El portero estético

Gesualdo Baudolino Priorato. Ese era el nombre. Casi como una heráldica confeccionada exclusivamente para el portador. El padre había imaginado una tarjeta de presentación acorde, un porte de espiga y sable, el pelo peinado hacia atrás, el traje cabal prestigiando el talle. Un médico. O un abogado. Dr. G. B. Priorato. Precedido por el murmullo del respeto y seguido por iguales susurros de pusilánime envidia.

Pero a los planes que los hombres despliegan como artefactos contra sus fracasos pretéritos y contra el azar, los ignora el movimiento tectónico de la realidad, que lleva a todos lo mismo, sin preguntar por preferencias.

A Gesualdo lo arrastró, sin querer hacerlo ni dejarlo de hacer, hacia los terrenos de la danza. Pero no del tango o algún folklorismo viril. No, lo suyo era el ballet – había visto algo en una enciclopedia en casa de su tío Lucio y había quedado prendado como quedan los niños, sin saber que quedan vinculados con ello para siempre. Pero aquellos tiempos no eran estos (que tampoco son una maravilla). Y por más que a uno lo conduzca la realidad – ese mejunje de tiempo, atavismo, temperamento, ambigüedad, accidente, herencia y, entre otras cuestiones, estocástica (de la que se trastoca a mitad de camino; de la que no admite cómputo) -, las idiosincrasias, la decencia, la honra, y todo ese otro amasijo con vocación de avalancha, de tapias, tabúes, remilgos y brutalidades, lo conminaban a uno a mentir sustantividad. Por eso se terminó decantando por el fútbol. Porque había entrevisto en la actividad del portero una forma de ejercer de forma velada y aceptada, su pasión: un poco como cuando a uno le pica la espalda, que termina por adaptar lo primero que hay a mano para rascarse. Así hizo Gesualdo con el fútbol.

Por qué no elegir otra danza, podrá inquirirse. Y es buen interrogante. Pues porque temía que se le escapara lo propio del ballet más pronto que tarde. Con el fútbol estimaba que, en tanto el equipo rival no estuviera atacando y pateando a portería constantemente, no correría tal riesgo – y la posibilidad de tal ocurrencia, era más bien baja (e, incluso, en tal caso, columbró que el recio peloteo requeriría, como mínimo, una atención que prevendría la manifestación artística).

En F.C. Displicentes de la Patria no dudaron en ficharlo. Alto, estilizado, voluntarioso, ágil, llegaba con facilidad incluso a las regiones angulosas de la portería donde las arañas tejen sus trampas y muere más de un destino. En aquella prueba primera retuvo cualquier exteriorización de su predilección. No hubo en sus inicios la delicadeza artística que fue alcanzando gracias a la práctica constante de su afición en su habitación, en el patio trasero de su casa los días que sus padres salían a visitar parientes, en el terreno baldío que había junto a lo de la abuela Ecuménica. Donde no hubiese más mirada que aquella ciega de la realidad, a la que le importa sólo el resultado final del todo.

Pero, inevitablemente, aquello que somos, o que creemos (y queremos) ser, termina por reclamar más y más espacio. Prioridad – o notoriedad. Así, Gesualdo fue tirándose cada vez con más arte. Una destreza impresionante. Una estética que estaba más emparentada con los museos que con el triste estadio de tablones de madera de Displicentes. Rara vez atajaba un disparo, eso sí; toda su atención puesta en el proceso, no en el objetivo. Pero la belleza de esas voladas era, en palabras del técnico, Hugoberto Nicomedes, “sublime”; que le dijo en una oportunidad que aquello – señalando el campo de juego deslucido, las gradas inhóspitas; pero yendo evidentemente más allá, para incluir todo el pueblo -, se le quedaba chico. No era fórmula de expulsión. Era sinceridad. Lo tuyo, dicen que le dijo, es para los teatros. Por aquello de las tapias, tabúes, remilgos y brutalidades y los resquemores que esto amasa, Hugoberto calló la palabra ballet: porque podía ofender al joven, y, sobre todo, porque podía hacerlo pensar que él mismo tenía esas inclinaciones. Esto último hubiese sido un acierto: la vocación de Hugoberto era la coreografía – de ballet, preferentemente.

Gesualdo Baudolino Priorato obedeció esas palabras que decidió tomar como proféticas y se fue sin anunciarlo. Por no avisar, ni él supo que se estaba yendo hasta que el tren que lo llevaba lo había alejado cerca de cien kilómetros del pueblo. Anduvo un par de años intentándolo en la ciudad, pero con escasísima fortuna: un papel en el que apenas si corría de un lado a otro del escenario representando una turbamulta o algo por el estilo. Fue el coreógrafo de esa puesta en escena el que le dijo que aquello no era lo suyo cuando Gesualdo fue a pedirle un papel más comprometido. Aquello no lo tomó por sorpresa. Desde el primer momento había sospechado o sentido que aquel no era su sitio, y que esa forma de danzar tampoco era la suya – tan moderna que parecía un entrevero entre una manifestación callejera y uno de esos desfiles chines o norcoreanos.

No conocía otro camino que el que lo llevaba de vuelta al lugar del que había salido. Así pues, lo emprendió. Iba con la idea de recuperar su antiguo puesto, pero sabiendo que aquello no sería posible; bien porque habría otro o porque Hugoberto se negaría por obvias razones: la naturaleza de su vocación imposibilitaba su función de portero. La única opción que vislumbró fue la que había diseñado para sí Hugoberto: entrenador de porteros.

Gesualdo estuvo una temporada y media entrenando a los porteros de Displicentes. Pero el apaño, no sólo insuficiente, se convertía en una deuda impagable consigo mismo. Hugoberto leyó los signos que conocía tan bien – esa tristeza como una sábana gastada. – y buscó remiendo. Tenía algún que otro contacto en la capital provincial. Allí se fueron a dirigir un equipo de esos que habitan esa región muda de la mitad de la tabla. Quizás porque los dos creyeron o quisieron creer que aquella era su única oportunidad, crearon casi sin quererlo un estilo de fútbol que, en tres años, los condujo al frente de un equipo inglés. Fue inspirado – generoso, tramposo, vocablo – en ese equipo, en es método (que no era otra cosa que una coreografía acabada) que Rinus Michels creó – verbo insolente – el concepto de “fútbol total”. El equipo inglés, que no era lo que es ahora, y la propia liga – igualmente precaria en términos de influencia -, protestaron esa apropiación, pero nadie se dio, o se quiso dar, por enterado o aludido.

Hugoberto y Gesualdo siguieron cosechando triunfos, primero en Europa y finalmente en Centro América, a donde llegaron con el propósito de aplicarse más en sus vocaciones amordazadas. Sus pasos se pierden en un pequeño teatro de Nicaragua, donde figuraban como directores y coreógrafos de una puesta en escena del Lago de los cisnes con jugadores de fútbol como bailarines.

© Marcelo Wio

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