Toma
esta foto sin fecha y esta
vida sin rostro. Llévalas
lejos, donde se confundan
con otras igualmente permutables,
sin consecuencias.
Una mirada sin objeto, una foto
de un prado sin señas, o un riacho
flaco, o un cuerpo que ya no es. Tómalas,
y si quieres, abandónalas en algún lugar,
como tantas cosas que se olvidan: henchido
todo de descuidos y adioses – sobre todo,
los espejos, ¿no te has fijado cuántas caras
extraviadas hay en ellos?, comúnmente,
todas versiones de la misma.
¿Por qué no habrías de ofrecerme este auxilio exiguo?
Las pones en el bolsillo. Como si llevaras un recado.
O una pelusa. Y las dejas en cuanto tercie
una coartada evidente: una mesa de café,
un banco de plaza, un portal, un buzón; o te las quedas
como se queda la gente con pequeñas extravagancias
a las que se termina por adjudicar un significado
o un valor o una superstición.
Mientras no me cuentes, lo mismo da. Mira, aquí,
este de la foto: hasta podría ser alguno
de los tú que fuiste. ¿Ves? Tiene una luz
y una calidad que permiten intercambiar identidades
sin mucha dificultad. ¿Y la vida?, dirás. Como cualquiera.
La conoces como si fuera tuya. Habrá alguna novedad, sí.
Pero eso incluso, imagino, sucederá
en tu propia vida: que de pronto te encuentras
pensando o diciendo o haciendo
algo que jamás. Pues lo mismo
pero distinto. Ya sabes, como en todo.
Y hasta le puedes sacar algún provecho. Está
razonablemente bien conservada. La vida. El ánimo,
así, así. Pero por lo demás, mejor que mucho
de lo que anda dando vueltas. Ya,
te preguntarás por qué no la quiero. Pues
porque es mía – ¿cuándo uno ha querido lo que poseía?
Más si resulta ser una imposición. Uno siempre aspira
a una vida distinta o, antes bien, a un popurrí
de ajenidades. Pues eso,
¿me haces el favor, entonces?
© Marcelo Wio
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