“Hay un jugador con manga larga, vamos a ver cómo influye en el partido”, Carlos Salvador Bilardo
“Sin padres, sin infancia, sin pasado alguno, no nos queda otra posibilidad que afrontar lo que somos, el relato que llevamos para siempre”, Osvaldo Soriano
Nunca dijo nada – tampoco es que le hayan preguntado; a fin de cuentas, para todo el mundo, su primera novela fue Triste solitario y final. Ni cuando el corrector de su primera novela (1958), Cuando allá en la cancha, le dijo que el texto no tenía ni pies ni cabeza, que faltaba algo… un personaje central. Soriano escuchó, asintió y calló; a lo sumo le habrá dicho, “tiene usted razón”; Soriano no se acordaba bien si había verbalizado algo. De lo que sí se acordaba, es de que pensó: “y qué quiere que haga; estaba ahí, en el entrevero de palabras… y se fugó”. Pero andá a decir eso.
Hablé con Soriano en 1987 en un café a la vuelta de la revista Primera Plana. Me enteré del asunto por un conocido común, que había leído el original, y que, juraba, allí había un entrañable personaje, un “loco lindo”, dijo; al que Soriano había llamado Salvador Carlos.
Esa novela, que Soriano escribió con apenas 15 años, y que la desaparecida editorial Urdimbres, de Tandil, decidió finalmente no publicar, giraba en torno a un ginecólogo que, para morigerar tanta… digamos, femineidad cotidiana, dirigía un pequeño equipo de fútbol de Punta Lara: el médico en cuestión circulaba por la vida bajo el nombre de Salvador Carlos.
Nadie se percató de nada hasta que se hizo una primera impresión de prueba. La tarde en que me la dieron, para que la revisara, salí de la editorial y me agasajé con un cigarrillo y una grapa furtiva en un bar cercano – “una sola, pibe”, me dijo el gordo Buenaventura, que parecía haber nacido detrás de esa barra. Había apoyado el libro – que en la tapa sólo tenía el título y mi nombre – sobre la mesa, como un comensal más.
Lo había hojeado apenas en la editorial, y Salvador Carlos estaba allí, de eso estoy seguro.
Soriano terminó ese festejo austero y salió del bar. Antes de llegar a la esquina, se dio cuenta de que se había olvidado el libro. Volvió corriendo al bar. El libro estaba en el mismo lugar donde lo había dejado.
Lo agarré y me las tomé. Esa noche le dije al editor que estaba todo bien.
Sinceramente, le di un repaso muy por encima, insuficiente para reparar en error alguno, y ya no puedo afirmar que Salvador Carlos siguiera allí, en la trama, a esa altura. Tampoco lo busqué; no había motivo alguno para hacerlo. Creo que mi vista se topó con el nombre en esa inspección ansiosa que pensaba más en la impresión que en otra cosa. Además, había escrito esa novela y la había leído unas dos o tres veces para corregirla; la verdad, ya estaba harto, quería finalizar el proceso de una buena vez. Quería verla en las librerías, qué tanto. Era un pibe, con las impaciencias propias de la edad…
No fue hasta tres días después, cuando me llamó el corrector y me dijo: “¿Qué carajo hizo, Soriano? Cambió la novela, esto no tiene ni pies ni cabeza… ¿Qué le hizo al personaje central, pibe?”
No respondí nada – o quizás, un “tiene usted razón”; algo debo haber dicho. Me despedí confuso, y busqué el ejemplar de prueba, que seguía la mesa que hacía las veces de escritorio y mesa de luz. Leí sin dar crédito: Salvador Carlos no estaba ahí. Busqué el original mecanografiado: lo mismo, ni noticias de Salvador Carlos.
Soriano hizo una pausa, prendió un cigarrillo y pareció buscar algo con la mirada en un punto indeterminado del techo del café.
¿Y no va, y al mes de todo este asunto, aparece un Carlos Salvador debutando en San Lorenzo? Ni más ni menos que San Lorenzo; mi equipo, joven. Hay que joderse, che. Mire que hay equipos… Al principio pensé que era una mera casualidad; que uno siemrpe encuentra patrones, coincidencias, causas y consecuencias en todo aquello que tenga que ver con la propia fijación, o preocupación. Pero la historia demostró que ese Carlos Salvador era Salvador Carlos. El que se me había fugado…
Una suerte de Dédalo, le dije a Soriano, no tanto por sugerir la comparación en sí, sino más bien para presumir de erudición.
No diga pavadas. Ni maté a mi sobrino ni construí nada. A lo sumo, me topé con algo que confundí – o preferí hacerlo – con la inspiración creativa, con las importancias del propio espíritu, intelecto; de la propia imaginación. Está visto que sólo acataba un mandato sigiloso, unas señas prefijadas y camufladas – esto último, claro está, para quien las obedecía. Algo buscaba un intermediario razonablemente inocente y chambón para ser, para materializarse…
Hay personajes imposibles de crear; son personajes para los que las páginas le resultan un territorio muy mezquino. No existen suficientes palabras para contenerlos porque, paradójicamente, las palabras, en su formidable finitud, suponen una limitación, la circunscripción de un confinamiento sumamente restringido.
Ahora, por qué tenía que nacer de aquella forma Carlos Salvador; eso es algo que se me escapa. Y, sinceramente, prefiero no saberlo. Alguna vez coqueteé con la idea de que su creación no puedía dejarse al arbitrio de la casualidad de los óvulos y, sobre todo, de los espermatozoides: demasiados como para andarle jugando al albur de las probailidades, medidas en millones y millones, la emergencia de un tipo en particular.
En el televisor que estaba sobre la nevera, detrás de la barra, Carlos Salvador justo estaba diciendo: “El himno también es importante, nosotros lo practicábamos cinco veces antes de cada partido”.
¿Ve? Lo que le decía. Qué texto puede abarcar a un personaje así. Ninguno, Wio, ninguno.
© Marcelo Wio
Publicado originalmente en Ni más ni menos
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