajeros…, llamémoslos testimoniales (de su propio viaje); es decir, aquellos que se desplazan con el objetivo de tomarse una fotografía que dé cuenta apodíctica de su presencia en tal o cual latitud y longitud. Acto, por lo demás, doblemente inútil: en primer lugar, porque hoy en día, fotografías y suvenires de donde sea se consiguen en cualquier lugar sin necesidad de engorrosos traslados; y en segundo, porque a nadie, salvo al interesado (el fotografiado) – que por lo general tiene muy poca disposición de ánimo e intelecto tiene para conocer realmente el sitio visitado; más allá del maquillaje evidente que toda localidad ofrece a quien no le conoce las imperfecciones cotidianas -; decía, que a nadie le importa un comino o un pimiento o la especie vegetal que a cada cual le guste, la fotito del sonriente pelafustán (que parece decir: ¡Ja!, mírame en esta insigne ciudad, mientras tú, aquí, chupando frío o calor y las mismas calles sin gracia de siempre) y la emblemática estatua de fondo o a un costado – siempre en segundo plano, pues no es lo relevante de asunto; apenas una suerte de sello, de fe notarial: Sí, este patán estuvo aquí, y cómo se lo pasó, etcétera.

Pero volviendo al busilis del asunto. Un censo llevado a cabo por diversas universidades europeas (por los departamentos de Sociología, Estadística y Arquitectura – este último, negándose a reconocer que el asunto ya no es competencia suya) entre mayo de 2015 y mayo de 2017, en las capitales y principales ciudades de los países de la Unión Europea, arrojó una disminución de la población de estatuas del 27 por ciento – respecto del número de estatuas censadas en 1999 en el marco del relevamiento del patrimonio cultural europeo.

A todo esto, hay que destacar lo difícil que es contactar con expertos en la materia; ello, debido al simple hecho de que este fenómeno es tan novedoso, que aún ni siquiera se han puesto de acuerdo a qué área pertenece el estudio (y posterior sugerencia de soluciones) del desbarajuste. Casi todos terminan por recurrir a biólogos y zoólogos, que al menos conocen más sobre hábitats, desplazamientos masivos, especies amenazadas, y el etcétera que se le suponen a tales ramas científicas, pero que por ignorancia nos es imposible enumerar aquí. Pero a lo que íbamos. Estos profesionales, que están entrando en contacto con la materia, no se explican en qué momento se han desplazado. Están realmente asombrados. Téngase en cuenta que la mayoría de las estatuas que migraron pesaban entre 5 y 10 toneladas. No es baladí el hecho de que pudieran pasar desapercibidas. Por otra parte, quienes estudian el tema tampoco tienen la menor idea de hacia dónde pueden haberse dirigido. Rastreos aéreos y satelitales arrojaron resultados estériles en este sentido. Se les han colocado localizadores a muchas de ellas; pero éstos se encuentran invariablemente a los pies del pedestal de la estatua ausente o a unos pocos metros.

Lo que resulta evidente, dijo Lukasz Komorowski, especialista en evolución de la Universidad de Varsovia, es que la incesante y creciente circulación de turistas ha terminado por alterar el ambiente de estos inmensos seres delicados (según Komorowski, se les han podido conocer sensibilidades mucho finas que las humanas – estéticas, auditivas, olfativas y espirituales; “así que imagínese cómo deben sufrir en las ciudades actuales, ofensivas en cada uno de estos sentidos”, concluyó el académico polaco, que no explicó cómo se sabe de la existencia de tales susceptibilidades estatuarias). A tal punto se ha perturbado su entorno, afirmó, que, en una actitud sin precedentes, han comenzado a trasladarse a unos ritmos sin duda vertiginosos.

Por lo demás, se teme que edificios y estructuras emblemáticas puedan seguir un camino similar – los colegios de arquitectos aseguran que esto se trata de un contubernio de ingenieros y miembros de otras disciplinas para apartarlos, ya no sólo del mundo académico, sino del mundo profesional -. Como fuere, el alcalde de Florencia, en una entrevista televisiva, dirigiéndose a los turistas, pidió: “Por el amor de Dios, dejad de comparecer, que, si no, terminaréis viniendo a un lugar que será como tantísimos otros: sin más atractivo que no ser el lugar habitual de residencia”.

Autoridades de otras ciudades se sumaron enseguida a la solicitud del florentino. Finalmente, la Unión Europea ha emitido un comunicado pidiendo encarecidamente el cese del turismo que no tenga fines verdaderamente culturales; que basta con hacer un tour guiado en línea, a través del ordenador o del móvil (hay ya decenas de aplicaciones gratuitas para tal fin), que extienden certificados de participación (avalados por el Consejería de Cultura de la ciudad en cuestión, el Ministerio de Cultura del país, y por la Cultura de la propia Unión Europea) que el interesado podrá presentar en reuniones, convites o en situaciones de seducción, ahorrándose una buena cantidad de dinero en desplazamientos y alojamientos.

La situación es claramente desesperada. Al punto que Eustache Burin, curador del Louvre, señaló que la Venus de Milo desapareció junto a otra docena de estatuas hace cosa de un mes. “Lo que se expone es yeso fraudulento”, se sinceró. Por su parte, Heiko Karstadt, su homólogo en el Altes Museum de Berlín, informó que el caballo, el jinete y el león que estaban en el costado derecho de la entada – vista desde el museo – se esfumaron hace dos días. Por primera vez se creyeron tener indicios más concretos de la huida: el rastro de su evasión se perdía cerca de Werneuchen, por lo que suponen que su destino se encuentra en alguna región oriental – motivo por el cual algún que otro think-tank ha querido ver una maniobra rusa de lo que han dado en llamar, no sin cierta originalidad, “nueva guerra fría”. Mas, los rusos respondieron con evidencias de estatuas ausentes de sus propias ciudades.

Mientras miramos azorados a esos espacios desocupados, es imposible pensar en que hasta hace poco sosteníamos una creencia, aprendida como se aprenden los dogmas de cualquier fe: que las estatuas eran obra de artistas; escultores, precisábamos nuestro desconocimiento. Quizás era uno de esos tantos ardides con los que pretendemos convertir a la humanidad en una suerte deidad capaz de creación (sobre todo, de construir su propio destino – cruel metáfora han resultado ser las estatuas). Y, salvo dos o tres que lucraron (de dineros y privilegios) con la supuesta producción de éstas, nadie ha oído hablar de, ni, mucho menos, visto a, escultor alguno. Aquellos que mintieron un arte fueron, visto está, meros pícaros, oportunistas que vieron un beneficio fácil. Levantaron el decorado de talleres y obras siempre a medio hacer, y poco más. Luego se adjudicaron – conchabados con funcionarios ventajistas – la autoría de piezas varias.

Como sea, la emigración de estatuas ha aumentado su ritmo, de acuerdo a un informe del departamento de Biología de la Universidad de Copenhague. “Sólo en junio y julio de 2018 han partido más estatuas que en todo el pasado año”, indicaba el documento. Justamente un vecino de esa ciudad danesa – que, se asegura, tiene una estrecha relación con las bebidas espirituosas – aseguró haber visto cómo Den lille havfrue se dejaba resbalar hacia el agua y desparecía sin siquiera dejar un rastro efímero de ondas en la superficie. Quién sabe. Quizás la sirenita lo consideró un testigo tan poco fiable, que se permitió una osadía, o una soberbia.

 

© Marcelo Wio

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