Elegía autorreferencial

El cielo era de un cromatismo insulso, apático; una pura reyerta penosa de blancos y grises. Había algo de carcoma en esos trazos descuidados. Soltó, o creyó hacerlo, sus anhelos blandos y ecuánimes para que el viento los arrastrara al choque irremediable contra los dioses desdibujados.

¿Fue un sueño?. No se atrevió a trasgredir la incertidumbre. Si ese día cayó de veras o no (porque hablar de anhelos es puro eufemismo: ¿qué es uno al fin, sino unos deseos más o menos estructurados en personalidad?), es un asunto que no indagará. Cayó en el viento, en medio de la lengua de un aire templado, del Oeste, con reminiscencias de lúpulo y de travesías arriesgadas. Cayó sin saber dónde ni cómo ni por qué, y se vio de pronto arrastrado por ese caldo espeso de aromas que surgían de las mismísimas entrañas de ese caudal anticiclónic: porciones de la capasuperficial de la tierra, raspaduras de mar, alijos de alientos. Cayó sobre esa trampa de isobaras que lo arrojó contra los dioses. O lo que fuera ese espacio sin duda ni certeza.Y luego, nada. O se encargaron diligentemente de que no recordara. O se despertó. Como sea, el resultado es el mismo: retiene los suficiente para construir una inquietud; olvidó lo fundamental, lo elemental para constituir una certeza mínima o un horror (o el horror de una certeza):

1. encontrarse ante el absoluto definitivo y no poder abarcar ni una porción de toda ansiedad, con lo cual, todo se reducía un inútil acto de auto desprecio
2. producto de la ineptitud para comprender la geografía de lo absoluto o el enigma de la muerte, se preguntó para qué tantas molestias
3. las dos anteriores son la misma

 

¿Y si estuviese aún soñando? Más aún, ¿y si nunca hubiese estado despierto? ¿Y si padece un insomnio crónico y lo que creyó eventos oníricos fueron principios de extraviada lucidez?
Tal vez la vida sea el miedo a que no nos satisfaga lo que nuestras preguntas puedan descubrir: fabulosa fatalidad ontológica.

Así, discurriendo por estas argumentaciones poco fiables, se dispuso a entregarse a la nostalgia, a la seguridad del pasado estático (y a la vez tan maleable). Porque, al fin y al cabo, la nostalgia no es otra cosa que lo que uno quiere (elige) recordar. Es más una fabulación que un ejercicio de la memoria. El engaño de lo simple, se dijo así mismo. Hipostasiar las angustias presentes hacia atrás, convertirlas en el consuelo presente a través de ese proceso. ¡Arrojar las miserias al viento, rió, y que se hagan pelota contra los dioses mismos! Sintió una punzada de aversión en la boca del estómago, un ánimo más distraído lo hubiese confundido con acidez. Él no: era el desmayado logro de la capitulación de la voluntad… Pero no – protestó contra nadie, contra sí mismo, pero no del todo -, pero no, porque hay intención en mi propósito.

Como si hubiese estado en una habitación negra – solo su presencia iluminada -, de pronto vio, en una esquina de lo que fuera aquello, un ejercicio de cortesías, un lento ir y venir de vanidades educadas: un abrazo con entresijos de traición. Espectros de ellos mismos, el hombre y la mujer, funámbulos de noches seguramente más sinceras que ese instante, parecían sólo unos oportunos fugitivos del compromiso con el que se daban cobijo y coartada. Caminó hacia ellos, pero la distancia se mantenía inalterable. El abrazo lejano congelado, perpetuado en un remedo de escultura sin brillos, como el intento patético de un presuntuoso. Continuó caminado, a pesar de la evidencia de su esterilidad. Alcanzó a divisar su propio rostro en el del hombre. Mas la mujer le daba la espalda y eso era insuficiente para cualquier inducción decente.

Y si no la reconoció, ni aventuró una identidad, ¿por qué dijo lo que dijo?

Desabrazaros. Lo vocalizó hacia los dos que se abrazaban sin más pretensión que la de sostenerse, de hacerse el uno al otro, los dos juntos, una entidad o lo que fuera que los motivaba u obligaba a ese entrelazarse. Sintió el ripio de su boca, compacto como el pesimismo de las palabras varadas en la antesala del decir, cuando siguió diciendo: de las repentinas pero premeditadas urgencias, de los lapsus esgrimidos como gracias, del inauténtico abrazo póstumo… Las dos figuras desligaron sus brazos y entonces vio la cara de ella: el nombre que esa cara le daba a la situación, a sus palabras. El hombre se difuminó: a fin de cuentas tenía su rostro, y con uno de lo mismo había más que suficiente. Agregarle confusión a la confusión no suele ser un buen método para desentrañar o aclarar o dejar de sentirse tan turbado.

¿Qué es esta grotesca conjura desprolija de desencuentros casuales?

La mujer no respondió.

Y toda esa parafernalia de escrupulosos gestos, continuó – la mujer apoyó la espalda contra algo, podía ser la pared o sólo un aire más denso, no se podía estar seguro de nada; y se dejó resbalar hasta quedar sentada en lo que los sostenía, y que sólo por convención y comodidad habrá de llamarse suelo; y lo miró sin emoción -, a cuál más insincero y a la vez necesario: tu afectada elaboración de lo intrascendente, esa redundancia ofensiva de tus ojos sin mirada, puro reflejo, sublime impostura que te permite ocultarte detrás del tinte espejado de las resoluciones veraces y voraces de tu espíritu.

Tus besos, efectistas moléculas de tu creciente aversión refractaria, llevaban la impronta fruncida del rechazo sosegado y no carente de trazas de especulación afectiva.
Ella, sin variar su posición, emitió un suspiró, tal vez dejó salir el aire sin más, con los labios negligentemente abiertos. Él no lo notó, no le importaba lo que hiciera o pudiera interponer ella. Él quería decir. Y necesitaba un testigo. Una presencia que lo excusara ante insania.

Ah, y ese impersonal menosprecio que le otorgabas a tus atenciones histriónicas con las que buscabas la educada declinación: pura astucia nada adocenada.

Había algo tan distinto en esa mujer que callaba y aceptaba sus palabras y la mujer que había poseído ese mismo rostro… pero esa diferencia sólo venía a subrayar la similitud, a darle una entidad cabal, a certificarla. Oyó decir, desde una posición ubicua, sin localización puntual: repróchale su afelpada ostentación de condescendencia que hacía pasar impunemente como una predisposición noble…

Él, disculpando a la voz, que había sido la suya pero que no había salido de su boca, miró a la mujer a la cara – un rostro que iba perdiendo paulatinamente el parecido con aquel que él creía recordar, y que se iba transformando en una sumatoria de facciones desconocidas – y le dijo que sabía que todo aquello sonaba a querella… Se detuvo cuando se percató de la transformación: una anciana sin ninguna particularidad le devolvía la misma esencia de mirada. Entonces él, con un rastro de enojo: si sonó a reproche es porque lo era, qué embromar. Y se quedó callado, mirando a esa mujer, o ese montoncito de piel, ese significado que se le escapaba por completo, tan distinto a aquél al que le había estado diciendo unas palabras que no le pertenecían en absoluto; mucho menos el estado de ánimo que reflejaban, la historia que dejaban entrever.

La mujer dijo: la autenticidad de tu enojo es francamente dudosa.

Pero no era la voz de una mujer. Mucho menos de esa. Era neutra, sin sexo, sin pasado, sin necesidad. Una voz extemporánea.

Sí, respondió él, son palabras que bien merecen un olvido benévolo – ¿quién fabrica mis palabras; estas escenas?, se preguntó sin esperanza de respuesta. Aunque, para serle sincero, ya no me acuerdo qué contenían entre sus sonidos y silencios.

No me extraña, repuso ella. Porque no hay nada que recordar. Hoy es mañana. Siempre es mañana: se vive pensando en diferido, se va siendo uno sin uno mismo, porque una parte se fuga hacia adelante, hacia esa auto formulada promesa de redención, y la otra queda anclada en el pasado, que es la nada y, por tanto, no es. No somos nunca.

Largó una carcajada de cajita de música que se fue transformando en un canto o en algo parecido y que a él le sonaba a Pallestrina o a Gesualdo o a mucho eco, a inmensidad donde no se entiende el mensaje de las palabras sino el de los sonidos que tal vez sea la manera cabal de la comprensión, de la conceptualización. Una mano sin cuerpo ni rostro lo tocó en el hombro – por lo que es asombroso que él supiera que era Terencio -, ¿sabés lo que tenés que hacer, pibe?, hacer cosas absurdas razonablemente.

Eso hago, repuso él, algo ofendido. Todo el tiempo.

No es suficiente lo que estás haciendo. Hay que llevarlo al límite. Cuanto más compleja la incoherencia, más probable la consecución de un resultado estimulante, e idóneo, claro. Hay que alejarse de la usura de la realidad, amigo.

Mutis por… no había foro allí. No había nada más que un centro –¿de qué? – iluminado o rescatado de la oscuridad o una aberración de la oscuridad. La voz cesó. Quedó él, allí, con los interrogantes elementales intactos: ¿estoy dormido? ¿Siempre estuve así de despierto; despierto de esta manera? Se quiso sentar pero no se acordaba cómo hacerlo. Lo intentó varias veces pero desistió pronto.

Ese es tu problema. Otra voz. Un cuerpo de hombre. Un rostro que conocía, que tenía nombre pero que aún así. Lo mismo que le había pasado con la mujer.

¿Y es?, inquirió él.

Evocaste y convocaste siempre unos principios que tenían que ver más con la utilidad, con el usufructo de las cosas y las personas, que con los principios espirituales y sensuales… Y ahora, cuando necesitas la aplicación, el provecho, la técnica, mira cómo te rehúyen, te abandonan, desertan. Y no te puedes sentar. Es jodida la vida, es lo más cínico que se ha inventado.

Era práctico.

Eras parco.

Parco no excluye espiritualidad.

En tu caso, sí. Porque además, eras cómodo. Cobarde.

No hizo caso y preguntó, con un rastro innecesario de ironía en el tono: ¿Qué es este lugar? ¿El limbo? ¿El purgatorio?

¿No te das cuenta, tú, que eres tan práctico?

Como soy práctico, le pregunto a usted, que parece saberlo.

No, a mí con astucias de todo a cien, no.

Y la figura, el rostro, la voz o la posibilidad de su voz, se evaporaron.

 

Explicaciones posibles:

a. estoy en mi conciencia
b. estoy durmiendo
c. estoy despierto: lo que creía era mi vida fue un sueño al que nos abocamos para no ver la realidad…
d. estoy en coma
e. estoy muerto

 

Mentira. Yo sé dónde estoy. Ni despierto ni dormido. Estoy en la instancia en que me confronto: impugno mis suspicacias, templo las magnificaciones que esgrimí como excusas para lo que fuera que fueron creadas, deshago los infalibles sistemas de negación. Una deconstrucción poco fiable porque la perpetro sobre mí mismo – el mismo que creó tales construcciones. Y más allá del poco respeto que me tenga, la cuestión biológica termina prevaleciendo: ese imperecedero impulso vital: persistir. Sé, también, que volveré inmediatamente al refugio de las conspiraciones del azar, a improvisar estados de ánimo insinceros. A la templada mentira con que me consuelo. ¿De qué? De la soledad. De lo que significa realmente: el problema de la soledad es que no podemos saber si estamos vivos porque justamente no hay nadie que lo certifique. O; en su versión más benévola, en que no sabemos bien cuál es el sentido de nuestra puntual existencia, incapaz de interactuar.

Por eso esta metáfora pobre, vulgar: un sitio donde la luz cae sobre mí como en una mala obra unipersonal y voces en off se desprenden de la nada; rostros impersonales, quietos, figuras que pueden ser todos y ninguno, meras representaciones de una necesidad. Pero en la soledad uno no puede ser en el centro (de nada), dirán algunos apresurados. Justamente la soledad es la imposibilidad de dejar de ser el centro y los márgenes. Un centro para nadie más que uno. Una impostura realmente, porque uno se representa a sí mismo con los sesgos y desviaciones con los que uno se desvirtúa al observarse desde las pobres perspectivas que permite la unicidad dolorosa: cada vez más distorsionado. Mas, no queda otra, hay que deformarse, vez tras vez, para combatir el aburrimiento de ser. Uno termina creyendo recordar, cuando en realidad está inventando, reinventando sobre lo que nunca fue y así ad infinitum (todo el infinito que nos está adjudicado, que no es más que un finito prudente).

 

¿por qué un lugar tan trillado?
no veo lo trillado
el lugar en sí no, la escenografía, la palabrería
porque creo innecesaria cualquier muestra de ingenio y creatividad para hospedar al dolor
nunca está demás ser original
es cierto, pero la originalidad es para exhibirla
si no se intenta…

 

no, todas estas frases tienen la facilidad enquistada en sí mismas, tienen la ofensa oculta entre sus vocales, la falacia injertada en sus consonantes. nadie intenta realmente, sólo los que de antemano saben, de alguna manera, el resultado. la mayoría obra sin darse cuenta: a veces, consiguen lo que creían pretender sin quererlo, de carambola. sólo cuando lo consiguen le adjudican un deseo retrospectivo.

disiento
digosiento

 

Tribulaciones de un aventurero de sillón: ¿para qué actuar en-la-realidad si es más cómodo y seguro en-la-mente? Loado sea Óblomov. Limitarse a sucumbir a las interferencias necesarias de la realidad y dedicar el resto de la existencia a poblar la vastedad que se supone que somos.

 

Todo oscuro. Él, de pie, bajo del haz de luz. La luz se funde en un negro tan negro como el entorno. De pronto, dos intenciones, porque no son más que eso, dos haces rojizos arrastran la mirada de quien observe hacia la derecha. Dos formas sin forma. Él ya no se ve, no se escucha. Pero se presiente, como un espectador inquieto, aburrido, lleno de críticas, de desacuerdos con la escena que se representa. Un cartel encima de una de las figuras tenues dice ‘ESPÍRITU’; sobre la otra, igualmente tenue, otro cartel: ‘VIVIENTE’.

Espíritu: Vengo de lejos; del otro lado.

Viviente: ¿Cuán lejos?

Espíritu: Años luz…

Sus palabras son monocordes, llanas, aplastadas una contra la otra, sin entonación, como recitadas por dos máquinas. Un bufido se escucha luego de cada frase: es Él, indignado, impotente ante esa situación que se ve obligado a observar sin motivo alguno.

Viviente: ¿Hace cuánto ha muerto usted?

Espíritu: Tres años y unos días.

Viviente: Mm, vaya incongruencia.

Espíritu: No veo incongruencia alguna…

Viviente: Puesto que usted es un efecto óptico, es decir, luz, pues no tienes entidad corpórea, y sólo hace unos tres años que ha muerto, pero afirma haberse encontrado a años luz de este instante, debo concluir que ha muerto mucho antes de fallecer. E ahí la paradoja.

¡Por favor, cómo se puede sostener semejante debate!, estalló Él. Pero los otros dos hicieron caso omiso.

Espíritu: Está bien, exageré distancias. Una debilidad de muerto nuevo.

Viviente: Empezamos mal.

Espíritu: En fin, necesito que transmita un mensaje.

Viviente: ¿No es más fácil, y práctico, que se le aparezca usted al destinatario de dicho mensaje? Veo que la muerte no nos hace más pragmáticos.

Espíritu: Lo sé, sería lo lógico. Pero tuve un problema de coordenadas. Y el que está a mano es usted.

Viviente: Lo siento, tendría que haberlo hecho estando vivo, eso de intervenir desde ‘el más allá’ en este acá tan telúrico y prosaico, me parece un sinsentido. Ya están bastante complicadas las cosas por aquí para que vengan ustedes a enredarlas más.

Espíritu: Pero…

Viviente: No hay peros que valgan. Como dije recién: empezamos mal. Y lo que mal empieza, mejor acabarlo pronto.

 

¿Sueño? Pero qué es el sueño sino el trabajo incabado de la vigilia.

 

Las fuentes de luz que daban a entender la presencia de dos entidades se desvanecen a la vez que surge él, nuevamente, iluminado por una luz blanca; sentado, observando hacia el lugar que había estado iluminado tenuemente hacía tan sólo unos segundos.

Uno puede embroncarse, dice él, a nadie, pero estas ficciones nos surgen a cada momento: paliativos contra el aburrimiento en el metro, en la oficina, en el baño, en una reunión. Refugios. Subterfugios. Poco a poco, me temo, todos caemos más o menos en las mismas puestas en escena: las preocupaciones son idénticas, varía el modo de abordarlas, de recrearlas. Es una cuestión de Momento Anímico: no podemos pensar en las satisfacciones e insatisfacciones como unidades separadas, autónomas, y, aún así, siempre se obtiene un número entero de sensaciones. (Fragmento para una teoría del espíritu).

Y los hechos. Te olvidas los hechos.

Lo mismo que con todo: le adjuntamos sustancias apócrifas que a veces terminan siendo el elemento más sobresaliente de la narración, del suceso. Lo hacemos, en principio, sin intenciones espurias: para ayudar a la memoria, con fines estéticos, para magnificar nuestra presencia en un evento. Pero estos añadidos terminan por ocupar un lugar más relevante que los hechos a los que sirven; llegándolos a suplantar y a crear un recuerdo nuevo, distinto del original, con una significación metonímica. Tal vez sea e caso de este relato o sueño o de esta aburda secuencia de presentaciones que hago de mí. Lo que se me escapa es a qué hechos habían de acompañar lo que he añadido consciente e inconscientemente. Porque uno agrega de manera voluntaria, pero luego se ve obligado a seguir el transcurso que esa combinación impone, y ahí es donde obra lo involuntario, el sistema simpático, para rellenar las grietas posibles que puedan provocar las dudas, las incoherencias en que incurra la narrración. Lo real se trastoca en leyenda: un perdura.
Enlace de melodías independientes y simultáneas. Una fuga en toda regla: el contrapunto vertebrando mis voces disímiles: superposición de exigencias emocionales, transposición de intenciones y requisitos preterintencionales. ¿Trasunto de emociones coherentes?

 

¿Sueño? ¿O sufro algo así como meteorismo imaginativo?

 

Este sitio, este espacio vacío. Escenario para uno, y compañías leves, dudosas, esquivas, incompletas.

¿Por qué? ¿Por qué, pues, esa interpretación unitaria?

Supongo que porque he desconfiado siempre, por defecto, de los alardes públicos de mea culpa, de arrepentimiento; esa obscenidad de la sinceridad sobreactuada, ese exhibicionismo histriónico de la autocrítica: soberbia: forma de decir estoy en lo cierto diciendo lo opuesto. Por eso esta localización o este no-lugar, esta ausencia de coordenadas, de referencias posibles, una indeterminación en la que, paradójicamente, me puedo ubicar fácilmente, sin coartadas ni subterfugios, sin auxilios ni atenuantes.

Un tanto preternatural…

¿Acaso no lo es también la realidad?

Entonces, no es un sueño. Entonces, ¿por qué te has planteado tal interrogante en reiteradas ocasiones? ¿No es tu manera de sugerir lo opuesto de lo que pretendes estar refiriendo? Dicen que la mejor manera de maniatar a alguien, es obligar al otro a que te sujete, a que te socorra. Presos de la solidaridad, de la sensación egoísta de sentirse “el que hace el bien”, como si ese postulado transvasase a todos los ámbitos de su vida; caen en la trampa. ¿Eso haces aquí? ¿Pides ser rescatado?

 

¿Sueño?

Te engañas. Mientes. Estafas unn socorro que acaso no merezcas. Que probablmente nadie merezca: la eternidad.

 

© Marcelo Wio

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