Estudio del sueño

Persuadido de que mis sueños dictan mis días, ya no como profecía, sino como directriz, edicto, comencé a llevar una suerte de diario o catastro donde cada mañana dejo constancia de los sueños que tuve durante la noche para comprobar (o refutar) mi sospecha – que es casi una certeza; o una obediencia, quién sabe.

Mañana 1:

No recuerdo bien qué soñé. Apenas tengo jirones que podrían pertenecer a una infinidad de situaciones – e, incluso, podrían proceder de esa memoria esquiva que va y viene aprovechando la modorra y, también, la resaca. Creo que aparecía mi hermano Adolfo; aunque también podría haber sido un amigo que tuve en el colegio primario, cuyo nombre no recuerdo; uno que tenía un cochecito Matchbox que me gustaba particularmente (que, creo, se lo robé o rompí). Difícil con tan escaso material poder evaluar nada. Mañana será otro día. O, más bien, más tarde será otra noche.

Mañana 2:

Toda la noche cayendo. Probablemente hayan sido unos pocos segundos de sueño, pero así se me hizo durante del sueño: una eternidad aterradora y fascinante. Poco para rascar con esta exigüidad.

¿A ver si ahora que pretendo estimar mis sueños, investigarlos, dejo de soñar o sueño los lugares comunes (caída, vuelo, el intento infructuoso de intentar correr; algún erotismo trasnochado)? Imposible. ¿Seguro? ¿Y si el mecanismo esquiva su develamiento? ¿Y si es indecible?

Tarde 2:

Bueno, un dejo de razón tenía el sueño. Resbalé zonzamente en las escaleras que bajan hacia la línea 1 de metro. Ya sé que no fue una caída como la del sueño, pero hay que tener en cuenta que en el ámbito onírico todo está representado de manera desmesurada (como hiperbólicas y equívocas metáfora o alegoría).

Mañana 5:

Los días anteriores no me molesté en dejar constancia de la incapacidad de evocar los sueños o de su categórica trivialidad. Hoy, en cambio, sí hay algo de material: una mujer; o su intuición: apenas una espalda difusa que, igualmente, permite adivinar una figura atractiva; el pelo largo, caído como una cortina negligente. Imposible siquiera conjeturar su identidad. Pero, aun así, hay la sensación de conocerla – como alguien del pasado que ha cambiado sustancialmente.

Tarde – Noche 5:

Todo el día atento a las espaladas femeninas, evidentemente. Intentando descubrir aquella que rubricara la inequívoca simetría. Es decir, aquella que sea la traducción material de su alusión, de su predicción, onírica. Pero todas las espaldas resultaron de lo más… mundanas, telúricas. Y eso que más de una correspondía a bellezas que el sueño no podía igualar. Pero había algo que las excluía de… ¿De qué? Porque a todo esto, no sé qué pintaba la espalda esa que, ahora recuerdo, se alejaba lentamente por un páramo neblinoso que parecía el escenario de uno de esos video clips musicales de los años ochenta o de una retorcida película polaca. ¿Si daba con la espalda adecuada – es decir, con la mujer adecuada -, qué? Porque no había instrucciones en el sueño. Apenas ese dato escueto, pobre, desnudo. Inútil, en definitiva.

Las órdenes de los sueños dejan bastante que desear.

Mañana 7:

El príncipe Carlos de Inglaterra tocaba la guitarra y cantaba (exquisitamente, por cierto) una canción de Bob Dylan o quizás era algo basado en los Cuentos de Canterbury. Una mujer, que era algo así como secretaria del príncipe y también ministra de vaya a uno saber qué, sentada a mi lado (ella en una silla de esas plegables de lona y aluminio, yo sobre el césped), me miraba y yo asentía obsecuentemente – algo ridículo, innecesario, porque realmente la interpretación me parecía sublime -, y luego me giraba y le susurraba a alguien que estaba sentado a mi otro lado, también sobre el céspede, que tendríamos enchufe con Carlos.

¿Qué puedo decir? Evidentemente mi subconsciente y el inconsciente y el más allá están de pitorreo.

Noche 7:

En una de esas congregaciones que se dan alrededor del dispensador de agua en la oficina me encontré junto a mi jefe y su secretaria y un par de fulanos más. Le reí un chiste estúpido –pero que realmente me causó gracia – a mi jefe, y este me recompensó con una de esas miradas que parecen decir, “esto queda anotado en la columna de los positivos”. Al irme, su secretaria me ofreció, a su vez, una mirada que mezclaba aprobación y algo más que tenía mucho galanteo, de caer de pronto en la cuenta de mi existencia a otro nivel, en otra longitud de onda, como suele decirse.

Después de todo, el sueño no andaba tan desencaminado. Hay que saber discriminar las exageraciones y el relleno de los indicios indudables que se ocultan bajo el disfraz de lo desmesurado, de los desquiciado.

Mañana 8:

Soñé con mi tía Lucrecia. Una mujer que ahora tiene sesenta y siete años y que siempre pareció tener más. Oronda y gárrula. Soñé… Por Dios, lo recuerdo y se me revuelven las tripas. En el cuarto aquel que estaba al fondo del pasillo de la casa de los abuelos… ¿Era de la casa de los abuelos o la del tío Estipulado? Da lo mismo; una donde guardaban cachivaches y polvo del año que se pidiera. La cuestión es que, en el sueño, ahí, contra un mueble que disimulaba sus formas bajo una sábana amarillenta y comida de polillas. Con la tía.Y ella todo el rato contándome de Rosa y Elvira y si el hijo de la primera con la hija de la de la farmacia y así, sin parar, como una cascada de palabras circular que me abrazaba contra ella. De dónde salen estas barrabasadas. Qué resortes neuronales fabrican estos atentados, estos tormentos.

Evitaré pensar en el sueño, en buscarle simetrías en la realidad. Me niego a consentirle este capricho al Ello y al Aquello o a lo que sea que perpetra estas agresiones gratuitas. Porque está claro que aquí hay una chanza que está virando para el lado de lo siniestro. Algo que, por otra parte, si paradójicamente no verifica una relación inequívoca entre mis sueños y lo que me sucede en el mundo material, sí al menos sugiere una fuerte correlación.

Mañana 13:

No recordé los sueños anteriores. Esta noche intenté huir – sobre fondo grisáceo, húmedo, muy londinense -, sin conseguirlo, de una amenaza imperceptible.

Al subir las persianas, un cielo gris, algo neblinoso, no del todo amanecido.

Tarde 13:

Ni hui, ni el día permaneció nublado. A partir de hoy dejo este registro.

Mañana 39 (creo):

Soñé con la secretaria de mi jefe. En la oficina. Creo que era la oficina. No estaba muy claro. Pero había un escritorio (que resultaba ser bastante blando; cómodo). Quizás fuese una mesa sin más. Si lo era, no era la de mi piso, era más grande. ¿Acaso la de su apartamento? ¿O una habitación de hotel? ¿Pero qué haría una mesa así en una habitación de hotel? Bueno, quién sabe, quizás hay hoteles que las tienen precisamente para que sus clientes satisfagan sus fantasías. Qué más da. Había una mesa. Y unos papales; ahora lo recuerdo. Debía ser en la oficina. Las luces estaban apagadas. Salvo una tenue luminosidad que venía de algún lugar a mi derecha – ¿la oficina de Domínguez?

Tarde 39:

Intenté hacer un par de bromas con Mariana, la secretaria. Una vez en el dispensador de agua. Sonrió tenuemente – entonces mi imaginación quiso que esa fuese una suerte de carcajada Posteriormente, me asomé a su oficina y le conté un chiste (malo, pero no tanto como el de mi jefe aquella vez) y me miró con algo que, ya entonces, vinculé con la lástima – pero enfática. En el ascensor, cuando nos marchábamos, hice un comentario que juzgué gracioso y ya entonces me dirigió la palabra: Estas francamente pelotudo, hoy.

Mañana 40:

Creo que ayer oí – sí, oí; o fui consciente en medio del sueño – a mi inconsciente reír.

Quod erat demonstrandum.

© Marcelo Wio

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