Siento como si me crecieran horas y días y años. En mi vientre. Lo dijo como si fuéramos parcelas de permanencia: asombros y repulsiones. Tiemposensación siempre presente: una coherencia intrínseca, sin necesidad de vínculos. Lo dijo acariciándose la barriga lisa, apenas morena de los escasos días de sol de la primavera reciente, mientras se asomaba a ver la posición sombra del campanario de la iglesia para ubicarse en el día. Lo pronunció como quien pronuncia el nombre del hijo mientras le anuncia su existencia al padre. Lo dijo como si ya lo hubiera parido varias veces. Lo dijo varias veces más, mientras la matrona anunciaba un varón y Lautaro crecía con el fondo de casuarinas y cipreses y rollos de trigo. Por qué lo repites, madre. Porque aún estás aquí. Y estás más allá, donde eras apenas una posibilidad. Pero sobre todo aquí, y se acaricia el vientre cedido a la gravedad y la gestación y las caricias notificativas. Y cuando él se fue a esa guerra de otros, lo decía más seguido, pero como una punzada que le iba rajando el abdómen y la edad. Que el hijo está bien, que llegan sus cartas con sus fechas y sus pruebas de supervivencia. Que duele, la barriga, como si la patearan. Pero no él, que aún ni pies ni forma. Quién más te va a patear nada si estamos tú y yo y la lumbre y el invierno que persiste con su olores e influjos. Que las siento, Fermín, que son como pisadas, como cortejo. Quita, mujer, no digas esos augurios; dime de cosechas. Cómo vendrá este año ese trigo difícil. Que no padre, que ese trigo espera engañar al frío para asomar y crecer rápido. ¿No estabas en la guerra, tú? De qué guerra hablas padre. No hay ninguna guerra. Y Lautaro, entonces, que sigue aquí pateando, qué. Madre, que eso fue hace mucho. Nunca es hace mucho, es todo el tiempo, todo el tiempo en este vientre del que aún no saliste.
¿Estás segura? Hombre, Fermín, una mujer sabe de estas cosas, que siento cómo crece algo aquí dentro; y que no han habido sangres de esas puntuales. Que crece, dentro, como una alegría y un sufrimiento, mientras examinaba por la ventana la posición de la sombra del campanario. Sólo la convicción de tu madre y tu rostro ahora frente a mí me convencieron de la gravidez – verosímil como una sólo una certeza puede serlo; cierta como sólo las comparecencias y los fervores y ciertos silencios. Así, hijo, y con esos llantos de recienvenido y estos alardes de hombrecito y aquellas ausencias de inquietud y obligación y madurez novedosa. ¿Recuerdas o elaboras, padre? ¿Acaso no es lo mismo? No es lo mismo, ninguna invención puede reproducir estas punzadas, estas marcas carvenarias de presencia, de estancia, que quedan: incrustado aquí, todo ese tiempo, y más, señalándose el abdómen. Tiempo de otro, latiendo minutos nuevos, acelerados, tiempo que parece hablar; Fermín, ven, siente, arrima la oreja buena. El que habla soy yo, madre. Aquí. En esta cocina. Sí, y ya no eres tiempo, sino su sombra, o la ceniza de su inmolación: restos que se van dispersando con el viento de las palabras, consumiendo en la confusión de días. Es vida, madre. Ven, Fermín, arrímate, si parece que ya hablara cosas de adulto. Te adelantas, mujer. Que acaso, después de todo, sólo sea una indisposición. Es lo que es, Fermín. Es origen. Anda, hazme el favor de mirar por dónde va la sombra del campanario. Por lo de la Rosalía. ¿Ya? Cómo pasa el tiempo. Ya ni siento la memoria de Lautaro en estas entrañas que tengo la impresión que son como prestadas. Venga, mujer, que no hay noche que no me digas que sientes pataditas. ¿De veras, Fermín? De veras, Ernestina. ¿No serán otra cosa? Son lo que son, mujer; ecos de origen. Siente, Fermín. Si no he hecho otra cosa en toda mi vida, mujer: sentir esa vida. Eso hemos hechos los dos. Eso, y seguir la sombra del campanario. El tiempo, Fermín. El tiempo que pariste. Eso hacemos las mujeres: pelear contra la sombra del destiempo. Batalla desigual…
© Marcelo Wio
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