Ya habían hecho y hacían lo imposible. Sobrevivir. Ahora, ante las posibilidades, menguaban los aplomos, las convicciones. El latido como mero un consuelo, como una sumisión postrera. Siempre comprendidos en el caserío serpenteante entre las treguas de barro e irregularidad. Tanta responsabilidad, esa de sobrevivir, y sin una porción de fuerza, de entusiasmo ni maña. A lo sumo, un abrazo, una conversación: cariños tenues y diferimientos.
Mateaba sentado frente a su casita o rancho o lo que fuese ese cúmulo de precariedades que ofrecía un reparo mínimo pero suficiente en una esquina (sin vértice) de calles idénticas – acaso la orografía del descuido de barro reseco otorgaba alguna personalidad a los trazados severos -. Anselmina trajinaba tareas allí, dentro de esa ingeniería que le porfiaba permanencia a la gravedad y a los vendavales. A saber qué hacía, Anselmina, con lo poco que había para hacer, mover, confeccionar u ordenar. Sal fuera, mujer. Que se enfría el agua y luego te quejas de que no te aviso. Avisa estoy, pues. Y, pues, salió. Se sentó a su lado. Él le ofreció el cacharrito de losa. Humeaba el asunto, contra el frío de epílogo invernal, que allí parecía prolongarse en proporción al apuro de las gentes.
La voz de Emilia traía trozos de Cavalleria rustincana pegados como abrojos diminutos. Todos los días una tragedia para aumentar la desdicha del villorrio. O para enaltecerla. Lo mismo daba. Emilia cantaba óperas y operetas y lieder y a saber dónde había educado la voz y dónde había aprendido esas partituras, si había nacido allí y nunca se había alejado más de diez leguas, y quién podía haberle enseñado esas sofisticaciones. Aquel lugar tenía sus discreciones benevolentes, sus pequeños arcanos, sus maravillas dignas, sus misterios sobresalientes.
Allí, todo, como una eternidad provisoria; hasta que alguien decidiera qué hacer con aquel territorio que parecía infinito en su su estrechez: atrapados, todos, en su propia circunstancia, que era una misma para todos, heredada vaya a saber cuántas desgracias atrás.
Dame un mate, dale. La voz de Anselmina, sosteniéndose sobre el vapor que exhalaba. Un mate le dio Epifanio. Un mate y un gesto. Un gesto que era de afecto pero que estaba arrinconado entre las arrugas gruesas y firmes. Las manos, rugosas, se rozaron en atención lijosa.
El día va atravesando el rancherío. Lento. Como si allí el tiempo se relajara, no temiera los desprestigios del menguamiento.
Algunos ya habían salido temprano, hacia la ciudad. Trabajos de pocos peculios y muchos esfuerzos. Otros, en cambio, vagaban por los contornos de todo, pidiéndole cuentas a la suerte y rebuscando aluminios, cartones y lo que se pudiera transformar en maravedíes, guitas o duros – lo poco (o imaginario) siempre se parece entre sí -. El hombre contra y sobre los restos de la actividad del hombre.
Anselmina y Emilia y Epifanio y otros, ya se han llenado demasiado de años (o, acaso, los años los han untado demasiado pronto de padeceres, que sus huellas mienten edades). Así pues, persisten en una rutina de mates y galletitas y conversaciones que recurren a la fabulación para justificarse – la realidad ofrece pocos argumentos como no sea para una queja que es mucho la de todos, y para qué escarbarle al asunto.
Mateaban sin palabras, oteando aledaños; hablando a sorbos y tránsito de mate. Alfaro entró en la escena despacito. Pasitos de edad sobre colchón de tierra débil. Anselmina, diligente, le acomodó un tronco en esa ronda que parecía prefigurarse. Cómo anda. La pregunta de Epifanio. Cómo quiere que ande, compadre; por inercia decreciente. Un brazo estirado ofreciendo un mate. Un poco como todos, don Alfaro. Ahora, Anselmina. Que agregó: Cada cual con sus inercias, que es lo único que nos echa para delante. No lo sé… Y dejó ese pensamiento amarrado a la bombilla, Alfaro. Quizás cuando le llegara el mate de vuelta, completara lo que tuviese que ser concluido. O callaría lo que conviniese callar.
Alfaro calló. Porque entre que devolvió el mate y le tocó el turno de soberlo nuevamente, tuvo tiempo de decirse que, acaso, desconocieran la existencia de otras claves más ajustadas – o convenientes – a ese transcurrir, y que por ello mismo insistían en su gama de errores dóciles y repetidos, con la esperanza de que las reglas permuten y lo equivocado devenga en acertado. Pero qué digo, si aquí lo que insiste e impone, es la pobreza; que amansa a cualquiera, y que hace de la esperanza algo absurdo, que tiene más que ver con la tregua que supone un domingo, la radio diciendo fútbol, la siesta de alcoholes y epílogos, elcatre de a dos. Cositas mínimas. Pedacitos de redención breve, no transitiva. Inercia. Y quizás – alcanzó aun a pensar -, el único consuelo que nos quede sea la enormidad (no la singularidad) de nuestra desgracia. A todo se le puede ordeñar un prestigio, por mínimo que sea.
Claudica el día. Dice la voz de Anselmina. Y el gesto indicado hacia un horizonte aplastado.
Como para no hacerlo, con lo que hay para ver. Menudo espectáculo más flaco le presentamos. Epifanio, pedacito de glosa.
Es que los espectáculos no son para el día, compadre. Es una ofrenda de los hombres a la noche, que le presta anonimatos para sus trampas y sus miserias. Alfaro, exégeta de horas y estrecheces, que ya andaba queriendo algo más valiente que el mate. Algo menos sobrio. Más vehículo hacia otras conyunturas. Y como a fuerza de inercias, todos comprendían o compartían los mismos vectores de esa inteligencia que algunos incauntos llaman picardía o astucia, Anselimina, a mitad del discurso – que parecía la parte recitada de una ceremonia de tránsito o traspaso de unas horas a otras menos rigurosas y rectas –, había entrado a la casita a buscar una botella de lo que hubiera. Y había. Un vino patero que elaboraba Narcisa; que saber cómo le exprimía tanto a esas pocas vides escurridas.
La nochecita fue trayendo a esa esquina a Lautaro y a Maritornes y a Caledonio y Ubicuo y a Elenita y a Marcia. Y alguien encendió el fuego, y alguien arrimó una parrilla., y alguien echó unos trozos de carne – que a saber cómo siempre aparecía como por arte de magia o de contradicción – que llenaron de aroma y hambre el espacio del cuadro. Y otraa botella de algo. Y otra. Siempre sin etiqueta. Siempre con unas alegrías adentro. Y una cancioncita de Zitarrosa o de la Mompasina; algún festejo melódico, como suele decir Elenita, toda bailongo y despelotamiento.
Sacralización de lo telúrico, de lo poco que es tanto en el territorio equívoco de la noche. Todo detenido menos las horas y esas vidas agasajándose. Tiempo al que no se le puede añadir ninguna cronología, ninguna biografía o catálogo de cosas y sucesos: existencia sin consecuencias allende la región de la ceremonia, de la suspensión.
Condenados ellos, como todos, a ser, rebuscan en las desatenciones de las edades y los ciclos,el predio de las satisfacciones elementales, mínimas. Postula una teoría física, que las partículas son inestabilidades que precisan de la asociación. Así, ellos, como todos, reunidos alredor de la fascinación atávica por el fuego – esa exigua simbolización del sol – o, más bien, por su dominio tan endeble, tan precario. Ronda de voces saltando las llamas. Danzas a su alrededor. Ronda catonga. Y los pseudópodos de esa falsificación, calentando las históricas; hinchándolas.
La tuerta Lucrecia, de una edad de geologías, más que de cronologías. La tuerta Lucrecia, que seguía porfiándole vida a esa vida que era tan poquita vida: apenas respiraciones para empujar los instantes. La tuerta que eguía pariendo. Vientre de pergamino. Ya sin requisito de donación o transvase de los códigos enroscados que arrastran los líquidos. Dice Lucrecia, palabras desdentadas: durar mucho aquí, es como no morir nunca. Castigo minucioso – y tan inutil como descrubrirle el disfraz a una sublevación que ya ha triunfado -, porque no hay nada que enmendar.
Le llora la voz, a la tuerta, cuando habla de las cosas de cada día, de los hijos que pare como costumbre y que se le van sin nombre ni cariño. Pero no es tristeza la que masajea el lagrimal; es un reflejo extraño que le impone el paladar de las palabras y la idea que tiene, sin saberlo, de que está a punto de decir una fortuna que la libere de ser. Y mientras tanto – o todo el tiempo – se le desvincula una vida pequeña que inmediatamente enfila por las de Villadiego. Corre, niña o niño, que con la oscuridad no se distingue, con una esperanza a rastras, como un peluche o una inevitabilidad.
Condenado Flavio (ex boxeador, ex contrabandista, ex tantas cosas que ya no sabe si sigue siendo algo), a oler los pensamientos que la gente va perdiendo por todas partes: menuda polución de ideas, de anversos de acciones; y, lo peor, de silencios. Cada vez más silencios son las ideas. Des-ideas.
Como un galpón de olvidos reencontrados reunidos remojados en la misma viscisitud o imposibilidad, jaranean el momento. Porque todo momento, intuyen, es una eternidad finita que, acaso en un descuido, se perpetúe. Así pues, a ésta, le dedican sus mejores esfuerzos y atenciones y esperanzas; le ofrendan fábulas.
Lentamente, otros van uniéndose al círcurlo que se agranda agranda despartiendo abrazos y componiendo discursos. Se llega la turca Zaida, volumen de querencias, puta de una pasmosa ineptidud que inutiliza todos sus esfuerzos y artes: tanto goza en los lances de su faena, y tan extasiada y sin resuello queda, que olvida el trámite fundamental de los dineros – que ya había olvidado cobrar por adelantado a causa de la anticipación conscupiscente de esas ganas tan suyas. Turca toda vida toda ternura. Llena de abrazos, la turca.
Y al último relato le huye la noche.
Humilla e injuria el amanecer, develando revelando penuria y fealdad y barro y esquina sin vértice del que asirse. Y las voces que vuelven a la rutina de decir necesidades. Lo justo. Casi sin tono. Sin vida. A rastrear suertes y sobras. Y el fuego se extingue: otro sol más que se trunca. La turca hace lo que la tuerta no precisa para parir. La turca engendra. Flavio huele sin querer hacerlo. Zitarrosa está muerto. Emilia, Traviata. Anselmina Alfaro Epifanio Lautaro Maritornes Caledonio Ubicuo Elenita Marcia todos lo de todos los días; que, al punto, parecen todos la misma persona desintegrada en instantes con pretensiones de perpetuarse, al menos, en un triunfo, un orgullo, pequeño; de los que valen la pena.
© Marcelo Wio
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