Nací aquí – de hecho, a once cuadras de este lugar.
Ni siquiera he salido de vacaciones, ni por negocios ni por ningún otro motivo. Y, aun así, he vivido siempre exiliado.
Cada día he transitado por el inusitado calvario de algo parecido a un puesto de inmigración: frente al espejo del baño o del armario – o ante la superficie reflectante casual -; confrontado al impávido rostro de la burocracia de las horas. Luego, en la calle, me he enfrentado al rechazo renovado y anónimo del inagotable caudal de desconocidos que transitan la ciudad; y al idioma esquivo de las ofertas, de las excusas y las circunspecciones tan henchidos de bocinas y un ruido que nunca supe ubicar – entre ronroneo indecente, mecánica ineficaz y desesperado bramido.
Desde que puedo recordarme siendo, he tenido tan sólo una mentira y dos fracasos, una verdad que gané en una rifa de un pueblo aledaño sin prócer ni prestigio. De un libro de Faulkner extraje algo de eso que algunos llaman esencia y otros, espíritu – es decir, que ni unos ni otros pueden explicar muy bien en qué consiste la tal cosa o cualidad -; digamos una suerte de corriente de dignidad sostenida por una confederación de silencios.
Mi primera memoria es ya olvido. Y la desmemoria más reciente es una reincidencia sin singularidad; una costumbre más – que es como se llama a las vergüenzas que uno no puede evitar, las menudas obsesiones que uno termina por abrazar como antídoto contra las dudas vitales.
Nací aquí, aunque no lo recuerde. Porque eso me han dicho. Y porque alguien se molestó en crear una administración alrededor de la estocástica geográfica de nacimientos: carnés, partidas compulsadas y certificadas y pasaportes y orgullos particulares de una generalidad casi ubicua, transfronteriza. Y aquí he estado
exiliado porque nunca he pertenecido
ni a la idiosincrasia, ni al paisaje, ni a las persistentes esperanzas que, dicen, deberían caracterizarme como, suele decirse, hijo de esta tierra – poco puedo serlo de un territorio que no ha tenido tiempo de meterle mano selectiva a la comparsa de genes lejanos que soy sin ser de esas lejanías más de lo que no soy de esta cercanía ni de ninguna otra probabilidad.
Mas, siendo un desterrado, no soy ni extrañeza ni novedad. Nadie es definitivamente de un lugar. Sólo los árboles, las piedras, el suelo diverso, que no fueron informados, en los términos necesarios para su comprensión, de la circunscripción política establecida, pueden serlo: tan bárbaros, ellos, que aún no han comprendido los beneficios civilinos civistas de las patrias y las contiendas.
Nadie es, entonces, digo yo,
que, por no ser de un lugar,
ni siquiera soy del entendimiento…
© Marcelo Wio
Foto de Wojtek Witkowski en Unsplash
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