Figuraciones de balón

Imaginemos durante un momento que las formas humanas de fundar y convivir fueran otras. Que, por ejemplo, los conflictos se dirimieran a través de batallas simbólicas; y que en el resultado de estas fuera acatado el honor que permite una dignidad no infamada – apenas sacudida; nada que la realidad con su materialidad y sus rutinas no pueda anular o, cuanto menos, colocar en su lugar (junto a las ficciones y la ropa para lavar).

Entonces, prosiguiendo con la imaginería, pensemos en una actividad que pudiese servir como ritual de representación, de sublimación, de disputas, de ejercicio o, mejor aún, de domesticación o encauzamiento de las pulsiones violentas hacia una manifestación lúdica-ceremonial, simbólica. Es decir, un ámbito y una práctica religiosas que prescinda de dioses, pues serán los seres humanos los designados para cumplir con la formalidad; los que, imbuidos de preparación y estadística, definirán el resultado del remedo o sucedáneo de combate.

Imaginemos, pues, que en el principio fueron el tiempo y el espacio y que sus fuerzas conjuntas ordenaron la elipse. Que el gesto primero de admiración a la sublime infinitud de esas fuerzas y sus perpetraciones fue, en su torpe esfericidad, un balón – alegoría, encarnación, de la ovalidad repetida a través del cosmos visible; transmutación vasalla de la inmensidad, de lo inasible, de lo estelar, concretada en cuero excelso. Y que, en lugar de adoptar obediencia y veneración a esa bola primitiva, los pueblos la hubiesen ido multiplicando sin afán de primacía, de carácter primordial. Suponer, además, que esa forma de vincularse con el universo hubiese nacido huérfana de la trágica solemnidad que tanto abunda en este ahora desde el que se propone este ejercicio fantástico – aunque tantas veces bufonesca (como una caricatura de sí misma) -, y que los redondos objetos hubieran comenzado a ser utilizados por los niños para soportar las precarias horas que transcurrían hasta que sus padres volvían con los frutos de la cacería. Horas que entonces se contaba en días. Jornadas inciertas donde esos mismos niños podían convertirse en parte de la dieta de algún animal o algún otro clan.

Los pequeños jugando a distraerse, a duplicar el universo en el territorio breve entre la cueva y la muerte. Y unas cuantas rotaciones y traslaciones después, unos niños parecidos, realizando el mismo rito inconsciente dentro de la delimitada domesticación de la tierra. A cada progresión del planeta, arrastrado por el tiempo, más y más grupos de niños reproducen la liturgia y le agregan algo propio – un campo que ya no es la extensión ilimitada de la sabana, la introducción del concepto de falta; la invención de un objetivo telúrico, como la portería, y la consiguiente de la idea de valor y de retribución. Hasta que los mayores percibieron un potencial instrumento social en eso que no consideraban más que un juego, que un estorbo de niños corriendo en medio del discurrir diario, del polvo que se levantaba como una cortina que violaba la aún desconocida gravedad. Eso que los niños hacen puede reglarse aún más para que se ajuste a las necesidades que la vida en sociedad ha traído: la resolución de desacuerdos.

Así, junto a cada caserío, con sus corrales de animales que aún conservan su carácter salvaje, los cultivos de pastos amaestrados, de tierra rudimentariamente educada; un campo de esos, que aún no tiene denominación porque a los niños se les pasó tal trivialidad, y a los adultos, en su afán por encontrarle soluciones a la violencia que no escapa ni a los más peregrinos escenarios imaginados, muchas veces es gratuita, no se detuvieron en tales bautismos.

El nombre, entonces, llegará como ha llegado su práctica: pragmatismo sin reverencias, ejercicio para espantar temores, primero; para concretar un divertimento, después, y, finalmente, como dispositivo de decisión y reconciliación. Para cuando este llegue, la praxis de esta disciplina ya estará casi reglamentada tal como se conoce hoy en día; con una salvedad: quienes perpetraran actos violentos en el reciento donde se desarrolla el evento, en su cercanía, o allende sus límites pero como consecuencia del mismo, serán deportados a la sabana inicial y forzados a jugar durante cinco jornadas completas, sin comida, con una mínima ración de agua, y expuestos a las necesidades de los animales salvajes que, por lo demás, conociendo a esa altura el hábito (que interpretan como imbécil) de los humanos de ofrecerse de esa manera, han dejado de cazar a otras bestias, sustituyéndolas por las facilidades que suponen los débiles y lentos seres que, muy a su pesar, incluso en esa circunstancia no pueden dejar de disputar el control de la redondez de cuero.

© Marcelo Wio

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