
Exterminio de valquirias a las tres y tantas de la mañana contra la lámpara de la esquina. Todas las prepotencias y jactancias que habían acumulado con un obsesivo afán de coleccionista – sin curiosidad, todo impaciencia por rellenar un espacio que no era físico: tiempo: y ni siquiera: un trayecto sin distancia entre dos momentos que, presentían, eran demasiado íntimos para dejarlos ser -, reventadas contra la tapa de plástico grueso que protege el halógeno incandescente.
Miró por la ventana trasnochada, el viejo Sigurör: la niebla, leal a la confusión y a la ficción, impregnando el ambiente de una digna inconsistencia, de un misterio inexistente. Miró los cadáveres sarpullendo el plástico opacado y amarillento de mugre y clima: Brunildas desenamoradas, obnubiladas por brillos sin lustre.
El humo de su pipa lo recuperó para su salón, para esa circunstancia mínima y confortable de alfombras y estanterías y libros y soledades tantas veces incrementadas neperianamente. Dulzón, el aroma de esos cirros azulados; y salada, la convicción de sus dedos, para conducirlo a su sillón. Para convencerlo de que no hay nada de qué convencerse: derivar sobre los fantasmas y las fantasías a mano: creer que hubo un amor y un desencuentro y una ocasión.
© Marcelo Wio
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