El suceso de la calle Vizconde

Se conoce como el suceso de la calle Vizconde, con esa liviandad que tenemos para nombrarlo todo, particularmente el horror. Y con la facilidad con que, alejados del territorio en el que acontecen, terminamos por infamar o desprestigiar a aquellos que el destino ha colocado en la circunstancia de convertirse, primero en testigos del espanto; y luego, en sus ensañadas víctimas colaterales.

No está de más tener en cuenta este fatídico resumen en que incurrimos quienes traficamos información y, con ella, nuestras veleidades.

Siempre tan atentos. Él y ella. Y los chicos. Se los veía jugar en el jardín de la casa. Espere un segundito que atiendo al cliente. Ya está. Vienen a ver el género, pero no compran. Me tienen podrido. Sí, sigo, sigo. Él siempre ayudando; en el barrio, en el club. Ella lo mismo. Siempre una palabra amable, una sonrisa sincera. En cuanto veían a doña Convicciones llegar con la compra, enseguida salía alguno a asistirla con las bolas y las llaves que nunca encuentra – es un plato la vieja; imagino que ha sido despelotada toda la vida. Ya le digo, gente normal. No, qué digo. Gente amable, bien predispuesta. Quién iba a decir que iban a encontrarse con ese panorama adentro…

No pasaron ni tres meses del suceso, y la casa parece un injuriado símbolo mudado en burda advertencia. Como si hubiese permanecido abandonada años. Nadie quiere comprarla o alquilarla, dicen los vecinos, que están preocupados porque todo el asunto termine devaluando barrio y llamando a “lo peorcito de nuestra fauna nacional”, en palabras de un comerciante del lugar.

Aún no lo creo. Mire, la piel de gallina… Y claro, ahora caigo en la cuenta del porqué de esa amabilidad invariablemente exterior, casi hiperbólica, antinatural: ya fuera en el club, en el colegio de los chicos, en la compra, en la vereda; vamos, aquellos lugares donde uno suele encontrarse con conocidos. Ahí exhibían esa expansiva generosidad para saciar a quien fuera de su compañía, para evitar esa intimidad que más pronto que tarde obliga a agasajar al otro en la propia casa. A través de ese empalagoso pasteleo de socorros cotidianos, de halagos creaban unos personajes imposibles de empatar, que se aprovechaba no el rechazo de los demás, sino esa humana flaqueza de asociarse con quien no hace demasiada sombra o con quien confiere un prestigio frívolo. Así pues, era esa, estoy convencida, la manera eficaz de acotar la posibilidad de una aproximación más honda. Todo para que nadie entrara en la casa.

Nadie sabe si hubo denuncia o si la policía – acaso alertada por el colegio (establecimiento que se ha negado a realizar declaración alguna) – ya había iniciado una investigación que condujo finalmente al allanamiento de la vivienda y al arresto del matrimonio. En el barrio todos niegan haber tenido algo que ver. Lo que, por lo demás, concuerda con sus dichos.

Qué iba a dar el chivatazo, si no tenía ni idea de lo que sucedía allí. No sólo eso, sino que imaginaba un envidiable estado de cosas; un poco, calculo, como todos los vecinos… Era una gente encantadora… Encantadora. No me lo puedo creer. Deje, deje…

Siempre malicié algo. Pero, como a estas cosas uno las termina por adjudicar a alguna inquina sin motivo, envidia, recelos propios, a que la mujer estaba como estaba, para qué lo voy a negar; y eso, a la larga, quiera que no, acaba perjudicándole a uno la razón. Pero, fíjese cómo son las cosas, sin quererlo ni beberlo, acerté. Aunque levemente, es cierto. Porque esa sospecha nunca dejó de ser una sensación abstracta; es decir, no condujo nunca a una elucubración concreta. Y, claro, es que eso… Ninguna imaginación, por muy podrida que esté, puede figurárselo… Vaya a saber lo que les hicieron a ambos de niños, porque las cosas como son, eso no se pesca por la vida sin más, como una gonorrea o una manía; no, no hay manera. Y mire que encontrarse dos personas de esa guisa, con las insignificantes probabilidades que debe haber de que ello ocurra… Por eso he pensado que tal vez eran hermanos. O primos, como mucho. Criados en un cerrado núcleo familiar que, a su vez, vaya a saber dónde y cómo adquirió esa desviación. Y escapados de esas condiciones. O no, visto lo visto, ¿no? De quien se escapa de un comportamiento se espera que no lo reproduzca.

A Alfredo no le crea nada. Si lo entrevista mañana, le cuenta otra milonga. Le gusta interpretar personajes, contar historias. Se aburre siendo él mismo. Y quién no. Pero una no se deja llevar por ese impulso fabulador infantil. Sí, claro, los vecinos. Pues yo mucho no los traté, realmente. Un hola, un qué fresquito está; ya sabe, esas pelotudeces que se dicen como si hiciera falta corroborarnos todo el rato. No en vano se dice que el verdadero amigo es aquel con el que no hace falta, ya no rellenar instantes, sino siquiera llenar el espacio (que es donde las propias dudas crecen como en una placa de Petri) con palabras. Sí, sí, los vecinos. Qué importa nada ante el asunto ese. Los vecinos, macanudos. Ella muy linda. ¿Se lo dijo? Y sí, compone los roles con lo que tiene a mano. Y a ella no hay cómo convertirla en su opuesto ni en nada que no sea ella ni siquiera para las historietas de Alfredo. Linda, linda. El resto, lo que ya le dije; las cortesías habituales. Nada más. Con ese escaso material, qué me iba a imaginar yo, ni nadie, nada. O sí. Pero lo mismo que uno les asigna a los demás vecinos: defectos y menguadas estimas propias.

El grado de perversión era increíble. Claro que uno ni se enteraba… Eso sólo se supo después, evidentemente. Pero uno no puede evitar manosear la propia memoria. Ya sabe, retroactivamente. ¿Cómo? Ah, lo depravado del cuadro que se encontraron ahí. No sé, lo comentó algún vecino; que se lo escuchó a un oficial, si no me equivoco. No recuerdo qué vecino. Ya sabe como es con los amontonamientos y los conmociones. Máxime en casos como este. Los susurros iban pasando de una sección a otra de la aglomeración. ¿Usted cree que puede hablarse de aglomeración cuando se trata de unas treinta o cuarenta personas interfiriendo con el trabajo policial? Porque vaya si molestamos. Pero entonces… Cierto, disculpe. Sacaron primero a los chicos. Iban llorando. Me rompió el alma. A todos… Supongo que serían de servicios sociales las dos mujeres que se los llevaron. No sé; calculo que uno tiene unos diez y el otro ocho. Pobres críos… Porque uno, invariablemente, habla de los padres, claro, y en el acto olvida o desplaza el drama de esos chicos cada día de puertas adentro. Lo que no me explico es cómo se los veía tan felices (y no era fingido, se lo aseguro; como tampoco lo eran las miradas llenas de ternura de los padres). No lo entiendo. Incluso los dos pibes eran los mejores de la clase… No me lo puedo explicar. Con el calvario que vivían en casa, tendrían que haberlo exteriorizado de alguna manera. Qué se yo, una buena tartamudez, una tristeza de adulto, la expresión asediada de rotundos tics, un mearse en el cole, un paupérrimo desempeño académico, no sé, algo que no fuese esa infancia envidiable…

Según el segundo oficial en ingresar en el domicilio, una vez franqueado el pequeño hall de entrada, lo primero que sintió fue un relajante perfume con trazas de canela; y enseguida, a su derecha, en el salón, divisó una mesa baja sobre la que descansaba un teclado eléctrico. El policía se acercó.  Entonces, a la cabecera del instrumento, vio una tableta utilizada como apoya partitura. Le sobrevino un vahído. Cuando se estaba reponiendo, cayó en la cuenta de que las paredes de la estancia estaban ocupadas por altas estanterías, y estas, por libros. Su compañero, que estaba igualmente pálido, lo tuvo que sostener. Es demasiado, oyó una voz detrás. Un miembro de la policía científica cogió la tablet e intentó iniciarla. No tenía batería. El oficial se dijo que aún cabía la posibilidad de que la hubieran utilizado hasta agotarla. Esperanzas fatuas a las que uno se ase en circunstancias en la que un hallazgo parece no ya negar las leyes en las que uno cree, sino a unos mismo. Un grito interrumpió los misericordiosos pensamientos. Se dirigió en busca del origen del sonido; asombro o desesperado llamado, o ambos. Un detective señalaba una máquina de escribir. No es un adorno – señalaba, aún secándose restos de vómito -, la utilizaban. Había papeles y rastros de evidentes de uso. Las teclas están aún calientes, explicó una agente de la central. Desde el salón vino otra voz horrorizada; la del técnico de la científica: la tablet no ha sido utilizada jamás – según el mismo oficial, la mujer declaró posteriormente que había sido un regalo.

No había televisor en toda la casa. Pronunciaron, sabiendo que sería inútil, los vocablos Alexa y Siri. Nada. Encontramos estanterías con libros en las habitaciones de los niños, en la de los padres y en el estudio. A priori, podría afirmar que todos, junto con los del salón, tienen evidencias de haber sido leídos, informó otro técnico de la científica. En la habitación de ambos niños, en las mesillas de luz, hay libros con el desgaste evidente propio de la lectura sesuda. Hay, también, papeles escritos que parecen cuentos. Y hay dibujos hechos con lápiz, rotulador y témpera. En un armario del pasillo que comunica las habitaciones encontramos juego de mesa. ¿Analógicos?, preguntó alguien. De qué analógico habla; juegos de mesa con sus fichas y sus tableros – respondió el técnico, que preguntó: ¿Qué otros conoce usted? Y continuó diciendo: Por cierto, ambos niños tenían tinta en los pulgares, añadió. ¿Qué quiere decir eso? – inquirió un detective. Que leen mucho – contestó el técnico -, porque no era de rotulador ni nada parecido. Y que se lavan poco las manos – aportó un oficial uniformado, con afán de distender un poco el ambiente. No, se las lavaban – hay tinta en los jabones. Simplemente cada día leían y escribían mucho. Muchísimo. Por dios, cómo es posible someter a los niños a esta vida propia de vaya a saber qué siglo. No ni ordenadores ni siquiera lectores de cd. ¿Les va bien en el colegio? – preguntó a nadie, sólo por manotear aire con las palabras, el capitán. Sí, mi capitán, muy bien – respondió una voz de mujer. No entiendo nada – murmuró el capitán. No se preocupe, nadie entiende nada – lo consoló el técnico, que le mostró un libro dentro de una bolsa de evidencias. Una primera edición de un tal Kafka, explicó. Quién sabe cuánta degeneración más va a salir. ¡Tienen que venir al sótano! – conminó una voz que transmitía apremio y pavor. Es decir, socorro. Bajaron en tropel. Todos se habían predispuesto íntimamente a un golpe de humedad y encierro. Pero se encontraron con un panorama desolador aún mayor: una inmensa alfombra persa cubría todo el suelo, dos paredes estaban, nuevamente, cubierta de libros; de las restantes, una tenía una pantalla y la tercera, una estantería especial repleta de discos de vinilo (a su pie, una meza tenía una vieja bandeja de tocadiscos) y rollos de viejas películas mudas (lo sabrían más adelante, cuando se abocasen al espanto de su visionado); había además tres atriles con pinturas en progreso; había otras dos mesitas donde evidentemente, los niños pintaban; en el lado opuesto de la pantalla había un viejo proyector. Un oficial corrió escaleras arriba a vomitar. La agente de la central se desmayó. La siguió el compañero del oficial que refirió los hallazgos – aunque todo hace pensar que fue él mismo; hecho por lo demás disculpable: les exigimos demasiado a nuestras fuerzas de seguridad, llegando a la negación de su humanidad. Y no se puede estar, como se dice, preparado o habituado a todo, porque en ese momento uno deviene aquello contra lo que combate.

Durante el juicio, se ha advertido ya, no se permitirá la presencia ni de cámaras (un comentarista de televisión afirmó que esto era “una concesión a esos monstruos”), periodistas, ni público. Si bien luego del brevísimo recuento, se estima más que justificable; más aún luego de los descubrimientos hechos durante el trabajo de la policía científica en la casa, y que forman parte del más estricto secreto de sumario. Aun así, ha trascendido, siempre de manera extraoficial, que entre los muchos elementos, se encontraron globos terráqueos, teléfonos de disco – un único viejo móvil (no digital, por supuesto) con una etiqueta que decía “trabajo”  (tenía signos de no haber sido utilizado en mucho tiempo – más de tres años, según la misma fuente) -; papeles manuscritos de todo tipo que se remontan a años: notas, mensajes, listas de la compra, tarjetas, cartas que se dejaban entre los miembros de la familia, y correspondencia manuscrita con sellos de todo el mundo (la policía, vía interpol, alertó a su pares correspondientes). Además, se ha sabido que ninguno de los adultos tenía cuenta de en ninguna red social, lo que, según psicólogos consultados, mostraría una inclinación a la reclusión y al secretismo – como en el caso del unabomber, por ejemplo.

Se conoce como el suceso de la calle Vizconde. Pero debería ser renombrado de manera que dé cuenta cabal de las proporciones del caso, en lugar de reducirlo a un evento restringido – en tiempo y espacio. Porque más allá de lo que se vaya desenterrando de las infancias de estas personas, de lo que se vaya conociendo del trazado biográfico que los haya conducido a esa idiosincrasia singular, es improbable que sean los únicos que muestran este tipo de desviaciones sociales que, pretendidamente exclusivas, terminan por percolar hacia el resto de la ciudadanía y, de esta, en un ciclo de retroalimentación, a los individuos.

Es, pues, hora de imponer una estricta vigilancia en guarderías y colegios, con el fin de detectar de manera temprana casos como este. Además, es imperioso controlar no sólo la cantidad y el tipo de libros en circulación, sino de legislar la propiedad de los mismos, restringiéndola a bibliotecas donde se pueda tener un riguroso registro de qué lee cada cuál, y de cuánto lee. En cuanto a las artes plásticas, también estas deberían estar limitadas a centros de enseñanza y/o exhibición de pinturas y esculturas. Por lo demás, la propiedad de bienes considerados de museo – por ejemplo, tocadiscos, proyectores y máquinas de escribir – tiene que estar férreamente controlada (entre otras cosas, dichos objetos deberían estar imposibilitados para su uso) y condicionada a ciertos requisitos y verificaciones (verbigracia, periódicas entrevistas con sus poseedores, visitas no programadas a sus hogares).

Mientras tanto, este medio seguirá informando de un proceso que podría haber sido perfectamente evitable, prevenible. Porque ni Gobierno ni Poder Legislativo tienen la voluntad de pasar de la pasiva actitud de quien apaga los incendios, a la activa de quien confisca el papel, las pipas y cigarrillos, y los fósforos. Pero vivimos sometidos a la arbitrariedad y extravagancia de las minorías, al desvaría aberrante de los corrompidos como los que infamaron la calle Vizconde.

© Marcelo Wio

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