Los abandonó

Los abandonó. Eso es lo único incontrovertible: su ausencia elocuente, irrefutable.

Tuvo que ser de madrugada, cuando todos mal dormían o resistían como podían a los temores (en realidad, todos el mismo).

No se percataron hasta bien entrada la mañana, cuando levantó la neblina e hizo falta alguna orden o, más bien, una responsabilidad.

Entonces se miraron con esos rostros que habían terminado por parecerse unos a otros y al espanto y al barro y las muertes.

Luego se dijeron que lo habían visto venir. Pero la verdad es que no hubo indicios. O había tantos, y compartidos, que nadie quería adjudicarlos – es decir, admitirlos.

Alguno pensó que aquella era una manifestación de esa cobardía que consistía en erguirse por encima del borde de la trinchera – como una línea de flotación debajo de la cuál, paradójicamente, había una posibilidad de supervivencia, o lo que fuera ese mejunje de pavores, desesperanzas, y ese fango más perseverante que los seres al pie de la tristeza y el horror: al pie de sí mismos desasidos de identidad.

Otro pensó en emular esa falta de valor. Pero cuando la noche llegó, como si fuese un evento imprevisible, fue incapaz – como todos en esa misma oscuridad – de emprender esa osadía.

Pero nadie pronunció deserción, ni abandono. Sólo mencionaron su ausencia. Como negándose a adjudicarle siquiera cualquier indicio de valoración a esa realidad.

A la segunda mañana ya nadie recordaba su partida. Ni siquiera se acordaban de él. Otro había comenzado a mandar lo que antes había ordenado aquel – que era ni más ni menos que lo que todos ya tenían bien sabido: sobre todo, supersticiones para la supervivencia mal disimuladas bajo una jerga castrense.

Pero esa primera mañana había estruendo y confusión – como siempre, por otra parte, a esa hora del día -, y esa ausencia debió sentirse como si fuese un suceso peor que la propia muerte. Bueno, tal vez no tanto.

Seguramente se miraron como preguntándose qué hacer, cuando todos sabían qué. Tan mecánica es la contienda de trincheras y fuego intensivo. Pero se habían acostumbrado a esos pequeños rituales que los vinculaban con la sucesión de hechos y, así, con un ordenamiento, un propósito. Quién sería el primero en claudicar a esa mezcla de silencio, miradas y ruido, y encarnar ese papel. Eso se preguntarían esa primera mañana, sin pensar en que probablemente no fuese una resignación, porque acaso le esté reservado a quienes dan ese mínimo paso al frente (difícil saber en ese entramado de zanjas dónde, y qué, es eso) la facultad de alejarse, de practicar un arrojo particular. En ese mandar, quizás, no haya más valentía que la de amasar una decisión íntima, de someter una aprensión.

Pero quién puede andar pensando tales razonamientos en la situación en que se encontraban esos desgraciados. Esos son lujos de tiempos de paz, retaguardia o país neutral – y alguna otra categoría más.

© Marcelo Wio

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