Acaso porque la realidad se le presentaba como un inconveniente que no merecía el esfuerzo de abnegaciones y banderitas blancas. Acaso porque hay horas en las que lo mejor que puede sucederle a uno es ser uno des-mismo: una leve variación posibilitada por el contubernio de párpados y volición. Acaso porque a veces se nos canta la real gana, con esa valentía melancólica inherente a la geografía restringida de un cuartito lleno de trofeos de guerra: una postal Matisse, un disco Robert Johnson; un toca discos que no funciona pero queda muy bien en el rincón, sobre el suelo, al lado de la puerta ventana; una estantería que contiene firmes a Cortánzar, Juarroz, Filloy, Soriano, Torrente Ballester, Lispector, Onetti (al lado de Faulkner; al lado de Mc Cullers), Borges, Perec, Jabés, Kawabata, Oe, Xingjiang, Eliot; unas revistas Billiken y Anteojito; Corto Maltés, El Eternauta, Inodoro Pereyra; un busto de yeso de Gauss; una foto del Muro de los Lamentos; una vela en una botella de vino chorreada de cera, un banderín de Atlanta descolorido, una esmirriada réplica Giacometti.
Acaso por esa debilidad a ejercer una intimidad cruel, que uno sabe que luego habrá de pagar, en cualquier descuido, en cualquier trayecto entre una acción y otra; porque crece más que los límites presupuestos, que los contornos de la idea, de la fabulación que se ejercita, y nos aguarda para reclamar unas regalías desproporcionadas.
Acaso porque no creemos en otra estrategia que la realidad autorreferencial: somos inicio y final de todo: yo, que imagino, soy lo que imagino: yo soy antes que la realidad y soy la realidad que imagino, etcétera, etcétera. Se comprende, ¿no? Bueno, tampoco es algo que deba “comprenderse”, con tener una idea de por dónde van los tiros (como para agacharse consuetudinaria y prudentemente) basta y sobra.
Y, para ser sincero, nunca he creído en el coraje, al que considero una muestra de una notoria austeridad de inteligencia; un sustituto, incluso, de la astucia (a su vez, sustituto de la propia inteligencia). Decía, no creo en el coraje de enfrentar la vida. Además, ¿qué es eso de enfrentar la vida? ¿A quién se le ocurrió la temeridad de tal concepto? Ni dios, una vez creada, puede enfrentarse a su creación, ¿y uno pretende embarcarse en semejante baile? Ni a uno mismo puede enfrentarse uno. Así que, a mi entender, bien están los atajos, los rodeos, bifurcaciones, circunvalaciones. Soy partidario de eludir, rehuir y sortear los obstáculos que nos encontramos.
Por todo esto – acaso por algo más que se me escapa -, o por nada de esto, me encontraba tumbado en el sillón de ese cuartito, que es como una materialización de memorias y afectos, fumando y siguiendo con la mirada las volutas de humo azulado que tendían a formar un cúmulo nimbo a nivel de la estratósfera de la habitación. Hacia el lado del fondo había escuchado hacía un rato unos truenos, aunque no había visto refucilo alguno. Pero algo se gestaba por el lado del ropero. Siempre hay algo gestándose en esas coordenadas – donde, además, suelen desparecer calcetines, guantes (siempre uno del par, jamás los dos), bolitas de naftalina y bolsitas de lavanda.
Esa es mi posición predilecta para abocarme a mi estrategia… vital, digamos. Poco a poco el ambiente va imponiendo sus elementos: la voz del que toque en el fonógrafo (que sí funciona), la sugerencia de una postal de una calle de Tokio que seguramente ahora estará irreconocible, un puente de Budapest, un tejado de Praga; grafitis sobre la fachada de un edificio marrón grisáceo de Berlín; el lomo de un libro de Nerval, unos linyeras Filloy, una mujer Cheever (morena de Vinyard, aquejada de Shady Hill). Y vos. Una foto en la que sonreís pero no para la foto; seguramente a algún recuerdo, a alguna travesura que andás construyendo para no llevar a cabo. A veces creo que sos más hacia adentro que hacia afuera: como si dieras a otra dimensión. Como un concepto resbaloso: cuando más ahonda uno, más difícil se hace el retorno y más fácil caer al fondo del asunto.
En fin, mera fracción de tiempo sobre celulosa.
Estaba pues, invocando el estado propicio para salirme un rato del territorio de lo intencional (tan salpicadito de moralidades y pragmatismos de costo-beneficio). El vecino de arriba aporreaba una ofensa a Beethoven en el piano que no dejaba de interferir con el disco de Caymmi y Vinicius que había puesto y con una realidad que andaba queriendo infiltrarse entre el ahora y el yo-tendido: un verano en blanco y negro a orillas del Spree, una caminata de sobretodo y determinación, una hilera de edificios de gruesas piedras lisas y grisáceas. Las 21.37 en el reloj – probablemente algunos minutos más según la hora media de Greenwich. Unos once minutos para llegar al Theater am Schiffbauerdamm siempre y cuando Cassiel no se presentara a formular sus querellas a la condición humana que lo aqueja – por algún motivo, me elige a mí para esta queja, cuando sé de buena fuente que ensalza su novedosa humanidad a todo aquel que quiera oírlo (invitándolo, previamente, a unos schnapps).
Hablé ayer con Lotte, que había sustituido los nervios del estreno (o los había trasferido) por un enfado con la gente del teatro y de la empresa que imprimió los programas: ¿cómo era posible que su nombre, el de la intérprete de Jenny, ni más ni menos, no figurara en el cartel? Kurt miraba para otro lado y, en cuanto podía, salía a comprar cigarrillos (lo debe haber hecho unas siete u ocho veces; contando con la distracción de Lotte). Bertold asomó la cabeza un ratito, olisqueó el ambiente y se fue como alma que lleva el diablo. Yo permanecí porque para eso había ido. Acaso no específicamente para eso, sino para estar, ser parte de lo que no me correspondía ni temporal ni geográficamente.
Me fui del departamento de los Weill a eso de las ocho de la tarde, ya cansado de oír la perorata de Lotte. Kurt estaba sentado en la escalera que da al rellano fumando un cigarrillo. Mañana se le pasa, me dijo. Está nerviosa, justificó.
Ahora camino hacia el teatro, con la tranquilidad de que Lotte estará en el escenario, entonando unas letras que no tienen nada que ver con imprentas, programas y maledicencias.
Pero el vecino de arriba, impiadoso, no me permite la leve tregua del acostumbramiento y emprende ahora el sacrilegio contra Chopin. Parece especialmente ensañado, como si hubiera una improcedencia en la partitura que quiere recomponer en una sucesión de estridencias innobles.
Ya no puedo siquiera ingresar al teatro; y las calles de Berlín se descomponen en charcos de color, aromas y sonidos que no pertenecen a ninguna estructura: un caleidoscopio truculento que ni siquiera tiene el beneficio de sugerir topologías fabulosas.
En un piano se libra una partida de ajedrez entre dos emperadores ilegítimos que han acordado la beligerancia como método para permanecer en el poder: las guerras aglutinan contra el enemigo, previeron. Se aporrean los súbditos blancos y negros, sin concierto. De tanto en tanto, por esas estocásticas que engendra el cosmos, los embates insinúan algo que bien podría confundirse por una melodía. Pero los generales, leales a los sátrapas emperadores, reconfigura los flancos y los frentes de ataque: si los contendientes se percatasen de que sus acciones conjuntas (aunque estás consistan en partirse la crisma) crean una unidad, a saber lo que podrían llegar a hacer (a soñar) obrando en una misma dirección… Por eso el vecino desgracia toda pieza que se cruza por sus manos; las recompone en un despelote de corcheas, fusas y silencios estrepitosos. El vecino de arriba es un agente de los emperadores. A veces, en el fragor de la difamación musical, lo puedo escuchar proclamar: “‘El mal se hace todo junto y el bien se administra de a poco’ y, de ser posible, se mezquina”; o “un príncipe no debe tener otro objetivo ni otra preocupación, ni debe considerar como suya otra misión que la de la guerra…”.
Sé que la vecina de enfrente está dispuesta a una guerra de guerrillas contra el anti-pianista. Estoy completamente a favor; siempre y cuando no implique abandonar la comodidad de mi cotidianeidad y en tanto conlleve alguna manera de confraternización entre compañeros de armas.
El viejo del final del pasillo también es de la opinión de que la vía diplomática ya ha sido agotada y que es hora de emprender el camino belicista. Aunque tiene su postura particular: “La mejor victoria es vencer sin combatir”, dijo en el último encuentro de rellano.
-¿Qué quiere decir, don Lucrecio?- preguntó Elenita, la veinteañera del 4º D.
-Que ustedes combaten, derrotan al anti-pianista, y yo canto victoria.
La señora del 3º C, vecina del susodicho anti-pianista, es partidaria de dejar las cosas como están; a fin de cuentas, “qué daño hace el muchacho”. A todo esto, Epifania, que es el nombre con el que sus padres la sentenciaron de por vida, es sorda.
Por unánime disensión, se ha acordado, hasta la fecha, no acordar nada, y ahí sigue el anti-pianista, Arnolfo D’Isarmonicco, mancillando partituras y agrediendo tímpanos.
(Lo que sabríamos más adelante – y que se adelanta porque el tema no se volverá a mencionar -es que Asunta, la portera, terminará por cortarle las cuerdas y las patas al piano. Aunque no por los desaguisados musicales, sino porque el anti-pianista no la saludaba “como Dios manda” al entrar y salir del edificio. Tomá mate.)
Como decía antes, Arnolfo trastornó mi periplo interior, mi divagar tan Feigenbaum, mi éxodo de ilusiones. Así que me incorporé: es decir, “in”, del latín “hacia adentro”; “corpus”, de “cuerpo”; ergo, me adentré en mi cuerpo, me corporicé, me imbuí de materialidad para ingresar en el plano pragmático de la existencia, que, entre otras cosas, viene muy bien para denotar nuestra presencia (presencia física, que suele decirse; presencia exterior – aunque la otra, implícita en esta distinción, la “interior”, es una no-presencia, una inconcurrencia despelotada).
¿A dónde iba…? Ah, sí, hice concurrir mente y materialidad en una presencia corpórea, física. Me puse de pie, qué tanto; y me decidí a salir a dar una vuelta. Cuando surcaba el territorio del primer piso, el ex Mariscal Cienfuegos – aunque ya sólo es una llamita muy menguada – me recordó por millonésima vez que tengo que firmar el petitorio para solicitarle al ayuntamiento la prohibición de la construcción de un centro comercial frente a nuestro edificio: “Esta es una zona exclusivamente residencial; una zona para los residentes de esta zona, exclusivamente”. El centro comercial fue inaugurado hace tres años; y he visto al Mariscal entrar allí en no menos de cincuenta oportunidades. Está claro que necesita una batalla para rellenar horas, para contemporizar con sus tedios y resarcirse consigo mismo – un militar que no luchó ni dirigió soldados en la batalla; una suerte de estatua viviente en homenaje al valor y a todas esas virtudes de las que se adueñan quienes se disponen a desdeñarlas, a profanarlas.
-Mañana, Mariscal; ahora estoy apurado – interpreté mi parte de la pantomima.
¿Qué pasaría si un día le firmo la petición? ¿Qué hace el viejo? A esta altura, ¿qué batallita inofensiva se inventa? ¿Una indigna cruzada contra los dueños de perros que lo limpian las cagadas de estos últimos?
No. El Mariscal puede contar con mi diligente negligencia. Sé que sabe que soy un cómplice comprometido, por eso vino a pedirme mi firma una vez que todos hubieron firmado – con el único propósito de sacárselo de encima. Estoy agradecido por su confianza. Hubiese sido un gran líder en el campo de batalla, el Mariscal. O no. No sé qué tiene que ver una cosa con otra.
Cuando salí del edificio doblé a la derecha. Por una costumbre que limita con la obsesión, suelo doblar a la izquierda, pero le debo dinero al del estanco de tabaco y aún no he cobrado la última traducción que hice (del inglés al castellano, un artículo titulado “Cómo hacer uso del papel higiénico: economía y efectividad en el aseo personal”).
El jardincito mínimo que ocupa el frente del edificio estaba especialmente verde. Este remedo de naturaleza ordenada fue idea de los Pizzi, del 5º A, un matrimonio circunscrito al ámbito de la apariencia. “Un jardincito dice mucho de un edificio, de quienes viven en él”, dijo el marido – una humanidad corpulenta sin mayores particularidades – en una reunión de la comunidad. “Sí, claro – me dijo por lo bajo Elenita -, dice que un jardinero pagado lo mantiene; es decir, que ni de esa mínima actividad física-telúrica son capaces los habitantes del edificio”.
La gente que cree estar “guardando las apariencias” generalmente ignora lo que realmente aparentan ante alguien que, en sus procesos mentales, utiliza habitualmente más de dos o tres conexiones neuronales que ellos. Las apariencias suelen ser el refugio de los idiotas para que las contemplen y las tomen por características genuinas, sinceras otros idiotas – de igual o mayor calibre o calado (según tiendan horizontalmente – “estúpidos apaisados” -, o hacia la verticalidad inferior – los famosos “estúpidos de profundis”).
A todo esto, ya había llegado a la esquina. Decidí girar a la izquierda nuevamente. Un grupo de señoras mayores, muy bien vestidas y con un gesto perpetuo de desagrado, de disconformidad con lo que las rodea, pasaron a mi lado criticando a alguna otra, miembro del grupo de mujeres que ofrendan su vida a la melancolía y al descontento.
Pero nada está libre de influjos, de influencias – aunque muchas veces sea más cómodo pensar que se trata de una mera combinación de circunstancias independientes que sólo parecen estar relacionadas cuando en realidad están desvinculadas. Así, ese trayecto repetido de invectivas, resentimientos y malicias, ha ido labrando los flujos de aire e intención de tal manera que incidieron en la creación de Filisberto Caspi – no, claro está, en la sucesión de carnalidades o desesperaciones paternas coincidentes que formularon el umbral de ocurrencia vital; sino en la gestación de un carácter, una idiosincrasia. El viejo Caspi se sale a sentarse en banquito a la vereda con su bandoneón y deshace – o al menos contrarresta – la inquina que el grupo de señoras desparrama por el barrio.
(“Por la falta de un clavo fue que la herradura se perdió.
Por la falta de una herradura fue que el caballo se perdió.
Por la falta de un caballo fue que el caballero se perdió.
Por la falta de un caballero fue que la batalla se perdió.
Y así como la batalla, fue que un reino se perdió.
Y todo porque fue un clavo el que faltó”.
Jacula Prudentum, recopilación de George Herbert)
Cuando paso a su lado, Caspi hace vocalizar a su bandoneón la voz de Paolo Conte; creo que la canción es Via con Me. Esa sinfonía de vituperaciones femeninas ha transformado a Caspi en un virtuoso que con un bandoneón hace comparecer una multiplicidad simultánea de voces e instrumentos.
Nunca le he oído repetir un solo tema a Caspi. Siempre derrama algo nuevo, con delicadeza, como si estuviese ordenando los sedimentos de una formación de sensibilidades, futuro material de geografías anímicas.
Y las señoras pasan por allí, como compadritos de plaza, con la intención de deshacer los juegos de arena y pentagrama de Caspi, para imponer una geología de fallas traicioneras que a la primera de cambio, te encajan una generación de desquiciados.
Una sólo tema al día toca Caspi. Una capa al día. ¿Qué sería del barrio sin Caspi?
¿Habrá otros Caspi por ahí? Quiero creer que sí. De otro modo, estaríamos acabados; porque hay demasiadas señoras insufribles.
No me lo creerán, pero juro que el jacarandá debajo del cual se ubica Caspi, está florecido todo el año. ¿Qué sería de nosotros sin Caspi…? Aterra pensar en ese condicional.
Saludo con un gesto cariñoso a Caspi, que me devuelve una sutiliza de ceja y ceño de lo más amable y campechana. Nos estimamos en silencio. Nunca medió una palabra entre nosotros: su música, mi mirada admirada, mi saludo casi reverencial, su respuesta compinche dicen más que cualquier combinación posible encerrada en un diccionario, contenida en un idioma.
Justo enfrente, dependiendo sensiblemente de las condiciones iniciales, Anselmina–hija, nieta, bisnieta, etcétera, de Anselmos – cree estar sometiéndose a un mero paliativo contra la sistematización de la mediocridad y lo espantosa y tediosamente análogo: esa mismidad colectiva que queda tan bien como un traje barato pero bien confeccionado. Pero Anselmina está expuesta a los extraños atractores que surgen del bandoneón. Anselmina no sabe aún que un efecto inesperado le crece por dentro. Anselmina trabaja en unos laboratorios farmacéuticos. Como administrativa, no se vaya a creer. Una curiosidad y un descuido harán que mezcle dos elementos que estaban destinados a permanecer desjuntados. En su afán por limpiar el enchastre, tocó los líquidos que andaban entreverándose. Anselmina no sabía que además de este efecto, adentro le andaba creciendo un despelote de células malevas. Anselmina nunca supo que la mezcla de elementos fulminó ese contubernio de células díscolas y la inmunizó frente a futuras sublevaciones – una inmunidad que transmitiría a su único hijo, y éste a sus cinco retoños, y así sucesivamente hasta el punto que la ciencia no entendía un comino cuando miraba las estadísticas que, de generación en generación, le hacían pito catalán a las células golpistas. Un clavito… Una nota del bandoneón de Caspi; que fue lo que silbará esa tarde, lo que la distraerá, lo que provocará, etcétera.
Continúo caminando. Hace días que no visito el local de antigüedades de Kotlar. Bernardo Kotlar me permite sentarme en un sillón orejero Chippendale a hojear una primera edición del Sidereus Nuncius de Galileo Galilei. Un placer que estaría, de otra manera, alejada de mis posibilidades.
Kotlar está tomando un té negro, que prepara en un samovar, y se sirve en un vaso con un esmerilado delicado.
-No sé si es usted el que viene a sentarse a admirar el libro, o es el libro el que lo abre a usted para indagar sus cosmologías.
-Acaso convivían las dos instancias, como mutuamente necesarias.
-Quizás… ¿Un té?
-Por favor.
Me tendió un vaso y un terrón de azúcar moreno. Ya conocía el procedimiento. El terrón entre los dientes, para deshacerse con el flujo de la infusión caliente.
-¿Cuándo aprenderá latín?
-No creo eso que suceda… Y sé que un libro –sea cual sea -, si no se comprende su contenido, sirve más bien de poco. A fin de cuentas, su valor no reside en su antigüedad, en esa falsa dignidad de años y amarronado desparejo… Siempre es el significado el relevante…
-No iba a decir eso. Quizás, a fuerza de observarlo, de someterse a la paciencia del desconocimiento sin predisposiciones, sin exigencias… los signos se coliguen para engendrar una significación particular, específica para su circunstancia. Mire con los ojos de las palabras, de las suyas, no de las del libro – busque, sí, la coartada de las páginas, la complicidad del texto, la manipulación de los significantes -, para lanzarlas contra sus certidumbres y birlarles un par de sinceridades, de métodos para formular nuevos interrogantes, nuevas inefabilidades, gritos de socorro a los que sólo uno mismo puede acudir en auxilio. Una circularidad con vocación de bucle hacia ninguna parte – la espiral que codifica la incertidumbre misma, la brecha entre el símbolo y la mirada, entre la identidad y la duda, entre el ser y el no-ser. Pero muy recomendable.
-Es usted una incógnita interesante. De esas que son más valiosas en tanto y en cuanto permanecen como tales…
-Se lo agradezco… Sobre todo, porque implica la ausencia de interrogatorios innecesarios para conocer lo que seguramente lo desilusionaría. ¿Le traigo el libro?
-No. Hoy no.
-Bebamos té pues.
Con Kotlar, en silencio, sorbiendo el té, rodeados de silencios de historias lejanas…
a veces, entre el ramaje
de silencios,
uno
más que los
otros
diciendo
adioses de otros
desencuentros
Cuando salí de la tienda de Kotlar, caía una fina lluvia que no alcanzaba a imprimir su humedad en el ambiente: una redundancia de tantas, una impotencia de muchas; nada ni nadie alcanza sus aspiraciones, sus propósitos.
Tenía el ánimo – esa fisura robusta que mezquina sus bordes a la certidumbre, a la seguridad –enchastrado de sensaciones que no reconocía, en su totalidad, como propias. Vagar por el barrio es lo que tiene: se te van adhiriendo circunstancias, sensibilidades, conmociones, pelusas ajenas que, por más que se intenten encubrir con farsas histriónicas con pretensiones de dignidad, percolan a través de los errores indefectibles de la mascarada cotidiana.
Giré a la derecha para alcanzar la esquina. Allí, doblé a la izquierda, hacia el parque. A escasos metros de la verja oriental, entreví entre los árboles a la estatua itinerante.
Una jovencita alada, con las manos reunidas en una timidez suplicante o en un hastío comedido – o ambos – sobre el vientre (con la excusa-recursomanifiesta y burda de sujetar una flor inverosímil), el rostro levemente ladeado a la derecha y hacia abajo, que sigue un mirada de piadosa resignación o desinterés.
Imagino a la modelo posando horas interminables por una recompensa ínfima, soportando el frío del atelier y la insoportable mismidad del tiempo esculpiéndose con pretensiones de fascinación.
Es una estatua como tantas otras, sin ninguna originalidad o particularidad artística; una representación más de un mito o un símbolo o metáfora o de la ausencia de talento del escultor.
Es una estatua como tantas otras en ese aspecto… en su materialidad manifiesta, por ponerlo de alguna manera. Porque, por lo demás, es completamente distinta. Decir que posee el atributo de la vitalidad es de una temeridad innecesaria, amén de que es una tesis no verificable.
El concepto de estatua implica dos supuestos:
-la permanencia en una misma posición o estado
-la inmovilidad continuada en un mismo espacio, lugar
Esta estatua cambia de posición a diario. Hoy está aquí en el parque, entre esa asamblea de árboles, y mañana al costado de la entrada de un edificio, en una esquina o, incluso, infiltrada en una vidriera o en una azotea. Y su mirada, cambia su foco a izquierda o derecha de manera aperiódica; de la misma manera en que su peinado: ora hacia un costado, otrora hacia el otro, o trenzado, o recogido, o lacio, o rizado.
No creo que muchos disfruten de esta mutabilidad irreverente, por el simple hecho de que no creo que nadie lo note – nadie, no, al menos Kotlar ha observado el fenómeno, y hemos charlado mucho sobre ello -, porque la mayoría (esa cifra abstracta) no quiere percibir lo que se estima como anómalo, como inexplicable a través de las razones mínimas que poseemos, de los signos con las que las hemos reglado: si se escapa de la convención, es más sencillo obviar el suceso que, a priori, se estima sin consecuencias destacables, evidentes; de esta forma, la norma puede seguir considerándose válida, legítima. A fin de cuentas, formular una nueva ley física por una estatua díscola, es un esfuerzo desmesurado – y probablemente sea tenido por innoble: el arte modificando el conocimiento científico… háyase visto…
Pero esta estatua tiene carácter, qué tanto. Y qué carácter: torcer la testarudez de pedestales y fijaciones restrictivas no es tarea para temperamentos indolentes, apáticos, entregados.
Acaso tanta itinerancia determinada responde, o, más bien, es consecuencia del propósito de escapar de esas alas infames. Una lucha contra ese mal gusto adherido a su existenciacomo un castigo, un oprobio con pretensiones de perpetuidad.
Kotlar conjetura que bien podría tratarse de una muchacha que con su belleza ofendió a alguna deidad femenina y que fue condenada a esa circunstancia pétrea, agachando la mirada, y adornada con ese invento kitsch de ordinarios fundadores de mitos.
El anticuario espera desde hace años que la carambola de azares conduzca a la estatua a su local. Pero sospecha – y estoy de acuerdo – que jamás sucederá tal cosa: cómo podría abandonar la estatua la armoniosa y estética comodidad y compañía del lugar; cómo podría prescindir de la admiración y la comprensión del viejo. Y la muchacha-estatua, está claro, tiene un propósito imperativo que no admite distracciones y, mucho menos, cambios de paradigmas.
El parque fue diseñado a imagen y semejanza – a menor escala – del Regents Park de Londres. Por algún motivo, los fundadores de esta ciudad decidieron que una identidad propia era una muestra de soberbia, amén de un esfuerzo superfluo: si todo estaba inventado – incluso las idiosincrasias -, ¿para qué canalizar energías en ese sentido? Así, los padres de la patria se dedicaron a masacrar aborígenes y alambrar repartos.
Si en la esquina giro a la izquierda y en la próxima también, me encontraré a dos cuadras de mi casa; lo que constituirá una tentación para concluir mi paseo. Si doblo a la izquierda y luego sigo recto, postergaré mi regreso; del mismo modo que si giro a la derecha. No me decido. No tengo elementos para argumentar una prolongación ni una conclusión de mi deambular. De aquí a la esquina deben mediar unos cuarenta metros, es factible que una influencia externa influya sobre mi comportamiento y resuelva la indecisión.
¿Y si mis ubicaciones no representaran ningún estado? Es decir, ¿y si mis sucesivas posiciones en la realidad no caracterizaran mi circunstancia? ¿Y si yo actuara como si obedeciera a impulsos ajenos? Derecha o izquierda no son elecciones mías…
Es decir…
… que ni PoincaréHadamardLorenzSmaleKolmogorovCartwrightUedaBirkhoff etcétera…
Y mientras tanto, con un bostezo, Dios – que no juega a los dados pero es dado a la ruleta – creó la ociosidad
Y yo honro sus creaciones. Diecinueve metros para llegar a la esquina. Bueno, aquí giraré a la derecha, así que me quedan otros ciento y pico de metros de irresolución. Una distancia razonable para ennoblecer y elogiar la ociosidad y la aleatoriedad de pasos y voliciones.
Creo que giraré a la derecha. Me gustar pasar de tanto en tanto frente al negocio de Campodónico a hurgar en los misterios de los cientos de espejos que deshacen la realidad multiplicándola hasta que pierde todo sentido. Discernir la contra-imagen o la des-imagen en que uno se convierte; mirar para adentro la exterioridad que ofrecen los reflejos y desmirar el entrevero de luces y sombras mientras me dejo engañar por la confabulación de párpados y horrores. ¿Qué impulsos nos orientarán hacia nuestros temores? ¿Nuestros propios temores?
Seguiré derecho. No es día de reflejos.
Seguiré derecho, luego giraré a la izquierda, nuevamente a la izquierda y por fin a la derecha y de regreso. Así lo decidí.
Cattarino, el linyera, estaba hablando solo. Sentado contra la verja del parque narra historias – genuinas o apócrifas, o ambas a la vez – que pocos se detienen a escuchar.
Recita, de corrido, sin variaciones en su entonación, como si él fuese sólo un vehículo para las narraciones:
En la palma de la mano de una mujer de Madeira está inscrita la historia del mundo: sus líneas abarcan las infinitas posibilidades de la mismidad. Cuando transforma su mano en un puño, se ordenan los devenires y copulan los destinos. Se acerca un tal evento. Les diría que se resguarden, pero esa es no es una alternativa.
Sí, que la mujer cierre la mano; con fuerza, con prevaricación, con alevosía, que retuerza el pellejo;duélase, masacre unas cuantas células. Ciérrela, de una vez. Baraje de nuevo. Reconfigúreme.
Qué fácil sería.
Por eso mismo, no. ¿O no, Occam?
Las 12.43. Una buena hora para esperar un tren, una sentencia o un diagnóstico. Tan buena hora como cualquier otra. A fin de cuentas, siempre estamos esperando algo – estamos haciendo algo para (un “para” que reside en el futuro) – que está inmediatamente por delante (seguiré derecho, luego giraré a la izquierda, nuevamente a la izquierda y por fin a la derecha y de regreso, etcétera). Acaso seamos el esbozo de un instante diferido, de una intención que nunca termina de desenroscarse del todo; una intemperie mirando hacia adelante como quien busca un sobreseimiento (o un privilegio); o mirando hacia atrás, como quien busca una justificación (o que constata una vergüenza que siempre está demasiado cerca para considerarla pretérita).
Seguía de pie frente a Cattarino.
-Deberías mirar con el abismo de los dedos entre los pliegues de tus pensamientos.
-¿Qué quiere decir, Cattarino?
-Húrguele a los grumos, métale mano a la masa que es usted; a su sustancia. No me va a decir que es de los que les permiten a otros cocinarle la circunstancia…
-No le voy a decir que es así, no. Pero tampoco voy a decirle que es lo contrario.
-Bueno, ya ha dado usted un paso de gigantes…
-Un paso de gigantes y a hombros de gigantes…
-No exagere, muchacho. Esos gigantes no llevan a cuestas a cualquiera.
El borrachín del barrio, Alberto Coriolis pasó dejando tras de sí una manchita-Júpiter: una nube de ternuras renunciadas y otros gases innobles en suspensión sin territorio que termine por desactivar esa suerte de huracán imperecedero.
¿Y si Cattarino y Coriolis y Kotlar y la estatua itinerante y los otros y yo somos homotópicos?
¿Qué opina usted, señorita Noether?
En medio del silencio,
un punto o una estabilidad
focal,
y en su centro,
una lágrima o
un espacio
topológico o
una incertidumbre
que contiene una nube
de proposiciones
y probabilidades
que giran caóticamente
en un devenir absoluto que
tiende al mero ser, infatigablemente,
sin alcanzarlo
jamás.
Y a veces, el párpado se abre
efímeramente
y sucede, durante un instante,
la audaz vulnerabilidad de
la certeza..
Dejé atrás a Cattarino que comenzó a relatar las formulaciones teóricas de Richard Walkins, un fumigadores de Arkansas que meditó, entre vuelo y vuelo soltando pesticidas, que acaso no seamos más que aproximaciones a la vida: una mera simulación teórica. Como fuere, un tornado se llevó a Walkins a un desparramo de elementos mínimos, indiferenciados. Otra simulación truncada.
Y un parpadeo de Dios, creó la duda.
Otra vez la lluvia inerte. Las hojas resecas sobre la vereda, deshechas en trozos minúsculos como pecas, imitan el lecho reseco de un río. Transito por el margen oriental del parque. Aroma a pasto, tierra, la cera de las hojas de los plátanos. Transito el instante soñando o engañándome con el fetichismo del movimiento, de la acción que se genera en la voluntad y se desplaza sobre las cosas, en el tiempo. Mas, no somos otra cosa que mojones, meras estacas ubicadas negligentemente por un Dios menor – acaso un simple funcionario cosmológico – para señalar alguna cronología o algún territorio – agrimensuras inexplicables para quienes somos muescas en el trazado de una idea que ya fue, evidentemente, desechada hace tiempo, pero en la que insisten algunos tedios arrogantes.
A lo tonto, y sin darme cuenta, me encuentro frente al portal de mi edifico. Pero no recuerdo si estoy volviendo o recién salgo.
Tal vez siempre vamos
condenados a no saber
distinguir el todo
de la pelusa;
a recordar la desmemoria
del desnacerse en cada alborada/siesta
Vamos por inercia
a desampararnos
contra los otros: y medio
deshechos
retornamos a la respiración
de las manos
que nos vuelven a hacer
en el telar de la noche
Tal vez despierte a tiempo de ver el estreno de la Dreigroschenoper y después escapar de una ciudad que se traicionará a sí misma.
© Marcelo Wio
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