Carolina Pisano Bigollo, decía el sobre. ¿Quién utilizaba el apellido de mi madre? Esperaba encontrar el nombre de un familiar en el remitente. En su lugar, un nombre desconocido (Alberto Feynman) y otro de esos que resuenan como el eco de un sonido que sucedió hace demasiado (Margarita Da Souza). De dónde me sonaba ese nombre. Dentro del sobre había una invitación para el casamiento de ambos. Había tiempo para recordar o para declinar la invitación. O, también, para no recordar y aceptarla, qué tanto. Dicen que los casamientos son un buen lugar para conocer gente.
Me olvidé de la invitación y de los nombres hasta que una tarde que charlando con una amiga – o esas existencias que se nos adhieren (y a las que nos adherimos) muy temprano en la vida sin esfuerzo alguno -, pronuncié el nombre de la invitación. ¡Margarita!, dijo mi amiga – que tiene nombre, pero no le gusta que sea pronunciado o escrito mucho porque, dice, al ser tan original, se gasta -, claro, siguió, la que fue compañera nuestra en tercer grado; pero sólo medio año, porque el padre trabajaba no sé dónde que lo trasladaban todo el tiempo. La explicación de mi amiga – que en realidad no quiere que se reproduzca su nombre porque es bastante fulero -, no me aclaró nada, sino que vino a confundirlo todo aún más, si cabe: qué hacía una mujer que había conocido hacía tantísimo tiempo atrás, y durante un período tan breve, invitándome a su casamiento. Y de dónde conocía el apellido de mi madre.
Lo extraño me decidió a ir a la boda. Si el destino, la estocástica o lo que fuese habían diseñado aquello, pues bien estaba obedecerlo. Es más, me convencí de que iba a conocer a un tipo sensacional. Bueno, un tipo pasable. Uno que refutase la entropía de las relaciones que había tenido últimamente – y con este término me refería a los últimos diez o quince años. Un tipo en serio, como suele decirse; y no uno de los tantos pelandrunes que abundan – tontos y pesados como un tábano o un vendedor de seguros.
Qué me pongo, me pregunté unos días antes. No tenía nada digno de ser denominado “elegante”; todo tan trillado… En realidad, ahí no me conocía nadie, ni la novia, realmente; así que algo de lo que tenía me serviría – no tenía ganas de gastar un mango. Además, si todo viene dado de esta manera tan… Tan, tan, mejor no preocuparse mucho, dejar que todo fluya, ser lo más yo posible – ya me dirán cómo podía ser lo menos yo; pero bueno, son esas cosas que una se dice por decirse algo, un poco como, imagino, se dicen los tipos en los vestuarios antes de salir a jugar un partido de lo que sea. Encontré un vestido digno enterrado en las inhóspitas zonas de los costados oscuros y hondos del armario, y unos zapatos a juego (vamos, que no desentonaba del todo: porque, además, quién mira los zapatos en una boda; los hombres no – creo).
La ceremonia fue como todas. Además, yo había puesto todas mis expectativas en el convite – ¿se dice así?; no, eso es otra cosa; bueno, en la cena -. Un lugar como tantos. Iluminación tenue que disimula las posibles miserias del local y de los afeites de los invitados. Las mesas eran para seis y ocho personas. Me tocó una de seis casi fuera del recinto. Lo cual, ciertamente, se correspondía con el grado de relación con los contrayentes: lejano. Es más, pensé, el sitio apropiado para mí hubiese sido en mi sillón, frente a la tele. Pero allí estaba. La primera en sentarse a la mesa – en el sitio que indicaba un cartelito con mi nombre. Leí los otros: Esteban Finochietto, Andrés Bolaño, Marcos Navarro, Luciano Cruz y Nicano Cingolanni. Oh, bendita, fortuna, me dije; saludable carambola de errores – porque a saber cómo se le coló a Margarita mi nombre entre todos los arreglos para el casorio.
Llegó primero, Finochietto. Un tipo sin más rasgos que el de una fealdad moderada, no ofensiva, digamos, que sabe estar sin imponerse al ambiente, al contexto. Bueno, quedan otros cuatro. El siguiente en sentarse, como obedeciendo el orden de los cartelitos – en el que yo los había leído, desde mi inmediata izquierda, a derecha -, fue Bolaño. La suya era una ausencia de belleza más manifiesta; entrada, sobre todo, alrededor de una exageración que, finalmente, resultó ser la nariz. No había terminado de sentarse que asomó quien sería Navarro: contundente antiesteticismo – creo que no existe la palabra, pero debería existir: dícese del movimiento genético que propugna la destrucción de lo bello, de lo estiloso. Sospeché que el destino no era más que una broma. Hecho que me confirmaron las llegadas de los horribles sin paliativos Cruz y Cingolani. Espero que al menos el vino sea bueno y abundante, me intenté consolarme o anestesiarme.
Pero incluso antes de terminar de elaborar ese deseo, y paseado la vista como quien revolea un chal, de pronto se me aparecieron perfectos. Detuve la mirada en cada uno y, efectivamente, aparecían transformados, como si la primera impresión hubiese sido fruto de una terrible aberración causada por un fallo en la comunicación entre retina, nervio óptico y la parte del cerebro que se encargue de que efectivamente veamos lo que vemos. Al entusiasmo que me sobrevino, logré imponerle una cierta calma: los observé detenidamente (y descaradamente; que ya no está una para ciertos remilgos, y menos con un tenue enigma como aquel).
Lo único que resaltó en esa primera observación – y que se confirmó y, acaso, se acentuó, en posteriores observaciones – fue la existencia de lunares en los rostros de los sujetos en cuestión. Cinco lunares en la cara de Finochietto; ocho en la de Bolaño; trece en la de Navarro, veintiuno en la de Cruz y treinta y cuatro en la de Cingolanni.
No los había notado al principio. O, tal vez, al principio habían formado un todo indiferenciable de las fealdades particulares que había creído ver. Aún seguí observando, con un esmero descarado – pero los tipos no decían nada; apenas si hablaban entre ellos algo que yo no alcanzaba a oír. Y noté algo en la disposición de los lunares – por cierto, todos iguales en tamaño, color y redondez -: el conjunto conformaba una espiral perfecta. Cuando digo conjunto, quiero decir, claro está, los lunares de todos ellos. Entonces se me ocurrió un experimento: le pedí a Navarro si por favor no me podía buscar un vaso de agua. El tipo, diligente, fue. Ausente un elemento, todos volvieron a su fealdad singular, a esa desesperación estética. ¡Ja!, me dije. Ja, ¿qué?, me interrogué enseguida.
La comida estaba regular – una carne más bien fibrosa y fría; unas ensaladas con más pretensión que sustancia, y un vino que se dejó tomar sin dar mayor pelea. A Margarita la vi de lejos, feliz – o eso que uno interpreta en ciertas ocasiones. La iba a ir a saludar; pero después pensé, para qué, si hace tanto de que no fuimos siquiera amigas…
© Marcelo Wio
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