La normalización

No sé describir lo que veo pues, aunque lo veo, y lo conozco – puesto que puedo describir o, más bien, nombrar sus elementos -, me parece asistir a algo enteramente desconocido, inexplicable –sus términos son integralmente indefinibles.

Avanzamos hacia el oeste porque la orden indicaba esa dirección persistente e inútil – cada ofensiva era rechazada más pronto que tarde, devolviéndonos indefectiblemente a esa atroz normalidad de trinchera, aridez excavada de bombas y obuses; alambre, fuego, barro, trozos de todo lo imaginable; niebla, humo, pavor, lluvia, frío, muerte; y el incesante y atronador ruido de los proyectiles, que perduraba hasta horas y días después de que el bombardeo hubiese (transitoriamente) cesado. Y nosotros y ellos a un lado de esa claudicación de la especie.

Luego avanzamos en esa dirección porque de allí habíamos venido en primer lugar.

Hacía varias estaciones que era invierno, o que las otras se habían confundido con su idiosincrasia; que no era otra que la de esa mímica desesperada y espantosa de humanidad que éramos.

Para qué avanzábamos creyendo volver. ¿Para comprobar que el pasado no había sido una ilusión: que éramos más que los restos de un capricho terrible? No, era menos seguro: para creer que el pasado había sido real, que la memoria no era una mera astucia, un subterfugio último de la mente para sostener su jerarquía, para mentirnos un motivo de supervivencia.

Avanzamos. Primero entre enemigos y propios muertos – negligentes vestigios de maqueta siniestra -; y trincheras con víveres putrefactos, cartas inconclusas (su escritura o su lectura), más cadáveres y fragmentos de existencia; municiones desperdigadas, pertrechos despertrechados. Luego, sólo algunos cuerpos desperdigados, con la mínima dignidad de las prendas interiores. Ni armas, ni víveres. Finalmente, nada. Sólo ese terreno comido por la intensa viruela del combate.

Para qué seguir avanzando en esta mismidad que, como toda novedad, apenas si va mezquinando los rastros de explicación verosímil para nuestra presencia, perseverancia aquí.

Por qué no volvernos. Eso piensa cada uno de nosotros. Y cada uno se responde -principio (y fin) de fe precaria que surge de la desesperanza, del vacío: porque hacia el oeste que empecina la brújula, más pronto que tarde, se deshará esta niebla, este terreno desterrenal; porque allí se romperá esta costra de circunstancia. Y porque – aumenta su cuerpo doctrinal el credo callado – quién sabe si es posible volver – a qué, a quién -; quién sabe si no están volviendo ya:

El mapa de la nieblahumo, del cariado suelo, no se agota.

Bien podíamos habernos disuelto en ese mosto de conflagración, de estulticia impoluta.

Entonces ya no habría tiempo. Sólo espacio. Y ni eso; apenas la fantasía de lugar, inspirada en el último sitio decente rellenado con el simulacro de existencia.

Lo más seguro – extravagante, atrevido, término – es avanzar. Aunque sólo sea como metáfora de algo que ya no somos, que acaso nunca fuimos del todo.

Alguien toca el acordeón. Una melodía que allí resulta extranjera – toda música es extraña en ese territorio: se fatiga el sonido que, de tal guisa, queda circunscrito a una inmediatez de un par de metros, y que suena como si el aire fuese un líquido hostil, censor.

Es el coronel. La última vez que lo habíamos visto como ya se había convertido en algo habitual: de pie sobre el borde de la trinchera, de cara al último bombardeo enemigo que se acercaba a nuestra posición obedeciendo al afinamiento de los cálculos parabólicos. Entre patético y desorquestado director de orquesta y apócrifo militar. El humo llegaba encorditado y tupido, saltaba por los aires el suelo ya tantas veces vapuleado. El coronel encendió uno de sus cigarrillos de tabaco turco. Entonces, las bombas comenzaron a caer de pronto hacia el norte, es decir, hacia nuestra diestra, como si obedecieran su gesto insolente – por despreocupado de sí, por incongruente. Más que desafiar al fuego enemigo, había parecido llamarlo con la firmeza de quien ya sólo desea un desenlace módico.

Lo que entonces había parecido un don, se me hacía ahora una maldición: la muerte aquella, aunque violenta, forzada, y no siempre inmediata, constituía un desenlace real. Pero esta marcha es una suerte de eterno preámbulo; como si la esquirla, la bala, el filo que entra en contacto fatal con el cuerpo fuese detenido y ese calor, ese dolor naciente, empezara a sentirse con la instantánea certeza de su inexorabilidad letal: cada paso, cada respiración, cada palabra escasa, ya casi un evanescente reflejo arcaico.

Avanzamos. Inútil perseverancia la de los pasos inconscientes. Andar de espectros, reminiscencias de probabilidades caducadas. Desmesuradas incógnitas para pretender coagular un futuro – sea lo que sea eso.

El cansancio nos mueve con su inmoderada demencia. O quizás es la desmesurada orden última: “Bajo las condiciones actuales, no puede tolerar ninguna debilidad”. Nada conmina tanto como el absurdo, como la estulticia cruel.

***

Cada uno ve a través de las dioptrías de su temor, de sus ilusiones o engaños. No acusaré de falsedad donde sólo hay desesperación buscando su asidero. Mi versión; no, mi memoria, mi impresión, por tanto, no está exenta de incertidumbre, vaguedad, involuntaria fabulación.

En mi recuento, acaso haya un atisbo más de esperanza. De algo que se le parece. De fe en el futuro. Es decir, quizás haya más autoengaño, o uno de distinto signo – que no deja de ser el que nos condujo a abandonar la trinchera y rumbear hacia el oeste.

La orden había llegado al mediodía del día anterior. Avanzar hacia el este y tomar las posiciones enemigas. Una reiteración de otras tantas que mandaban al mismo insensato embate.

El coronel había dicho lo que decía siempre: No quiero heroísmos. No sirven al combate, sino al enemigo y a los esfuerzos cínicos de reclutadores y propagandistas. Tampoco quiero cobardías: resultan más peligrosas que el enemigo porque están en la misma trinchera. No quería muertos ni, acaso y, sobre todo, que siguieran llegando hombres al frente. Así, una vez muertos todos ellos, o irremediablemente inutilizados, el fin de la guerra sería inexorable. Pobre. Él como todos nosotros; que caíamos en las desorganizadas, defectuosas fantasías propias. Los hombres seguirían llegando le gustar a esos sujetos o no. Siempre ha sido así. La carne cotiza a veces a unos precios de irrisorios. Y otras veces, en realidad se ven inflados para justificar la próxima escabechina.

Ya me ve, moral de trinchera. No sirve ni para rendirse.

Al día siguiente, él estaba tan metido en la trinchera como el resto de la soldadesca; como, por otra parte, era razonable según su regla y, aún en esa desolada estupidez del campo de batalla, de acuerdo al anhelo compartido con la mayoría de volver a la vida que había sido suya, de abandonar este impasse, como de apnea voluntaria.

El bombardeo enemigo no duró ni más ni menos que otros: todo termina por caer en medio de esa cínica campana estadística donde los que suenan son siempre los mismos. Todos aguantamos la andanada en el barrial de la trinchera. Lo único distinto es que los proyectiles nunca se acercaron a más de diez metros de nuestra posición. Y en un momento dado, comenzaron a caer hacia nuestra… No recuerdo qué lado. Norte, puede ser. Quizás divisaron movimiento por aquel lado, pero estoy seguro de que allí no había más que trincheras destrozadas, cráteres repletos de un agua inapropiada para la vida o para el reflejo.

Entonces sí se incorporó el coronel, pero siempre dentro de la zanja, y dijo, hacia el oeste. Eso fue todo. Hacia el oeste. Obedecimos como habíamos obedecido cada orden. Esta, acaso, con una voluntad ajena a la conflagración: regresábamos.

***

El bombardeo enemigo derivó hacia lo que el sargento encargado de comunicaciones dijo que, por lo que escuchaba – llenos de estática, ruido e incertidumbre los mensajes – era con la convergencia de al menos tres frentes, y que el ataque era mayor de lo esperado. Mucho mayor. Ya rompieron la línea más al norte, anunció sin más emoción de la que podría haber puesto para advertir que había hervido el agua para el té. Que la retaguardia se había dirigido a proteger la ciudad, agregó luego de un instante.

En cuanto el coronel dijo “oeste” y salió de la trinchera en sentido contrario al enemigo, alguien preguntó: ¿Nos retiramos? No respondió. Salimos de esa zanja infecta como se sale de una vergüenza: con un alivio intranquilo, porque no se sabe si uno va a caer inmediatamente en una peor, o si aquella circunstancia ocultaba unas consecuencias aún mayores que las supuestas.

El terreno era una repetición monótona de cráteres, troncos despedazados que porfiaban la memoria de bosque ahora inverosímil; barro, cadáveres o lo que quedaba de ellos. Era como avanzar sobre una cinta que lo hiciera en sentido contrario y a la misma velocidad, neutralizando el movimiento y dejándonos en el mismo lugar. Así de igualado estaba el territorio. La guerra, más pronto que tarde, requiere esa simetría brutal; acaso más que nada entre los contendientes: empatadas las desgracias, los miedos, los anhelos sencillos, aunque casi quiméricos.

Los días y las noches se sucedían con la monotonía de la respiración de un resignado y paciente viejo con enfisema que espera la muerte de un momento a otro. Caminábamos sin dirigirnos la palabra – ¿qué nos íbamos a decir?; los parlamentos eran tan inútiles allí, en ese momento, como un estetoscopio en un cementerio. Hacía un día que no se oía más que el viento golpeándose contra los restos de guerra sobre el terreno. Los que iban más adelante, junto, al coronel, dijeron, o comenzaron el rumor, de que nos dirigíamos a la ciudad para sumarnos a su defensa. Para cuando el dicho llegaba al final de la marcha, ya no significaba nada, apenas otra forma del silencio.

Desde detrás llegó otro rumor: al menos otra división se había sumado a la marcha. Al poco, desde el frente llegó una información similar: a esa altura se había unido lo quedaba de un par de unidades. Calculamos que la columna que formábamos debía tener unos dos, si no tres, kilómetros de largo, por lo menos.

Nunca llegamos a la ciudad. Alguien envió el interrogante hacia delante. Volvió al día siguiente: Había allí una geología derruida y envejecida de edificios e infraestructuras que podían haber sido cualquier ciudad o intento olvidado de urbanidad. Imposible asegurar que se trataba de aquella a la que nos dirigíamos. No había encontrado a ninguna otra división ni allí ni en el camino. Esto fue interpretado por coronel, y por un general sin experiencia que se había sumado a la marcha, como la confirmación de sus peores temores: el enemigo había llegado antes; y por lo que refería el expedicionario, probablemente mucho antes. Ahora sí, la orden era retirada – como si antes hubiera sido otro el carácter de esa entregada andanza. Giró la columna levemente hacia el sur; por mantener intacto para el futuro el anterior fingimiento.

***

Ahora comenzaban a haber pastizales, pequeños montes boscosos a lo lejos. Vida sin la intromisión de conflagración. Pero vida igualmente organizada por los afanes, por la necesidad, humana. Se nos hacía patente la brutal dualidad de la actividad del hombre. Nosotros mismos, convertidos en trozos, evidencias, de una de esas manifestaciones. Y esa marcha conjunta no hacía sino resaltar esa bochornosa condición.

***

Cada vez más hacia al sur. Mientras, la columna comenzaba a adelgazarse a medida que soldados se iban rezagando para instalarse en granjas abandonadas, en pequeños pueblos, en familias que hacían de cuenta que era el hijo, marido, hermano que volvía. Unos y otros intentando morigerar sepultar, el signo inequívoco de la oruga de cansancios, derrotas y horrores que atravesaba la región.

Unos pocos – acaso no más de una cincuentena –, empujados por la inercia residual, atravesaron la frontera sin darse cuenta. En el primer poblado fueron detenidos por los habitantes, que no supieron si tomarlos por patéticos invasores, desesperados inmigrantes o dementes huidos de vaya a saber qué desidiosa institución. Se inclinaron por la última de las suposiciones – la que, evidentemente, resultaba más acertada. Enviaron un mensaje a la ciudad más cercana. Que se hicieran cargo ellos del fardo, que para eso ya acaparaban competencias y caudales. Y, como en toda burocracia que se precie – es decir, que esté asentada en la mediocridad de sus ejecutores y en la inquebrantable subordinación a la lógica de ineficacia planificada -, los hombres fueron conducidos de una ciudad a otra, de una institución a otra. En el camino, naturalmente, se iban perdiendo los hombres – algunos, incorporados al propio mecanismo que los extraviaba, como archivistas, conserjes; y otros, en entes varios de servicios.

En unas cuentas de esas idas y venidas administrativas, probablemente hayan logrado traspapelar a todos. Cosas más difíciles se han logrado hacer desaparecer por esa vía. Un visto y no visto.

***

Las guerras, escribió alguna vez alguien que no se dignó a firmar su aseveración, se terminan cuando el contexto – eso que sigue pasando a pesar suyo – termina por incorporarlas como una rareza violenta domesticable, que, se cree, terminará por rebajarla a un inevitable, aunque mínimo (gobernable), rasgo de toda civilización.

© Marcelo Wio

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