I (Una noche larga)

No entendí, en un principio, ese impulso súbito que seguí obedientemente. Mucho tiempo después se transformaría en este compromiso inquebrantable a caer sin red, a hundirme en las mentiras (estuve tentado a decir fantasías, pero eran mucho más que eso; eran el recurso de un desesperado) y, sobre todo, en la pelusa que terminan por representar. Un día sentí una obligación que, bien pensado, podría haber significado otra cosa, pero ahora ya está, y nunca fui de renunciar, de claudicar, abandonar. O eso me digo, sin mucha convicción. Instintivamente preferí seguir con esa suerte de simulacro de ensimismamiento, esa mala versión de mi vanidad. Era más bien la costumbre de un gesto aprendido con el tiempo, en el que se entrevé una cuota creciente de lástima dirigida a mí mismo. Alguna vez había consentido en valerme de esa mueca, y ahí estaba, prisionero de una decisión que, en un principio, había parecido intrascendente, superflua, pero muy conveniente para salir del paso.

En el reverso de aquella percepción inicial, de ese impulso – que bien podría haber sido un vestigio de desmesuras oníricas que tomé, por cierto, por premonitorio, siempre atento a los sueños y a sus dictados -, una idea tomaba forma y se diluía simultáneamente, sin llegar a cuajar del todo, aunque, en algún plano, en algún instante subliminal ya estuviese completa; aunque ya se hubiese llevado a cabo, dejando de ser idea para convertirse en una forma huidiza del recuerdo, una vaga sensación innominada, sin posibilidad alguna de ubicarla en el tiempo, mucho menos en el espacio. Un inmenso agujero – el compadre se debe estar muriendo de risa, porque agujero, más gusano… – que invitaba a caminar con las manos y a mirar con los dedos gordos de los pies, las uñas bien abiertas, sin “cuticulear” ni un instante. Pero nada.

Y mientras tanto, el pecho de Úrsula se seguía hinchando y desinflando con calma, con un silbido suave saliendo de su boca entreabierta, los labios secos, blanquecinos en las comisuras. Y yo cediendo a la debilidad de pensar que Úrsula no volvería a dormir en nuestra cama. ¿Qué sería esa idea que se me metía por la oreja izquierda, y que intuía que nacía en la almohada, como si la hubiesen dejado allí muy a propósito?

Terminé por admitir una suerte de derrota o, al menos, de tregua para, dedicarme a contemplar a Úrsula y aprovechar el calor que desprendía su cuerpo, y a rozar su pierna con la mía, lo suficientemente fuerte para que los pelos se me erizaran, y con la suficiente delicadeza para que Úrsula no cambiara de posición; con la justa intención de grabar en mi muslo la sensación de seguridad – que intentaría recordar con Ilse, a través de Ilse – y de confidencialidad de todo aquello. Tenía que obligarme a concentrarme en ese momento, a descartar asociaciones parasitarias que se me ocurrían respecto de la idea, o de su explicación, y que podían incorporar elementos perturbadores que me alejarían, como tantas otras veces, de la simplicidad que suponía aceptar ese pensamiento como un hecho involuntario que distorsionaba el goce presente.

Pretendiendo descifrar el intríngulis no haría otra cosa que encriptar un mensaje falso, sin sentido alguno, sin relevancia: balas de fogueo contra la fascinación de mis células epiteliales contra las de Úrsula, contra la imperiosa necesidad de dejarse escurrir entre las sábanas, entrelazar mis piernas con las de Ilse. Porque es ella, y no Úrsula, la que está aquí, aunque yo mismo dejé la idea sobre la almohada unas horas antes y ahora juego a olvidarme.

Intenté acompasar mi respiración con la de Úrsula – porque la idea se me metió por la oreja y ahora ocupa los dos hemisferios cerebrales -, aspirar ese olor, tan inaccesible durante el día y su imposición de verticalidad, que se concentra en la nuca, como una huella animal. Aunque sea Ilse, porque sé que Úrsula estará durmiendo la siesta en nuestra cama, adoptando las posiciones que yo imagino en esta habitación casual, furtiva, apropiada – generosa aportación del agujero de gusano, descubierto, a su vez, por el taumaturgo Lefebre.

***

Era una de esas sesiones plenarias donde la autarquía de sábanas que Hugo le quería imponer a Ilse, como si eso fuesen esos encuentros que le enchufaba cada dos por tres en Parque Chas, donde se perdía. Hugo le dijo que la encontraba muy laberintoidal – por embromar, por aburrimiento.

– Impossible my dear, lo usás como una justifiación de algo que harás, que te reprocharé y que vos defenderás con esta anticipación, con esta bajeza- Ilse se reía a gusto.

– En un plano estrictamente cordial, sos una hincha pelotas.

– Y vos sos un ser biómbico.

– Me ofendés.

– Jodete.

– Y vos sos laberintoidal.

-Ya lo dijiste.

El beso risueño de Ilse arrancó a Hugo del enfurruñamiento sobreactuado. Se revolvieron un poco como si el perdón necesitase una especie de simulacro de batalla sin ropas; espartanos inquietos, convulsionados, irredentos, arrasando contra sus propias normas y biombos y laberintos.

Hugo se entregó, deshaciéndose de la insidiosa premonición de las palabras de Ilse, optando por descomponer o desactivar las piezas que ya habría de utilizar para acallar las expectativas que siempre se agazapaban detrás de sus ausencias, de la necesidad de despegarse de Úrsula. Convencidos de la liturgia que habían inventado, se sumergieron en una meliflua suspensión de respiraciones, transpiraciones, transposiciones.

© Marcelo Wio

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