Esa fue la última vez que vi a Avelino. Después creí verlo o intuirlo muchas otras veces entre diversas congregaciones que ofrecen el oportuno anonimato, el disfraz del montón, de la confusión. Pero verlo, lo que se dice verlo, esa fue la última. Incluso charlamos un rato esa vez. Nada trascendental – como si existiera tal cosa. Alguna anécdota harto repetida, de esas que vinculan a dos personas – que tienen poco o nada más que decirse -, y que funciona como una especie de santo y seña que desarticula la posibilidad de que la incomodidad se instale entre dos sujetos que de pronto se ven amontonados por las circunstancias en un mismo instante.
Lo conocía desde hacía una pila de años. No sé a ciencia cierta cómo ni cuándo lo conocí. O, acaso, sea más oportuno decir, que no sé ni cómo ni cuando supe de él. Porque conocer, lo que se dice conocer, no lo conocía. Era de esos tipos que uno saluda aquí o allá, intercambia un comentario, una conversación sobre nada pero que parece personal, íntima. Era él el que creaba esa sensación de cercanía, de amistad, incluso, de una suerte de secreto compartido, de exclusividad; qué se yo. No sé si alguien llegó a conocerlo realmente, a saber quién era Avelino más allá de esos encuentros en la calle, siempre a las apuradas, porque andaba tras algo – negocio, oportunidad, a saber qué -, en las fiestas o asados – donde no paraba más de un par de minutos con nadie, siempre reclamado por alguien más, casi como un mate o un cigarrillo que se comparte.
Esa última vez lo encontré en una calle desangelada que termina abruptamente en una de las dársenas sucias de aceites y vaya a uno a saber qué otras porquerías. No importa qué hacía yo a aquella hora en el puerto – quien más, quien menos, todos tienen una idea o una sospecha bastante acertada acerca de las formas de mi subsistencia. Lo que importa es qué hacía Avelino allí. Era el último al que uno ubicaría en ese contexto a ninguna hora del día – menos a esa tan propicia para lo ilícito; para aquello que, tantas veces siendo necesario para buena parte de la sociedad, ha de efectuarse a sus espaldas, como una trampa bíblica.
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No sé, realmente. Se me confunden los encuentros. La primera vez que lo vi y las subsiguientes fueron como una instancia idéntica de un encuentro llevado a cabo en pequeñas dosis de presencia. Avelino era Avelino. Y lo que es una tautología no lo es tanto: Avelino era una suerte de continuidad – anímica, aspectual, energética, qué sé yo -: sabes qué, era como un símbolo de algo a lo que muchos aspiraban, un tótem de la festejada superficialidad. Ojo, esto lo digo sin acritud. Pero las cosas como son. O, como suele decirse, vaya la verdad por delante… Así, como una rúbrica de calidad que emite la parte interesada. Pero, además, por delante de qué, ahora que lo pienso ¿De una mentira, de una incertidumbre como una catedral, de una opinión sin argumentos; de unas de esas verdades que, de tan manoseadas, retocadas, resultan irreconocibles, casi un hecho distinto? Sólo delate de un bolazo tiene su razón de ser la frasecita de marras (su enunciación ya debería poner sobre aviso al destinatario): como método fatuo para predisponer a la audiencia a digerir más fácilmente la fabricación. Nada como una verdad de esas evidentes, indiscutibles, a modo de prólogo, para colar a continuación los cuentos más peregrinos. Por eso mismo creo que siempre he desconfiado de esos autoproclamados apóstoles de lo verídico (“yo no miento”, “nunca miento”, “no tolero la mentira”), de los que van con la verdad por delante a modo de guarda golpes o de credencial de recaudador de impuestos llevándose al mundo por delante. Avelino, sí, Avelino. Pues eso, con la verdad por delante, no recuerdo cuándo lo vi por última vez. Supongo que la primera vez que lo vi fue la última; y el resto sólo un eco, o ni eso.
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Ay, era inolvidable, sí. Pero no por algo que dijera o hubiera dicho; por algo que hubiera hecho o hiciera. Por ser él mismo, esa presencia como… infalible. No sé si ese es el término que busco. Indudable, quizás. Una comparecencia cabal, la suya. El resto, en cambio, estamos como incompletos, como si estuviésemos a medias estemos donde estemos porque la cabeza está en mil cosas, porque el atuendo no es del todo apropiado, porque el aspecto de uno parece apropiado para otra época (o para ninguna), para otro grupo de personas, qué sé yo, las mil chambonadas que le juega a uno la vida, que lo deconstruye en mil y una porciones inadecuadas. Pero él, ya le digo, la completitud misma: absolutamente demostrable Avelino. Eso sí, no recuerdo ni una sola conversación de las que tuve con él. Quizás nunca haya tenido una propiamente dicha – ya sabe, más allá de los lugares comunes que se van encadenando a modo de charla con el auxilio de un highball o un gin and tonic en la mano (casi excusa, la charla, del cubata). Así que comprenderá que menos aún puedo yo recordar cuándo fue la última que vez que lo vi. Ni la primera, para el caso. Quizás nunca lo vi una primera vez: sucedió de manera tan progresiva, como un cáncer de esos lentos, hijos de puta, que no se manifiestan como tales hasta tiempo después, cuando ya no hay tu tía. Con esto no quiero dar a entender nada más allá de un poco afortunado símil. Lo que seguro le puedo decir, es que tuvo que haber sido en un evento social; tanto la primera como la última. Nunca me relacioné con él en otra circunstancia. Creo que nadie, ahora que lo pienso… ¿Y si era un producto de la imaginación colectiva de esas reuniones? Una suerte de proyección de deseos, de vaya a saber qué necesidades. ¿Se imagina? Todos ahí, con sus resignaciones y sus derrotitas diarias, con ganas de utilizar un poco de la felicidad que se supone, nos corresponde a cada uno; en fin, toda esa… volición, esas energías contradictorias, que terminan por materializar una figura que parece intocada por la realidad, por los pagos que vencen a fin de mes, por nada. Proyección colectiva que va de, de uno en uno, ofreciendo esa atención asimétrica que masajea un poco la autoestima – y, supongo, a más de una, y de uno, alguna región más concreta. Después de todo, las alucinaciones están bien documentadas. Individuales, es cierto. Pero qué es un grupo sino la suma de individualidades – y la resta, también, de ciertos elementos de esas mismas singularidades. Yo no descartaría que Avelino fuese una alucinación o algo parecido. A saber qué pasó en el grupo de personas que percibían a Avelino – o ante las que se mostraba, si se quiere – para que no apareciera más. Qué cambio en cada uno de ellos. O en la mayoría – ¿una mayoría de cuántos es necesaria para cancelar tal efecto?
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Tiene siempre alguna hipótesis incomprobable para todo. Es una forma de ocultar la incapacidad de explicar los sucesos mundanos que le acontecen, imagino. No deja de ser entretenido. En su justa, medida, claro; y según el tema del que se trate. En este caso, debo decir que es hasta interesante como metáfora sociológica de las masas y sus proyecciones. Pero a lo que usted iba. No recuerdo cuándo lo vi a Avelino por última vez. Mire, que yo recuerde, nunca hablé con él. Lo veía, si, en alguna reunión, en el bar al que solíamos ir algunos a mentirnos un poco y sin saña. Pero nunca hablé con él. Sonará pedante o, quizás, luego de haber escuchado loas, la pataleta imbécil del envidioso, pero siempre me pareció estúpido – escaso de inteligencia e, incluso, de su hermana menor y desaventajada, la astucia. Lo oí hablar, eso sí, claro, Y siempre lo encontraba estulto, somero. Ni gracia tenía; aunque le reían todo – porque el todo lo decía riendo. Parece que tuviera, o hubiese tenido, resentimiento contra él. En absoluto. Es que siempre me sorprendió esa suerte de admiración que atraía. Y me sorprende que usted ande inquiriendo como si juntara material para un documental o para la beatificación de Avelino. ¿Qué le interesa de él? Que es lo mismo que preguntar, ¿qué le interesa de nosotros, de este grupo de gente que reúne a escenificar felicidades o desdichas de tanto en tanto desde hace, qué sé yo cuánto (que ya es un medida de tiempo que se puede datar con el carbono 14).
– Soy su hijo.
– Discúlpame… No por la filiación, sino por todo esto que dije…
– No se preocupe. Si tiene usted razón. Quizás no una razón tan vehemente, tajante; pero razón al fin.
– Qué quiere decir.
– El Avelino que me relatan no tiene nada que ver con el que yo conocí…
– ¿Acaso…?
– Hace un mes. Un enfisema. Toda la vida fumando como si el aire fuese nocivo…
– No lo recuerdo fumando.
– Seguramente. Porque ese Avelino era una versión que podía fingir unas horitas y de vez en cuando.
– ¿Ese Avelino?
– No era el mismo que estaban en casa todos los días, hojeando el periódico en busca de un puesto de director de empresa a su medida – eso decía; y el pobre no sabía, o sí sabía, pero se había entrenado para olvidar o algo parecido, que su medida era ridículamente ínfima –, la fluctuación de las acciones que no tenía en la Bolsa y las carreras de caballo a las que ni siquiera apostaba. Desde que recuerdo, siempre estuvo derrotado. Lo más triste, es que creo que no hubo batalla determinante.
– Muy distinto…
– Sí… Y no.
– Es cierto. Prefiero la versión doméstica.
– Yo no. O no estoy seguro. Es la única que conocí, es la imagen de la que siempre estoy escapando. Quizás la otra, a la larga, hubiese supuesto también una figura de la terminara huyendo. Pero no puedo dejar de preferir al pelotudo alegre.
– Muy probablemente, si uno pudiese vivir – ejercer, mejor dicho -, cada una de las personalidades que uno ha soñado para sí, acabara uno siendo indefectiblemente uno.
– Puede ser. Quiero creer que no.
– Avelino… Tu padre…
– Prefiero Avelino.
– Avelino, entones, de alguna manera logró pequeños momentos de otredad. Te aseguro que ese tipo que yo veía, no tiene nada en común con el que veías a diario. Es más, seguro que, si me mostraras una foto, a lo sumo te diría que tu Avelino era el hermano desaventajado del Avelino que yo conocí.
– Aquí tengo una – y extendió una imagen descuidada.
– Antes lo digo, antes sucede. El Avelino que conocí, era un tipo de esos que uno mismo envidia, de esos que, cuando hay mujeres presentes, lo hacen sentir a uno intimidado, inadecuado.
– Lo que más me molesta, a partir de estas entrevistas que he realizado, es por qué no nos ofreció, aunque sólo fuese una muestra, de esa existencia.
– Eso es imposible. Ese papel sólo era posible en un escenario completamente distinto, con un elenco diferente. Uno no puede interpretar a ese nivel en su vida cotidiana. O sí, pero terminan llenándolo de pastillas. Demasiado onerosa la jugada.
– Mucho.
– Ya sé lo que me dijo antes, pero lo reitero: me disculpas por mi caracterización excesiva, inapropiada. Es cierto que había creado para sí una personalidad muy, digamos, vaporosa; pero no es menos cierto que, como le había mencionado, concitaba envidia.
– No se preocupe. Ese era un Avelino que no tenía nada que ver conmigo. El otro, era el reflejo exacto luego del pasar por el filtro implacable de la monotonía.
– ¿Y ahora?
– Nada. O sí: olvidar todo lo que he escuchado estos días. O hacer de cuenta que me relataron una ficción con propósitos de distracción, de fabulación.
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– ¿Y por qué inquirir sobre la última vez en que lo habíamos visto?
– Supongo que por arrancar por alguna parte. Para distanciarse del objeto de estudio. Y como para disimular de que se anda buscando otra cosa, una esencia, una falta trascendental, y no una anécdota, una efeméride.
– Puede ser… ¿Qué encontró realmente?
– Poca cosa. Acaso sólo confirmó lo que intuía. O sabía. Porque a Avelino no creo que lo haya conocido nadie. Apenas si lo han visto – más que nada como un concepto, como el resumen de un conceto. Una estadística.
– Como todos.
– Quiero creer que no.
– Claro. Pero…
© Marcelo Wio
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