Gravedad

Ninguna habitación tenía una gravitación tan marcada como el estudio de Don Esmerado. Tanto, que atraía el ánimo de los visitantes que se acercaban con la ilusa esperanza de llevarse un consejo, un favor, cualquier cosa que el interesado pudiese calificar de beneficio; hasta evacuarlos de sus cuerpos.

El centro de esa fuerza radicaba en un punto levemente variable entre el escritorio grande, de gruesa madera – que, como una roca inmensa dejada por un glaciar pretérito, estaba ubicado ante un ventanal soberbio que, paradójicamente, apenas si dejaba entrar una luz debilitada, casi testimonial por entre los cortinajes gruesos -, siempre ocupado por un desorden prolijo; y la inmensa chimenea de piedra donde no recuerdo haber visto encendido un fuego jamás. Lo sé porque hacia esa acotada región eran arrastrados los incautos – las manos juntas delante del cuerpo disminuido, como si remedaran una infancia y una falta y una ilusionada y humillada solicitud de indulgencia.

Tarde comprende uno que el centro de esa acción no reside fuera del sujeto. Invariablemente, la fuerza que interviene es directamente proporcional al producto de las masas de existencia, de confianza, de prepotencia de los cuerpos vinculados en un trato y es, a su vez, inversamente proporcional al cuadrado de su distancia – que es a su vez un resultado del producto de los grados de separación entre el cuerpo y el escrúpulo, el patrimonio, la astucia y, en menor medida, la inteligencia. En esa brutal diferencia entre los Esmerados de este mundo y aquellos, mucho más numerosos, que van invocando su auxilio, su piedad o su codicia, radica la potencia de su autoridad, de su potestad. La distancia es un elemento casi despreciable: su acción es constante y uniforme en todo el orbe – una cuestión de rechazo entre fuerzas gravitacionales. 

Yo mismo derivé tantísimas veces hacia la superchería de ese esquivo centro inmaterial – alguna vez, ingenuo, llegué a pensar que era una posición que podía llegar a ofrecerme una tenue ventaja ante Don Esmerado – una perseverante fe en el engaño de la estadística. Qué clase de ventaja o de empate o protección, o lo que fuese, podía presentar tal o cual localización respecto del viejo, en su propio estudio, cuando éste, era sabido, jamás se enfrentaba a alguien (peón o capitoste), si no tenía las cartas marcadas y si no había ensayado cada parlamento posible. Pero uno se agarra de lo que tiene; y cuando lo que tiene es nada, se inventa una nulidad benévola, confortante. A veces pienso que la mayor parte de nuestros pareceres – los propios y los compartidos – son pura ficción; una especie de fabulita que nos reviste de tranquilidad, de luminosa ceguera que nos concede el beneficio de desconocer las derrotas que vamos siendo contra quien de veras querríamos (y por eso mismo no podemos) ganar.

Sale alguien – nunca puede decepcionado o entusiasta (como sea, ya sé que siempre embaucado). Debo esperar siete minutos exactos antes de dejar pasar a otro suplicante o a otro cándido altanero. Uno u otro comparten la misma mirada que apenas si llega a anticipar un paso y luego otro, a esquivar un obstáculo evidente, a predecir lo que ya casi ha sucedido. Diré un nombre y un apellido y será como si hubiese pronunciado una cifra más de un largo número sin identidad. Verbalizaré y me sentiré culpable. Pero sólo unos segundos; los que me lleve ver los rostros empatados de la soberbia sin cimiento y la derrota sin lucha. Entonces pensaré que la mía es una posición apenas mejor que la de aquellos pobres seres, que aún, quizás, me esté reservada una promoción, o una recompensa. Pero luego, cuando llega la hora de despedir hasta el día siguiente a quienes aún esperen en el salón recibidor, abra levemente la puerta del estudio y sólo deje que mi voz ingrese en ese ambiente para proferir un adiós, la voz de don Esmerado llegará como si procediese de una distancia aún mayor a la que nos separa; entonces sospecharé que ya es tarde para tales fantasías, que siempre lo ha sido; que nunca los sonidos de una y otra existencia pertenecerán a la misma jurisdicción.

Aún así, vuelvo al día siguiente con el espejismo casi intacto – apenas una arruga más; de esas en las que uno ni siquiera advierte hasta que no es parte de un conjunto de claudicaciones. O, acaso, a conformarme, hundido, abyecto, con ser testigo del infortunio de esos tipos – que, por otra parte, no eran más que simulaciones ligeramente modificadas de mi propia suerte.

© Marcelo Wio

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