Cintas rojas para medir la nostalgia, y arenisca
para cerrar los ojos. Todo eso
en el bolso
de asas de cuero agrietadas
bien amarradas a su brazo derecho.
Y un espejo
que de tanto constatarse ya no refleja.
Y un pañuelo
con trescientos treinta y tres llantos
no pluviales.
La voz, también,
de una cantante de antro; y el testimonio
de un testigo protegido – de la lluvia y contra terceros.
Un vientecillo
de fines de marzo, y el rastro
de una felicidad pequeña – que pudo o no
haber sido suya.
Y, si uno busca y rebusca con detenimiento,
allí está uno mismo.
© Marcelo Wio
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