El largo paseo de Marlborough

Nada como salir a caminar. Eso dice siempre Arthur Marlborough. Nada como calzarse sus botas Wellington, su abrigo de tela encerada y su gorra tweed para recorrer el interminable campo hasta casi divisar, al este, el entrecielo sucio de Londres – y reafirmar su desprecio a la modernidad. A veces, casi puede oler el estiércol de los cientos de miles de caballos, el humo negro del carbón quemado, las enfermedades que crecen de sus encharcadas calles inmundas.

Nada como caminar por el prado pensando en aquella lejana mácula. El aire sano, intocado. Si acaso, el humo de su pipa esporádica altera levemente la composición del equilibrio campestre. Siempre llega a la colina que él ha denominado Horn’s View sin saber por qué – le sucede mucho eso, de encontrarse con alguna idea, alguna definición, alguna certidumbre que no sabe de dónde ha surgido, que parece venir con la brisa que, a veces, jura, tiene un sutil aroma a mar (como el que hay en Brighton en otoño y justo antes del verano – en agosto a veces viene ese repugnante olor a algas y  muerte abisal insoportable).

Pero no es sólo el aroma ni la modernidad esgrimidas lo que promueven el rechazo del treintañero – pero experimentado, luego de sus estancias en la India, Malasia y Francia – Marlborough a la ciudad, sino la presencia de ese petulante William Ewart Gladstone, que sin duda tendría que haber tomado los hábitos de la Iglesia de Inglaterra en lugar de dedicarse a la política, donde pretende poner en práctica sus abominables ideas sobre igualdad de oportunidades – que Marlborough interpreta como un mero eufemismo para recortar los privilegios ganados de la clase que ha hecho a Inglaterra – y la promoción de los productos extranjeros. Cada vez que observa la infame ciudad desde su colina o cuando revisa las cuentas de sus negocios, piensa en el Primer Ministro en los peores términos posibles – al nivel de lo que opina del peligroso ardid democrático que, está convencido, ya se les ha ido de las manos.

Un impulso foráneo lo lleva hoy tranquilamente hacia Londres. Ya sobrepasó Horn’s View hace media hora. A diferencia de otras oportunidades, “su” colina estaba llena de jóvenes merendando y cantando “We’ll meet again/Don’t know where/Don’t know when/But I know we’ll meet again some sunny day…”, mientras zumban metálicos los aviones que se dirigen al hacia el sur a interceptar a los alemanes. Pensó al dejarlos atrás, con un ramalazo de ira cruzándole el rostro, que acaso Inglaterra necesitara algo del orden alemán. Hombres en edad de combatir, cantando allí en esa colina soleada como si las notas torpes y bonachonas fueran fuego antiaéreo.

Menos mal que el tiempo transcurre, se dice Marlborough. Que nos lleva con él. O, no, nos pasa por encima. Nos deposita en el lecho: barro de olvido. Pasa. Pero sí hay algo que arrastra consigo: una memoria mínima, un estado de ánimo colectivo. Y estas cancioncitas y las otras, que sonaban casi al pie de la colina – el campo ultrajado en un barrial de pastos pisados, aplastados -, entonadas por los mismos jóvenes (¿me perseguirán?, se pregunta Marlborough) sólo que con los pelos largos y menos ropa, refregándose unos con otros impúdicamente: “Well, I wait around the train station/Waitin’ for that train/Waitin’ for the train, yeah/Take me home, yeah…”. Cada vez más decadentes, se espanta Marbolorough. Menos mal, se repite, que el tiempo siempre tiene una revancha a la vuelta de los años, una posibilidad de enderezar lo que hace tanto se viene torciendo. Quién me hubiera dicho que votaría algún día. Y que votaría por una mujer, precisamente. Pero es que Maggie – y si la llama así no es por vulgaridad, sino porque la conoce bien – es mucho más que una mujer; mucho más que todos los Primer Ministros juntos. Si uno se descuida, más que la propia reina – estas herejías ideológicas se las permite en la silenciosa intimidad de sus paseos.

Sin darse cuenta, con la nostalgia de Maggi en la garganta, pasa frente al Hospital de Charing Cross. Afuera hay un grupo de personas con carteles: Huelga, Salvemos al Servicio Nacional de Salud. Quien ha vivido lo suficiente, a veces, sabe ubicar las causas remotas de algún hecho presente, promulga Marlborough como justificación para decir: todo empezó con Gladstone. Qué se le puede pedir a John Major, si Maggie es irremplazable. Marblborough decidió emprender el camino de vuelta. Estaba cansado: física y anímicamente. Todo parecía haber crecido y mutado desde que salió de casa. Paró en un Starbucks a beber un café digno, dadas las características del lugar. Estuvo a punto de dejarlo cuando le entregaron un vaso de plástico y, encima, el muchacho le advirtió que estaba caliente. Todo crecido, se dice, mutado y estúpido.

Si se apura, quizás llegaría para ver la final del Mundial 2019 de Cricket. Pero las piernas están agotadas. No tendría que haber caminado tanto. Pero las piernas están agotadas. No tendría que haber caminado tanto. Se siente viejo, de pronto, como si recién cayese en la cuenta de sus noventa años. Como si el tiempo se estuviese desprendiendo ya de él, preparándose para dejarlo quieto, de una vez por todas.

© Marcelo Wio

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