Epístola de Montaigne

 

Michel Montaigne, en una carta a su amigo Pierre Mesmes, contaba que, según referían en Lorena, una cortesana apareció de la nada, sin más explicación que su rotunda e imponente presencia, como si alguna potencia extraterrena la hubiese instalado allí, en medio de los bacanales a los que se abocaba el duque de Lorena.

Más de alguno sugirió que la mujer en realidad llevaba entre los practicantes largo tiempo, pero que, entre las tantas confusiones que tales festejos comprenden, no había llegado aún a la atención del duque y de aquellos que siempre lo rodeaban esperando que, con sus entusiasmos se escapara algún favor o título.

Esta mujer, una tal Antoniette Larroche, fue identificada como la persona que contagió al duque de sífilis (Montaigne hacía una pormenorizada descripción de los síntomas que padeció el noble, que permite inferir con seguridad que se trataba de tal enfermedad). Larroche fue condenada sin mucho trámite y con amplia publicidad, por homicidio. Aquellos que propusieron una presencia dilatada de la Larroche en las orgías ducales, también insinuaron que el juicio fue una escenificación sin afán de justicia – de demostración, honestidad, etcétera -, sino para, contradictoriamente, lavar un poco la imagen (las partes, decían susurrando sibilinamente, estos descreídos) del duque – en definitiva, una maniobra judicial con propósitos de higiene del prestigio nobiliario (a fin de cuentas, no se menciona ningún saturnal en el fallo de los jueces, sino que se sugiere que la tal Larroche se coló una noche en la cama del duque mientras este dormía profundamente, como una suerte de súcubo, y lo violó – o, más bien, lo inoculó).

Y es que los jueces, además del asesinato, le imputaron a Larroche el crimen de espionaje y confabulación con la finalidad de dar muerte al duque – o a cualquier otro alto cargo que se diera una vuelta por aquellos festejos sexuales (que ocurrían al menos una vez al mes y que llegaban a durar hasta tres días sin horas). Según los letrados, la señorita Larroche – en realidad, de acuerdo al dictamen, Anna Urlacher, oriunda de Stuttgart – fue utilizada como método y vial de inoculación de oscuros humores al duque con el objetivo de facilitar los planes de levantamiento – e inmediata expansión – de Friedrich Hohenstaufen (así se hacía llamar el mistagogo, ebanista y conspirador aficionado Helmut Stauffer). El duque de Lorena estaba a cargo de las fuerzas que custodiaban las fronteras de dicha región – con el fin de protegerla tanto de las amenazas provenientes del Este, como aquellas que provenían del Oeste, de los afanes del rey de Francia.

Montaigne comentaba que dicho tribunal debería haber condecorado a la señorita en cuestión, puesto que había hecho un grande servicio para Lorena: el duque estaba más preocupado en gestas y estratagemas venéreas, que en las castrenses. Su esposa, sucesora en las funciones de gobierno y defensa, terminó por crear las condiciones para que los Habsburgo se vieran forzados a entregarle, más adelante, Alsacia a la Francia.

La esposa del duque, Jacqueline de Nancy, duquesa de Lorena, cuenta la leyenda, relataba Montaigne (estudiosos creen que es una invención del filósofo francés), guardó el cerebro perjudicado de su marido en formol, expuesto en uno de los salones en los que el duque solía organizar sus desenfrenadas festividades. No como una reliquia, evidentemente, sino como una nada sutil y rencorosa venganza y advertencia para sus tres hijos varones, que, según se refiere, mostraban indicios de aquellas paternas inquietudes.

Mientras tenían lugar los jolgorios sicalípticos de su marido, Jacqueline se refugiaba en el ala Oeste del palacio. Levemente asqueada, mayormente desinteresada – alguna vez, al principio del matrimonio, había protestado la actitud lujuriosa de su marido, pero comprendió, primero, que todo aquello que escapa de la propia voluntad es un elemento del destino para producir desengaño, y luego, que su esposo no podía más que desoír toda mesura erótica: creía, no sin cierta razón, que en aquel terreno resbaloso yacía su única aptitud. Se dice que la duquesa jugaba a las cartas con las esposas de otros nobles libertinos, hacía punto, escribía cartas y prosas varias sin afán literario ni terapéutico. Posteriormente se sabría que iba trazando planes políticos y militares.

A todo esto, la nutrida servidumbre del palacio era la fuente más rica de rumores, verosimilitudes y trozos de verdad. Quienes estaban encargados de la limpieza indicaba que los aromas de las multitudinarias promiscuidades subsistían varios días después de las refriegas, a pesar de los esfuerzos de ventilación, perfumes e inciensos con que las criadas combatían los tufos lúbricos, como si en realidad intentaran erradicar una memoria o expulsar un espíritu, aunque intuyendo que su jurisprudencia de aseos no llegaba a tales instancias. Se trataba, describían como bien podían, de una sustancia entre aérea y fluvial, con dilatada forma de hombre y mujer entremezclados, y una voz de incitación – repetía cada vez que se mencionaba la apariencia material de la tal pestilencia – (según la cocinera, la “voz” no era más que su propio deseo, frustrado o reprimido, o ambos, manifestándose, instigándolo). Era como si esas gentes concupiscentes y sus actos se hubieran instalado permanentemente allí con el fin de prolongar sus farras aun cuando estuvieran físicamente ausentes. Finalmente, a una doncella se le ocurrió barrerlo bajo las amplias y tupidas alfombras, sillones, divanes, empujarlo con plumero detrás de los cuadros y cortinas y estanterías.

Montaigne dudaba, en su misiva, de las parrandas, de la enfermedad y de todas las habladurías de ellas derivadas. De hecho, postulaba Montaigne, le habían llegado noticias de la castidad del duque, algo que exasperaba a su mujer – que así se veía arrojada al periódico ejercicio del adulterio; no sólo con afán de alivio, sino de perpetuación de estirpe. De esto, también dudaba el pensador. De hecho, terminaba la carta confesando que muy probablemente todo hubiese sido una excusa para escribir una carta que, por falta de material – o abundancia de cotidianeidad -, hubiese sido imposible.

 

© Marcelo Wio

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