Fuego solaz

A la rueda rueda,
a la ronda ronda,
los blancos Mandinga,
los negros Catonga”,
Alfredo Zitarrosa

 

No recordaban desde cuándo. O por qué. Había comenzado, y continuaba. Ese reunirse en torno a un instante a la puerta del rancho de Almancio. A decir. A decirse. Las tardecitas de los viernes, que terminaban por adentrarse en los preludios del sábado. Unos mates, primero. Unos trozos de carne a la parrilla y vino, luego. Y las voces o sus charcos, girando un baile de historias e invenciones y verdades disimuladas y confensiones sin embarazos ni pretensiones de indultos o pretextos. Almancio. Elpidio. Nicanor. Adelfa. Mauricio. Hortensia. Tomasa. Genario. Reunidos en torno a sí mismos. A veces, ni siquiera: sólo un silencio acompañado: manera de enunciar de la confianza.

Iban llegando. Como llevados por una desfuerza. Y se van sentando en los troncos que hacen las veces de asientos. Sin orden. Alrededor del fuego. Distribución aleatoria. Allí lo estático, lo determinado se agotaba: territorio de todas las posibilidades: el tercero no excluido.

 

¿Qué busca? – le preguntó la primera tardecita Almancio a Tomasa. Al verla llegar como si tuviera una cita impostergable.

No lo sé. Con suerte me enteraré cuando lo encuentre.

¿Y por qué busca, entonces; en lugar de esperar?

Por instinto de conservación, por inercia, por… Qué se yo por qué. Acaso por no buscar.

Buscar para no buscar. No está mal.

Ni bien. Es lo que hay. Como el clima y las hemorroides.

 

Y quedaron en silencio mirando el fuego que Almancio acababa de encender. Y no se sorprendieron cuando el resto fue llegando, como si todos buscaran desbuscar alguna búsqueda o algún extravío. Ninguno. Porque en determinados momentos mujeres y hombres terminan por comportarse como hojas caídas, obedeciendo aires y gravedades que acaban por juntar lo similar: los pesos específicos de las ideas coincidiendo en una geografía de ánimos y penunmbras.

Pero buscaba. Ella. Y el resto. Una explicación o un remedo de la misma. De algo. Que había ocurrido. Que había modificado ánimos, semblantes, disposiciones: de quienes fueron parte del suceso, y de todos: trasvasdas las consecuencias sin el consuelo o atenuante de conocer el sustrato de esa geología reciente. Porque sino, a cuento de qué. Ese concilio sin concierto.
En un primer momento inventaron una historia pegajosa y furibunda porque era la única manera de explicarse lo que los involucrados no quisieron (o ni se plantearo) contar: lo sucedido durante aquella noche en el galpón de los Iturbe. Esa fue la excusa. Porque probablmente aquella noche en el galpón sólo los ecos de nada. Y las noches siguientes el silencio del eco.

Eso fue al principio. Únicamente. Y ni siquiera llegaron a componer una suposición. Juntaron partículas de decires particulares.

Porque siempre había algo que ocurría. En un galpón o detrás de un rancho. En lo de los Iturbe o en los restos de una propiedad sin el prestigio de un apellido.

En realidad, el afán por conocer los motivos de reunión son irrelevantes – al punto que ellos mismos, si alguna vez los supieron, los desrecordaron: acaso para crear un ambienteánimo propicio para algo puntual: una sensibilidad.

Así, mujer y hombre, con esa absurda y breve conversación inicial establecieron tácitamente el marco circunstancial: los otros sólo habría obedecido ese grumo de sobrentendidos, esa fuerza gravitacional.

Quizás sólo se reunían a trazar el disimulo del desamparo: abalorios de minutas de narraciones como diferimientos: remedos de posibilidades con pretensiones de retroactividad: revanchas. Cada uno a su manera. Amparados en esa ronda de rostros iluminados oscilantemente por las llamas de la fogata.

A veces sólo derrochaban una frase que no tenía más sentido que anclarlos al momento. En esas ocasiones, todos con ojos llenos de mañanas por venir: el presente una fortuita inevitabilidad. Entonces tan necesaria esa proclamación de coexistencia con el tiempolugarmodo: los otros: puntos de referencia. Solazándose.

***

Elpidio, en esos silencios espesos como un domingo, pensaba en las inevitables conjugaciones del calendario: te noviembre cuando lejanías; y pensaba en ella. Ella que era muchas: una forma de la nostalgia. Pensaba en las tardes que había esperado, que había confabulado con el paisaje para que emergiera, ella, de entre las probabilidades de un afecto que creía que ya le venía, estadísticamente, tocando. Pensaba en el trasvase de palabras de un silencio a otro. Y en los rostros que habían ido decepcionando la expectativa hipoglucémica de eso que ahora llamaba juventud y que a saber qué había sido.

***

¿Cómo un momento puede contener tantos instantes y tantas soledades, Zenón? Que de pronto se unifican y desaislan. Con un vocablo. Un parlamento. Un suspiro que es la unidad más básica de Broca-Wernicke y que significa reincorporación al devenir.

***

Una vez, Adelfa. Poco puede uno fiarse de su relato, dijo. Sin identificar al sujeto cuestionable. Corta de entendederas como es, dijo, traduce lo que escucha y ve a algo que puede comprender: un suceso distinto, disminuído, y siempre con alguna lujuria adherida.

Un poco como todos. Mauricio

No. La generalización con postula usted responde a cuestiones de conveniencia, no de inteligencia. Una apiolada en toda regla.

A cada cual le conviene lo que la inteligencia le permite o le exige… A partir de ahí entiendemodifica. Nicanor.

El suyo es un caso distinto. Eleonor está limitada por ciertas pasiones.

Fuegos. Tomasa.

Ardeduras. Adelfa. Calores de trópicos lúbricos.

Ya lo ve, Adelfa: usted misma traduce los hechos a su antojo. Hortensia. No son calenturas uterinas las de Eleonor. Son las fiebres de la malaria intermitente.

No sé a qué tanto rigor. Ni que le estuviera hurgando los bolsillos.

Además, pensó, Adelfa, si a fin de cuentas a todos nos inventan las personalidades en este pueblo de mierda. A ella misma le habían inventado mil historias, ninguna de las cuales era cierta. Pero no las desmentía. Por qué habría de hacerlo: cualquiera de ellas era más interesante que la la suya. Así pues, dejaba que una cierta mitología – muchas veces contradictoria – se fuese creando su alrededor; coadyuvando con incógnitas y equívocos que ella misma se encargaba de crear: que el flujo de historias no se secara como los lechos y los vientres. Una Machi, decía el tronco narrativo del que se desprendían esas fabulaciones. Hija de un peón de campo y una oveja en la que su padre se desfogó una noche etilisma. Hija de una hurí escapada de un paraiso libanés que quebrantó las voluntades de los peones de la estancia Ñireco. Hija de un silencio.

Hijos, ellos, del silencio que fijaban las sombras de las llamas a sus rostros: convirtiéndolos en trozos de sí mismos.

No es silencio. Genario. Son despalabras: la restitución del significado al significado.

Lo sabía bien él. La voz de su padre lo seguía sin decir. Más un ecosombra que un recuerdo. Más una imaginación que un tono. Lo seguía. Como un reproche: porque todo, antes, mejor. Porque nada ni remotamente parecido. Porque siempre tiene que haber un hombre y una culpa o una insatisfacción y un algo que ejerza esa ceremonia de inadecuación que a uno lo lleve a buscar la intemperie de esa compañía difusa.

Nunca es silencio: ruido de pasados y sus edificaciones. Hortensia. Que como todos. Una narrativa: una censura, un rencor, un remordimiento. ¿Las alegrías tan ajenas, siempre, en la relación imprecisa de recuerdos? ¿O es que no había habido ninguna? Sí, alguna. En su infancia, alguna, sin duda. Alguna noche, luego.

***

Así se decían. Amontonando términos. Como si seriamente sin responsabilidades: y en medio, un acicate para una duda, para una idea, para una rumiación.

***

El fuego. Siempre crepitando. Ondulando llamas árabes breves y precisas para delinear figuras leves: apropiadas para lo evasivo. Centro de atracción sin centro: vínculo de las comparecencias difusas: ilusionismo emocional.

***

Pensamos que nos salvaría. Que su empeño por rescatarse de lo que fuese bastaría para todos.

Que el grito del grito enjuagaría los labios resecados de desverbo y costumbre sumisa: erigido sobre la rama misma donde mueren primaveras y gorriones y hamacas.

Pensamos en ella (o él o ellaél) aunque no existiera del todo: aleación de instantes y debilidades y discreciones torpes: formas de la fe en el porvenir improbable: independiente de obligaciones presentes.

Salvarnos de vivir, en definitiva: salvarnos de morir: porque ella está hecha de inverosimilitud: desvida desesperada por vivir sin el peso de las horas y sus hechos indelebles.

Pensamos en palabras como ornamentos del silencio: negar pasado. Pero eso no elimina la Historia. Nos elimina a nosotros: retazos fallidos de intención.

Y entonces, sólo queda el abrazo tenue donde la muerte revive su dolor.

***

Quién va a decirlo. Mauricio.

Si ya sabe lo que debe ser dicho, para qué inquirir. Nicanor.

Conozco, acaso, el extremo fino y deshilachado de una intuición. Sé que hubo un hecho. Sé que ustedes. Apenas.

Siempre hay hechos. Sobran los hechos. Todo el tiempo hay uno nuevo. Casi ninguno es original. ¿Se ha preguntado cúando se hizo por primera vez de cada cosa? ¿Cúando un hombre mató a otro hombre por primera vez, sabiendo lo que hacía, con una mínima ética en el bolsillo derecho del pantalón? ¿Cuándo la copulación fue más goce que genética perseverante?

No. Pero ahora mismo sólo quiero saber quién va a decirlo. ¿Usted o ella – señalando a Hortensia como podría haber señalado a Adelfa?

Si da lo mismo quién, acaso dé lo mismo el qué. Estamos aquí. Y ya está.

No.

Usted lo que quiere, es una historia. Pero tal vez no tenga una tal historia. Ni yo ni nadie. Tal vez la que haya se quede corta para los propósitos que persigue.

Si le gusta hablar tanto, ¿por qué no habla el suceso?

Porque me gusta hablar de cosas intrascendentes. Que no me implican. O que lo hacen sólo ligeramente: de manera insuficiente para embadurnarme alguna responsabilidad.

***

Decir. Pero sin decir puntualmente. Y Nicanor quería un hehcho. Una verdad. Una materialidad: una cotidianeidad. Quería disolver esa tregua de fuego.

Pero nadie. Ni él. Caería en esa trampa de puritanismos o escrupulosidades contraproducentes.

Y aún así, Nicanor se lo quería oír a alguno de los otros. Quería estar seguro de no estar hablando consigo mismo: una historia con elementos que él no pudiera haber concebido.

 

© Marcelo Wio

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