En Liverpool. Una mujer que en las noches de luna en cuarto menguante se convierte en hombre. Una tal Helen McLimmerick. Robusta ella. Hija, nieta y así hasta varias generaciones, de estibadores. Pero no fue esta línea paterna la transmisora este fenómeno – la línea paterna ya bastante hizo con su feroz genética cotidiana. Fue la materna. La rama bastarda de los Loghleen esoceses. Dicen que sus mujeres eran de una hermosura tal que pusieron en jaque los numerosísimmos casamientos entre monarquías: no había rey o noble escocés enceguecido por una descendiente de esta rama bastarda de un clan venido a menos, en detrimento de los adefesios que solían traerles – hay que aclarar que a ninguna de las Loghleen le interesaban estos hombres, adefesios ellos también, a causa de una muy marcada y promiscua endogamia. Incluso, los hermanos de las princesitas y los nobles que las escoltaban hasta Escocia, también caían prendados de las Loghleen, y se se encaprichaban a tales extrremos que no querían volver a sus reinos de origen, y si lo hacían, no dejaban de babear sus nombres o sus curvas – difícil comprender ese bisbiseo lúbrico, ciertamente. Pero las Loghleen tampoco caían vencidas ante la ausencia de encanto de estos otros engendros de la consanguinidad; ni al de los poderes y riquezas que podían compensar una vida de ascos y náuseas.
Si no podían tenerlas. Mejor tenerlas lejos. Así pues, expulsaron a toda la rama bastarda de la Loghleen hacia el sur, a tierra de ingleses. Que se arreglen ellos. Y ellos no se arreglaron. Las arregló esa ciudad sin encanto que era y es Liverpool: la hambruna, la contaminación y el humor inglés; a cuál peor. En poco tiempo quedaron sepultadas bajo un maquillaje de kilos (perdidos, primero; ganados, más tarde), mugre, vulgaridad y resentimiento: imposible reconocer a la rama bastarda de aquel clan venido muy a menos.
De esta abreviada historia (porque hubo intrigas palaciegas y entre reinos que se beneficiaron de las bellezas Loghleen; hubo amantes suicidas, homicidas, extraviados) proviene Helen. Fondona. De voz atiplada. De una grosería que trasluce el legado de puertos y tabernas y peleas. Es ella y un cigarro siempre oscilando en la comisura izquierda de su boca, porque las manos siempre están acentuando órdenes o insultos o amenzas o todo a la vez. Ha parido siete hijos. Todos varones. Tres están en la cárcel. Otro es fogonero en un carguero que va y viene desde África. Los otros, no recuerda. Nadie recuerda. Probablemente ni ellos mismos. Por aquí, los hijos no parecen valer más que los aparejos utilizados para cargar y descargar barcos.
Su disfraz es el más acabado, el más logrado desde la llegada de la rama bastarda a esta ciudad: a sus antepasadas aún se les descubría un rasgo, un algo que, si no delataba una belleza, sí provocaba una segunda mirada, más con ánimos de inspección que otra cosa, pero que casi siempre encontraba, la mirada y su propietario, argumentos para un deseo. Pero no con Helen. A saber cómo Robert Hensworth se casó con ella. Es como si te casaras con un hombre, le decían. Y más hombre que tú, Hensworth. Pero a Hensworth, evidentemente, le daba igual. Eso, y que dio unas cuantas tundas y nadie volvió a decir esta boca es mía (si es que la encontraban entre el despropósito de sangres, babas, trozos de dientes y restos de cerveza). Con Hensworth no se jugaba a las bromas y las astucias. Con Helen, menos. Así fue como llegaron a mandar en el puerto de Liverpool: nada se carga ni descarga sin que ellos lo sepan, y sin que lo haga su gente; es decir, sin que ellos se beneficien.
Esto, creo, pinta un poco el hábitat de Helen, su contexto histórico y genético. Helen, la mujer que se convierte en hombre. Y uno podría aventurar: ¿Y qué tiene de increíble una mujer que se convierte en algo que ya casi es?
Pero otra sería la pregunta pertinente: ¿En qué clase de hombre se convierte una tal mujer que lleva los genes ya mencionados?
Eso mismo. En un hombre de una hermosura que bien podría ser considerada femenina. Un hombre de un refinamiento mayestático. Un conversador de lo más entretenido: sabia y elegante mezcla de cultura, humor, mundanidad, excelencia… Un hombre como a uno le gustaría ser: inteligente, cultivado, despreocupado, elegante; admirado por los hombres (y no siempre sutilmente envidiado), deseado hasta la locura por las mujeres.
Como sea. La conversión o como quiera llamársele, tiene lugar en el centro de la ciudad, en algún parque, cerca de los centros de la alta sociedad. Así viene ocurriendo desde hace siete generaciones – desde la primera hija de la primera mujer Loghleen a la que los hombres no encontraron hermosa. Cada vez, el hombre resultaba más atractivo, encantandor, inteligente… Raro que no lo hayan matado… Algún marido celoso; algún intelectual de salón que fue dejado en evidencia; un hombre que no haya podido resistir esa parte femenina que posee… Extraño. Algo para ahondar, sin duda. Pero, lo que ahora mismo interesa: Helen se marcha a la tardecita el día de marras. Nadie pregunta nada. Nadie sabe nada en casa. Ni quiere saber… En fin. A la tardecita. A un parque donde siempre deja bien ordenada la ropa que vestirá Orlando – así ha decidido llamarse en su versión masculina (¿o más femenina, aunque anatómicamente….?). Y espera. La conversión es indolora (esto es pura suposición: no garras ni nada por el estilo, que pudiera implicar dolor: no vaya uno a imaginarse licantropías y otras tonterías por el estilo). Se convierte. Se viste. Y, como Orlando, se dirige al centro. Primero algún pub o restaurante elegante… Problemas de dinero, precisamente, no tiene: cuántas guineas cree que gana esa gente en el puerto; que es prácticamente suyo. Muchas. Y ella aparta para ese día. Esa noche, más bien. Una noche Loghleen.
Esta transformación es, posiblemente, una astucia, una argucia, de la belleza Loghleen para engañar a la presión ambiental sobre tan delicados genes y perpetuarse: como Orlando, seduce, convence y distribuye herencia.
© Marcelo Wio
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