“La depilación de Annabelle”, un tratado filosófico-visual

La realidad está hecha de pequeñas porciones de trivialidad, de retazos de instantes descartados, de pieles mutadas. La realidad, no es más que una respiración, una brevedad, dicen que postuló Emmanuelle Poisson en su lecho de muerte – un lecho concurrido por algunos de sus multiples amantes: hombres y mujeres hechos de cuerpos, con la prescindencia de personalidades y voces. Pero no es este un texto sobre la eminente filósofa francesa, sino uno sobre la única película de Pavel Czeslawa, la extensa (5.27 horas) “La depilación de Annabelle”, un verdadero tratado filosófico-visual, que, como siguiendo rigurosamente a Poisson, se abocó a la simplicidad más absoluta. Y el resultado, como el lecho de muerte de la filósofa belga, fue uno repleto de expresiones, matices, interpretaciones y minutos.

La película comienza con un primerísimo primer plano de una superficie sonrosada perfectamente porosa, casi germinal; que lentamente se va alejando para ir componiendo un rostro femenino estático, como si realmente estuviese siendo creado en ese acto cinematográfico que lleva, precisamente, nueve minutos exactos. Una voz la nombra, la inscribe en la realidad: Annabelle. Una joven que nace con una edad de unos veintidós o veinticinco años. Rubia. Bella. Inmaculada. Intocada por la realidad. La cámara, ese zoom out, acaba de depositarla frente al espectador y, al hacerlo, le ha dado a éste el papel de realidad – de contexto y testigo -: no está allí únicamente para observar, está allí para contener esa creación, como receptáculo.

La voz que nombró, vuelve a nombrar: Annabelle. La muchacha gira el rostro lentamente. Muy lentamente: como si aprendiera la mecánica del movimiento, de la presencia. Levanta los brazos, Annabelle, dice la voz. A la joven le lleva quince minutos y treinta y tres segundos comprender los fundamentos de la comunicación, desentrañar el código de los vocablos y las entonaciones. Finalmente, levanta los brazos blancos y esbeltos. Una mata rubia y discreta se vislumbra en las axilas. Como un cañaveral reseco y menguado, al que una brisa o una respiración agita: existencia, relevancia. El director conduce al espectador al corazón mismo de esa frondosidad capilar: observa, parece decir, observa el surgimiento de la vida más elemental, de las paleontologías que nos avergonzarán, que indefectiblemente nos emparentarán con los reflejos rudimentarios de la vida: con aquellos organismos imperfectos que habremos de dominar.

Nos rescata, Czeslawa, al tiempo que la voz, que es de mujer – dios-mujer-úteroprimigenio -, vuelve a pronunciarse, admonitoria: Debes deshacerte de esos pelajes. Y aquí, comienza quizás lo más logrado de la película: el combate de la voz y el rostro de la joven: dios y su creación enfrascados en un diálogo primordial: la creación no sabe que es tal, y apenas si comprende esa voz. Qué autoridad, pues, tienen esos vocablos ubicuos. Por qué habría de hacer algo de cuya finalidad no se le han dado razones. Qué necesidad tiene de comprometerse a dicha disminución, amputación. Y todo ello sin modular ni una sola palabra: tan impresionante es la interpretación gestual de la superlativa Danka Jehlička, que interpreta a Annabelle. Un plano estático, enmarcando su cara – porque no hay nada más, es ella, la primera, la única, la que habrá de negociar con dios, una compañía o un pecado -, para esa obra de arte del mutismo, de la invención de un minucioso, sutil y profuso lenguaje de rictus y matices faciales.

Lo que, acaso, podría considerarse la primera mitad de la película (en un sentido narrative; puesto que lleva una hora y cuarenta y siete minutos) finaliza con un gesto de una contundencia brutal: los ojos dilatados como ante un espanto y una sonrisa siniestra – que parecen sugerir que se ha descubierto algo terrible que podrá ser usufructuado impunemente.
La cámara se zambulle entonces en el ojo celeste izquierdo de Annabelle y vuelve a salir por el otro, para mostrar a una Annabelle que, con gesto algo pudoroso, mira a su alrededor y, lentamente, se sienta en el suelo para comenzar a depilarse con algo que semeja ser una piedra tallada. Minuciosa, va cortando algo más que apéndices capilares: un vínculo con algo (un atavismo, un vínculo con lo primitivo) de lo que ha renegado en esa ofuscada conversación con dios que, desde la última vez (la décima) que pronunció la frase “Debes deshacerte de esos pelajes”, no ha vuelto resonar (y esta palabra no es casual, porque tenía mucho de eco interno, de entraña) – y ya no volverá a hacerlo.

Meticulosa y pacientemente va rasurándose, la joven. Y la cámara sigue cada deslizamiento, y lo multiplica, como si realizara una agrimensura concienzuda de un principio, de una fundación o una revuelta: porque cercenar esas prolongaciones lacias, es un acto de rebelión contra la infalibilidad de la creadora – aquella voz-dios -: es la negación de la primordialidad protozoaica, pseudopodal.

Allí, sobre la piel, urde la transformación: un territorio inhóspito, erizado, donde tienen lugar la angustia de las modificaciones (estiramientos, desgarros, fracturas, purificaciones) ejecutadas por la mano del Ser-que-deviene: suerte de confabulación de instintos domesticándose: deshaciendo el entramado de inocencias y olores suaves para componer una sucesión de geologías irreversibles que van configurando una región recatada, culposa; avergonzada del lenguaje sin voz que era y que ya no quiere (sin saber nunca, por qué) ser: la sublevación del Ser contra la sustancia biológica.

Se afana por quitar vestigios, Annaballe. El rostro de Jehlička despliega un lenguaje asombroso para transmitir la desesperación por, en definitiva, transformarse en algo que, pretende, enteramente distinto; el pavor por adentrarse en esas diferenciación.

No es sino hasta siete minutos antes de finalizar la impactante y soberbia cinta que firma Czeslawa, cuando la muchacha acaba de despojarse del último rastro de vello, alza el rostro y, horrorizada, cubre su desnudez. Entonces, magistralmente, manejando como nadie los tiempos, los estados emocionales, el director checo hace que Annabelle hable, que de su rostro se desvanezcan los matices que posibilitaron el hermoso lenguaje de sus facciones suaves; hace que su rostro sea como cualquier otro: y dice, con la voz-dios que siempre fue la suya: Vístete, Annabelle.

 

© Marcelo Wio

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