Ensoñaciones

Los ronquidos del abuelo Tiziano, pensó. Aún sin despabilarse, o lo que fuera que ese proceso que había reconocido y al que se entregaba, supo que no era el abuelo, que llevaba muerto demasiado como para presentarse sólo para dormir, sino un ruido monótono, un ronroneo mecánico y asmático, de esos que, más que despertar, parecen más proclives a amodorrar – la hipnosis de los tiempos modernos, como la han denominado en alguna parte. Y eso, paradójicamente, fue el que lo extrajo de la inconsciencia.

No podía ubicarse. El brillo del sol confabulado con saña óptica con el agua anulaba cualquier detalle. El olor fuerte del mar junto con los vapores nocivos del ferry pequeño en el que, se dio cuenta, iba como una cosa más, tampoco ayudaron a que se situara (es decir, nombrar un lugar, una referencia). La vista se fue acostumbrando al fulgor que no era tal, porque había un cielo bajo, de nubes que se oscurecían con esas tonalidades a las que algunos adjudican altas probabilidades de precipitación y otros, en cambio, a la mugre de la ciudad que se les va pegando a esos vapores lanosos en su paso por el lugar. Detrás suyo, inconfundible – en cuántas enciclopedias la habría visto; en cuantos carteles desteñidos por el sol de agencias de viaje en las que nunca había un cliente: Hagia Sofia. Qué hacía en Estambul. Cómo había llegado allí; si él nunca había salido de Tala, ese Uruguay suyo dentro de aquel otro que no reconocía – y no porque no hubiera querido, sino porque hasta intentarlo era imposible: la gravedad de la pobreza y sus traicioneras inmediaciones (lo que los sociólogos denominan imperativo geográfico de marginalidad) lo anuda todo a su inmediatísima circunscripción.

El Bósforo olía a todo menos a lo que había imaginado: petróleo, algas y peces podridos y otras pestilencias indefinidas; su tonalidad opaca, como de la del agua en un cubo en un taller mecánico – mentida apenas con esas psicodelias de colores que perpetran los derrames de aceite – con trozos de diversas indefiniciones. Mientras el entorno lo rechazaba – o brutalmente deshacía sus idealizaciones lejanas, de página y ensueño -, intentaba comprender cómo había llegado allí. Recordaba (término escurridizo en esas circunstancias) una estación de tren llena de niebla o humo o ese material que la mente elabora vaya a saber cómo para difuminar los hechos, los sitios (las exactitudes, o su aproximación a ellas), los rostros que estima innecesarios o peligrosos para su integridad. Cerró los ojos y se concentró en la estación: un andén largo que hacía una curva leve pero notoria hacia la izquierda, el piso de cemento lustroso que reflejaba las luces escasas (pendían en lo alto de un techo de chapa, dispuestas muy de tanto en tanto, sin lógica distributiva alguna, grandes bombillas que daban una luz blanquecina e insuficiente), la estructura de acero que sostenía todo aquello parecía oxidada o bien estaba pintada de un color que con esa luz mezquina daba esa impresión desamparada. No había nadie más. Recordaba (otra vez) haber caminado por el andén de una a otra punta varias veces – acaso, demasiadas -, haber entrado en la recepción (tampoco allí había nadie: ni en la boletería ni en la cafetería), en los lavabos y hasta en la pequeña oficina del guardagujas. Nadie. Ni el rastro de una presencia remota – no, rastros había: la propia estación y otros indicios menores, pero no menos rotundos. Memoró haber pensado que la estación sólo había sido construida para él, para esa espera puntual. Entones se acordó del reloj cuyo segundero avanzaba cabal, pero que siempre marcaba las tres de la tarde, o las tres de la mañana, cómo saberlo. El tablón de anuncios de salidas y llegadas sólo anunciaba un tren inminente: salida en siete minutos.

Pero esos minutos y los de su propio reloj no estaban emparentados, pertenecían a tiempos distintos. Allí, esos siete minutos, eran, probablemente, la medida habitual o, más bien, el recurso para no desesperar a los viajeros (potenciales) – de indicarles que llegaría cuando que tuviese que llegar: ni antes, lo que suele atraer las catástrofes naturales; ni después, que favorece los errores humanos; sino en el momento exacto en que tales variables quedaran desarticuladas por el buen quehacer humano y la docilidad natural.

Como el tiempo era una incertidumbre, era evidentemente imposible columbrar cuánto estuvo allí esperando a que llegara el tren, que nunca había planeado tomar, y lo sustrajera de ese tiempo muerto. Calculó que no más de trece días. Pero luego recordó algunos hechos más, para caer en la cuenta de que tenía que haber sido más. Más de un mes. Acaso hasta medio año. Porque estuvo seguro haber levantado el teléfono público de la recepción un día que comenzó a sonar, lejano, inverosímil, pero cierto. Corrió casi desesperado, como si estuviese esperando un llamado. Se dio cuenta de lo ridículo de la situación en cuanto estuvo frente al aparato. Quién lo iba a llamar allí, si ni siquiera él sabía dónde estaba; y, para el caso, si ni aun sabiendo o creyendo saber dónde se encontraba, para qué habría de llamarlo alguien. Atendió sólo por alterar la rutina; o, incluso, con la secreta ilusión de romperla del todo.

Pero a veces, lo que parece el inicio de una variación no es más que un ardid de la repetición. La voz, lejana, femenina, enchastrada de tabaco y, posiblemente, también edad, dijo: Llevas no sé cuánto sin llamar con lo de los horóscopos y los ha tenido que inventar Bonino, que, como era de esperar, ha terminado por creerse el suyo – fatalista como él mismo, evidentemente. ¿Tienes algo? No, dijo él. Bueno, llámame en dos horas con el horóscopo para mañana. ¿A qué número?, preguntó él. Al de siempre, alma de cántaro, ¿o te crees que nos hemos convertido de la noche a la mañana en un periódico importante? La comunicación se cortó.

Se tanteó los bolsillos buscando un bolígrafo o un lápiz. En el bolsillo de la camisa tenía una pluma – la de siempre, la Kaweco que se decía que había sido de su abuelo pero que le había robado a un compañero de clase en su infancia distante pero no tanto como para suplantar la realidad con lo apócrifo. En la oficina de expedición de boletos había tinta y papeles sueltos. Comenzó a fabricar credulidades o, antes bien, a valerse de las mismas. Nada muy terrible. Nada muy fabuloso. Apenas pequeños engaños de transformación – que, las más de las veces, es todo lo que se le puede pedir a la vida; eso, y vulgares estrofitas. Compuso las predicciones fallutas y llamó. No fue sino hasta que la misma voz atendió, que se cayó en la cuenta que sabía el número que no conocía de nada; y también, que conocía el periódico: La Matina di Lecce. La mujer – supo que se llamaba Aurelia, que tenía una fortuna, heredada, de la que nunca se había aprovechado, usufructuado, como dicen algunos; que tenía dos o tres tristezas insignificantes, que había tenido un amante que luego fue famoso por olvidarse de pasar un mensaje de los partisanos a tropas aliadas recién desembarcadas cerca de San Cataldo: a la pasta no le pongan nunca esa salsa que ustedes llaman checiu; al menos, nunca frente a un lugareño. Ese grupo de estadounidenses de avanzada fue linchado por eso mismo en un pequeño restaurante familiar en las afueras Acaya. En fin, la mujer le dijo que por favor no se olvidara de las aguafuertes para el dominical, y, acto seguido, le pidió que le dictara el horóscopo.

Mucho tiene que haber transcurrido en tal coyuntura, porque el abundante papel que había en la oficina de billetes y en el resto de la estación (evidencia de la existencia de pretéritas presencias), fue consumido – incluso trozos de billetes de tren, folletos de destinos que se habían terminado por decolorar (como los propios destinos, absorbidos por nuevas geopolíticas); viejos periódicos, o acaso, siempre actuales, quién saber, el idioma era incompresible, posiblemente también para los propios hablantes, e, incluso, el papel higiénico.

Se esforzó por recordar o aventurar – o, incluso, fabricar con cierto grado de probabilidad; más como una aproximación, realmente, que como un vulgar fraude – si fue el día en que utilizó el último trozo de papel, o el siguiente, mientras buscaba dónde escribir el horóscopo (¿o tocaba aguafuertes?), fue cuando todo se desvaneció como en esas películas en que el autor es incapaz de rematar, de idearle un final que no sea esa suerte de estafa al público que luego tiene que pasarse un tiempo considerable intentando encontrarle una explicación al largometraje – es decir, darle una conclusión, de realizar precisamente, lo que no hizo el que tenía que hacerlo pero que igualmente ha cobrado su emolumento. Ese día o u otro posterior, pero no muy posterior como para computar una semana, todo se desvaneció. O, mejor dicho, él se desvaneció – entre el antropocentrismo inevitable, y el solipsismo tantas veces resultante, se terminar por incurrir en esas inexactitudes. No recordaba nada. De pronto, todo fundido a negro para, casi en el mismo acto, instante, restaurar la consciencia – o esta hilacha de percepción, este remedo de comprensión, de saberse material, cierto – en ese momento de embarcación y vaivén.

El ferry seguía su curso. O no. Porque el conjunto de arquitecturas que había adelante no era ni remotamente el esperable Bahariye. Y lo que quedaba detrás no era Hagia Sofía, sino el parlamento húngaro. Entonces, ante el avance quejoso de la embarcación, Víziváros, llovido, con verdín y soledad, aguardaba dócil. Tanto como él, que no encontrando ni explicaciones racionales ni fabulosas, aceptaba el destino – es decir, la ignorancia, voluntaria o no; y la sumisión a esta, es decir a la indefensión que supone; y a su, si se quiere benévola consecuencia o pretensión: la eximición de responsabilidades.

Sin la desesperación que lo había asaltado al recobrar la conciencia, intentó recordar, saber. Cómoquéporqué. Todo así, agolpado, como se le presentaban las construcciones ante él, entrevistas entre la mantilla de lluvia, vapores y humos de chimenea quietísimos como el aire que los sostenía. Se acordó, inútilmente, de su abuela paterna, Adelina; puntualmente, de cómo iba cerrando las puertas de aquellas habitaciones de la casa donde daba el sol para que la luz no se escapara: luego, a la noche, lo agradeceréis, decía; inmediatamente antes se había afanado por abrir bien los cortinajes gruesos como postigos o terquedades, dejando que la luz entrara mansa, como un rebaño o un enamorado – en cuanto bajaba el sol, volvía a cerrarlos, para atesorar la luz, el calor. La abuela iba dando la vuelta al día y a la casa dispuesta en galerías alrededor de un patio central embaldosado. Alrededor de qué giraba él, mientras pretendía un movimiento rectilíneo; alrededor de qué orbitaba debajo de esa realidad superficial, de esa evidente falsificación, apariencia.

De pronto supo que el ferry no debía llegar a su destino. Que algo debía sustraerlo y arrojarlo a otro asombro, a otra incertidumbre que no sería otra cosa que un diferimiento. Cerró los ojos e intentó recordar – de esa manera tan particular suya. Pero ya no cómoquéporqué. No. Esas cosas que sirven hacer de cuenta que uno puede quedarse estático – o de apenas ser arrastrado por un ferry que no llega nunca a donde su proa apunta, que se mueve sólo para incrementar el efecto del remedo de rememoración. ¿Esa pulpería, era real o salida de alguna lectura, alguna fabulación? ¿Era real Carreiro, esa vieja criatura de la fauna autóctona de Sarandí del Yi? Sí, se dijo, y se puso a recordar, los ojos semiabiertos, como en el sueño de la borrachera, a Carreiro sonriéndole amargamente – pero con trazas de una felicidad remota hecha de costumbre, de grapa -, sólo para mostrar la escasez de dientes, la rutina de una mueca que debía inscribirse en una coreografía diaria que no servía más que para afirmar su presencia; apenas un símbolo de su existencia. Es verdad, se dijo, y no una reinterpretación naturalista de la pelotudez, como bien podría haber dicho Carreiro o alguno de sus interlocutores, tan inciertos como él – Carreiro y él mismo, cruzando el Danubio, gris y protestón como si le picara algo – la historia o los reflejos sobre él.

Entonces, ya sin buscarlo, evocó sinceramente – o más correctamente, todo lo involuntaria que tal invocación de sucesos podía resultar – y, como si alguien lo hubiera golpeado por detrás – sería fácil, amén de trillado, decir que el destino, que el beneficio; pero no había explicación ni metáfora.

Esperó el llamado de la mujer durante lo que estimó días – nunca salió de la estación, no se atrevía a perder el tren anunciado, y la luz artificial, aunque breve y persistente, hurtaba la posibilidad de medir el paso del tiempo con esa precisión grosera entre el día y la noche. El teléfono sonó cuando ya no lo esperaba – o se había convencido de lo improductivo de esperar el llamado, de lo laborioso de avocarse a esa esperanza: a esa altura, sin papel, debía memorizar horóscopos y esas semblanzas que ya comenzaban a parecerse demasiado unas a otras.

La voz de la mujer dijo que el director del diario era suicidato, ¿lo puedes creer? Él podía creerlo, claro: es posible creerlo todo de quien nada se sabe nada. Pensamos que nos salvaría – dijo la mujer -, que su empeño por rescatarse de lo que fuese, bastaría para todos. Pero ahora se ha ido todo a la mismísima mierda, como suele decirse. Pensamos, en los días inmediatamente posteriores al luctuoso y ruin hecho, que, aunque no existiera del todo (vamos, de ninguna manera), que la aleación de instantes y debilidades y discreciones torpes, que la permanencia de lo que suele llamarse memoria, en definitiva, bastaría como forma de una cierta fe en el mañana improbable: independiente de obligaciones presentes; digamos, que bastaría para seguir publicando el diario que todos estábamos más que acostumbrados a sacar sin pensar en ello. Pero, claro, la muerte del puñetero, nos hizo pensar en la serie de actos que, como una coreografía, se precisan para juntar un par de páginas de hechos y deshechos. Nos hizo pensar que todas las acciones y palabras que, como ornamentos al silencio componemos para negar el pasado, es decir, para instalarnos prepotente e imposiblemente en el presente – con afán de futuro, de inmortalidad, qué tanto. Nos hizo pensar que, efectivamente, todo ello no elimina la Historia – que, acaso, como demostró el pobre imbécil tan palmariamente, nos elimina a nosotros, trozos fallidos de intención. Todo esto, querido señor mío, para agradecerte los servicios y desearte que lo que siga a continuación sea, al menos, interesante. Clic. O clac. No seguido del sonido de línea plana habitual de una línea telefónica, sino de un silencio de lo más bien logrado: tanto, que él depositó rápidamente el auricular en el aparato temiendo que lo absorbiera.

Entonces, más vale tarde que a deshoras, él cruzando el puente de Toledo, tan pedestremente, tan enfundado en una vieja trenca y una bufanda que le había tejido su madre o su abuela en un pasado sin memoria. Quizás, caviló sin mucha convicción, precisara dotar a su exilio de una mitología fantástica: una suerte de talismán al que recurrir cuando todo, invariablemente, se torciera; es decir, para incorporarlo a ese sistema de flexibles ambigüedades y, al menos, desarticular en algo la objetividad de ese revés, extraviándolo en la confusión artificial de recuerdos, de alteraciones apócrifas para disimular la deserción de las esperanzas buenamente manufacturadas, o la evidencia de las estafas igualmente elaboradas – entre unas y otras, sólo media la durabilidad de los materiales frente al empírico devenir de las cosas.

O tal vez, mejor dicho, o también – conjeturó mirando cómo las nubes iban agregándose para oscurecerse y para soplar – para dotar la propia pequeñez diaria de un exotismo, y una amplitud que únicamente pueden existir en un plano tangencial a eso que se ha dado en llamar realidad y que posiblemente no sea más que sea una grandísima chambonada a la que igualmente nos aferramos con algo que está entre el dogma, la molicie y el pavor.

Como sea, todo vale (bueno, no todo, claro) para introducir desorden en el pulposo acontecer de circunstancias para ver si la propia se confunde y uno puede pescar otra al vuelo – después de todo, hay menos probabilidades para esa ordenada disposición de desgracias que para una conformidad sencilla, de esas que hasta pueden confundirse con la felicidad si uno se deja llevar lo suficiente.

Por eso, cruzando el flaco y tan querido Manzanares, quiso aún recordar algo más. Mas ya no pudo. Sacó la pequeña de tapas negras gastadas del bolsillo de su Montgomery y anotó el esbozo de una idea de un recuerdo, de una ceremonia – de lealtad a… a lo que cree o quiere ser, o haber sido (para, en definitiva, definir o condicionar al presente que rememora) -: un galpón atiborrado de cosas obsoletas, inventos inútiles, sueños a medias y de esos que sólo se sueñan una única vez (y se recuerdan inexactamente) por más que se intenten astucias para predisponerse para su ocurrencia; y él, con un guardapolvo azul y un portapapeles de madera con clip con grandes hojas amarillentas con varias columnas impresas (que luego archivará en esas horrendas y enormes carpetas de oficina negras para catalogar el desorden. Para la próxima, se dijo, mientras devolvía la libreta a su lugar y automáticamente comenzaba a pensar en ello.

© Marcelo Wio

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