Fe quieta. La de los campanarios y los
pueblos sin adolescencias.
La de esa mujer embalsamada en temor y doctrina
sentada en el primer banco de la iglesia
fría como la madurez sin sexo o como los labios
de las estatuas de los santos
o las monjas sin niñez que contarle a Pedro.
La del credo espeso: el de las habitaciones
húmedas de virginidades recuperadas. El de las murmuraciones
a la hora de la siesta diciendo o tramando vergüenzas; el de las rodillas
gastadas, el de los cirios lamidos.
La del pecado indispensable.
© Marcelo Wio
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