Determinación

Two Women Talking in Doorway, Rudy Burckhard.

No, ella es de Villalba, como el Fructuoso, el de la ferretería. No, Cesárea, usted debería saberlo, mi marido es de Oriente. Claro; vino aquí hace una pila de años, con su hermano el más chico; al poco de abrir la fábrica Don Amancio. ¿No se acuerda? El año que se fueron los González, los que vivían junto a la Iglesia; que se dijo que se fueron porque a la menor de sus hijas la habían embarazado. No, hace añares que no vamos para allá. Sus padres, que Dios los tenga en la gloria, fallecieron hace quince años, y salvo su hermano Aparicio, el resto se fue yendo de allí. Y mi marido y el Aparicio no se entienden mucho que digamos.

¿De quién habla, Cesárea? No, ese no es el marido de la Sebastiana. El marido de la Sebastiana es el Higinio, el que trabajaba en la usina. Usted del que está hablando es del Esteban, que es muy amigo de mi Dionisio desde la época en que empezaron a trabajar en la fábrica de Don Amancio, al poquito de inaugurarla. El Esteban, para que se ubique, está casado con una hija de la Encarnación; con la del medio, la Adela. La trato pura y exclusivamente por mi marido; si no fuera por esa amistad, no lo haría: muy creída anda la Adela con eso de que el mayor, el Emiliano, estudia medicina en la capital.

Pero qué dice… Quién le mentó eso. ¿Que el chico ni estudia ni nada? ¿No serán de esos chismes que nacen de la envidia, Cesárea? Mire que yo, alguna que otra vez, he fantaseado con alguna faena de esta guisa para bajarle los humos a ella… ¿No será alguna que de tanto imaginar una malicia, se ha creído el invento? Que somos pocas y nos conocemos mucho, Cesárea. Y el Emiliano es buen muchacho. Pocas luces, sí; pero buen chico.

¿La noviecita anda con el cuento? ¿La Nicanora? Pero si esa no es novia ni nada. Y se habrá quedado con la bilis atragantada en el esófago de tanta negativa. Esa, Cesárea, es de la misma escuela que la madre, la Gaspara: andaba buscando la oportunidad de enchufarle una trampa al Emiliano; igualita la que la madre creyó plantarle a su padre, ¿recuerda?, aquel viajante de comercio que al poco de nacer la Nicanora – ay, lo feuchita que era la pobre – siguió viaje, como quien dice. Ya, ya, no ha mejorado mucho, pero tiene lo que hay que tener bien puesto; y de la madre ha aprendido a aprovecharlo como si fuera mercancía de primera. No se ría, Cesárea, que es cierto. Convengamos tiene un cuerpito lindo, bien formado; eso no se le puede negar. Ya, tiene razón, Cesárea, no tanto como para disimular el rostro que porta – que, es cierto, tira muy para abajo el conjunto.

Pero, a lo que íbamos, Cesárea, es más probable que sea inquina a que sea verdad. Por otra parte, ¿de dónde sacó el dato, la Nicanora? Esta es como todo el mundo – yo la primera-: que trata de sacar una victoria de una derrota; y la calumnia es el recurso más fácil. Mire, como quien no quiere la cosa – y, la verdad sea dicha, con cierto gozo insano, porque ahí radica el motor de todo cotilleo – y con aire de preocupación, le comentaré a la Adela el asunto para ver si se le asoma una sinceridad; y para ver de qué lado cae ésta. Igualmente, no me hago ilusiones: es más parca que un muerto. Pero, volviendo a lo anterior; el Esteban. El que se parece un poco al hermano de mi marido, el Valerio, el esposo de la Roberta, la hija de la Escapulario. ¿Sabe la que le digo? La que hace más de treinta o cuarenta o más años que no sale de la casa. Esa. Pues no lo sé, Cesárea, porque el Valerio es un soso, muy tiquismiquis con eso de respetar la privacidad, como si haber anunciado que se enclaustraba en su propia casa hubiese sido una manera de llevar las cosas con discreción. Porque me acuerdo que mi madre, que en paz de descanse, entonces me preguntó quién era esa loca – esa loca dijo, sí señora -; le di referencias y ni así la ubicó del todo. Recién cuando le dije que era la que, se decía, había tenido un enjuague con el cura, ahí le cayó la ficha a mi madre, que dios la tenga en su santa gloria, que me dijo que no creyera todo lo que mentaban, pero que con ese nombre era posible que fuera cierto, porque vaya nombre, y que la única manera de vengarse de la madre y el padre que se lo enchufaron era rajándole la tela a los supuestos valores que los habían sostenido. Así mi madre, que hasta entonces no había tenido la menor idea de quién era la Escapulario Rodríguez. Ya ve lo fácil que es, ya no sólo fabricar un rumor, sino elaborarle la justificación, encontrarle el trasfondo. Qué se yo, Cesárea. La mujer se encerró y nunca más salió. O, al menos, nadie la ha visto jamás. Aunque, a los diez años de reclusión, a saber quién iba a recordar el rostro de quien ya de por sí no era muy conocida que digamos. Así que bien podría haber salido más de una vez. Pero, siendo quien era, es decir, una mujer que decidió anunciar casi a bombo y platillo aquella determinación, se me hace que, de romper su reclusión, la notificación sería aún más sonora. Así, fundada en esta leve observación, me inclino a pensar que efectivamente no ha abandonado su casa nunca.

Tiene razón, Cesárea, me enrosco más que una enredadera. ¿En qué estábamos…? El hermano de mi esposo. El Valerio… No, no lo puede haber visto hoy, se habrá confundido con el Esteban, porque el Valerio está en Sausalito. Estrictamente entre nosotras, Cesárea, me parece que allí tiene algún asunto, ya sabe. Sí, sí, de índole sensual. Porque, a cuento de qué va a ir el Valerio a Sausalito. Al principio – de esto hace unos ocho meses -, sólo un par veces al mes. Ahora, todas las semanas. Esta última, dos veces. Que tiene un negocio, pero que no lo quiere contar para que no se le frustre el tema. Mi Diosdado no dice nada. Ni mu. Pero lo conozco, y sé que piensa lo que yo. La Roberta elije hacerse la tonta. Viera usted las emociones de pandereta que le monta cuando se marcha, como si festejara por anticipado la consecución del comercio que el Valerio dice andar en trámites de realizar. Sabe qué le digo, Cesárea; que ahora la entiendo. Al principio encontraba abyecta esta actitud. Pero quién es una para decidirle al resto el método del sosiego. Porque, qué gana la pobre rebotándose: a esta edad, sólo quedarse más sola que la una. El encierro de su madre se erige, así, como un destino que hay que eludir a cualquier precio, ¿no le parece…?

***

Ay, menos mal que la encuentro a usted, doña Virtudes, no se da una idea la necesidad que tengo de sacarme unas palabras de encima; de esas que pican y que, por eso mismo, precisan de la discreción de quien va a oírlas. Y usted hace honor a su nombre. Acabo de despedirme de Eduviges. Pero qué otra Eduviges conoce usted. Ya, esa, Virtudes, esa misma, la única que hay en este pueblo. Pues a lo que iba. Me cuenta que el hermano de su marido, el Valerio, se va a Sausalito a desfogarse con una percanta. ¿Qué le parece?

Pero ¡¿qué me dice?! ¿Quién se lo dijo? ¿Y qué hacía usted en Sausalito? Tiene razón, qué corno importa ahora eso. ¿Está segura de que era Diosdado y no Valerio? ¿Segura? No se lo puedo creer. ¿El Diosdado con la Escapulario?

La vi a salir de la casa. Hará algo más de medio año. De tardecita. Casi escabulléndose, a la Escapulario, hacia el camino de la fábrica. La seguí por una curiosidad casi infantil. Pero a medida que avanzábamos en el camino y la noche se afirmaba, mi imaginación comenzó a convertir mi actitud primeramente inocente en una acechanza malsana, como de detective o de cobrador. Casi llegando a Sausalito hay una pensión. ¿Sabe la que le digo? Esa donde uno puede quedarse sólo unas horitas. Sí, Cesárea, esa misma, la de pintura blanca descascarada, que a saber cuándo le dieron una mano de pintura por última vez; la que regentó el Antonio, el hijo de la Balbina. Sí, el que decían que espiaba a las muchachitas cuando se bañaban en el club de Sausalito, y que no se sabe si lo fueron, o lo terminaron matando. Bueno, la cosa es que ahí entró la Escapulario. Y, claro, yo ya estaba invadida por esa motivación morbosa; así que esperé un rato y entré. Había un muchachito en la entrada. La recepción, como le dicen. Le dije que llevaba un mensaje para la Escapulario, que en qué habitación estaba. El jovencito se puso de todos los colores, Cesárea. De todos. Confirmando sin quererlo la infracción. Que deme el mensaje que yo se lo doy. Que no, que me dieron las palabras a mí, y de esta boca tienen que salir directamente a la destinataria. Que yo no puedo darle ese dato, que la privacidad de los clientes. Que no te hagas el pelotudo, que esto no es una película. Sí, Cesárea, yo tenía tal necesidad de saber, que se me estaba yendo la cabeza. Se me desdibujaba el nombre. Que escríbalo en un papel y páselo por debajo de la puerta. Eso es todo lo que puede hacer. Pues bien, lo hago. Y lo hice. Bueno, hice que lo hacía, porque, evidentemente, qué corno iba a yo a decirle a la Escapulario – como no fuera un “pillada”. No sabía bien qué iba a hacer con el hecho de conocer la habitación; pero cuando me percaté que daba a la parte de atrás, se me ocurrió el proceder: cuando salí de la pensión me dirigí hacia la parte trasera, ya la mente totalmente intoxicada por la malicia. Porque era eso, más que curiosidad. Porque sabía que había un enchastre. Y dicho y hecho. Como si mal pensar hubiese fabricado la realidad en la que la Escapulario y el Dionisio, como si fueran dos jovencitos lúbricos, se untaban de lascivia. Tenía que haberlos visto… Que sí, Cesárea, que eran los que eran. Además, fui un par de veces más, siguiéndola a la Escapulario. Y siempre ellos dos. Por qué iba a seguirla, pues para verificar que fuese romance, y no comercio, Cesárea, que parece que hubiese nacido ayer. Porque años guardada – que sepamos -, la Escapulario, y de pronto estos desplazamientos camuflados. Qué quería que pensara. Lo peor. Que es lo que siempre hay que pensar. Luego, si eso, ya se rectifica. Pero, al menos, de esa manera, a una no se la cuelan. De la otra forma, cándidamente, a una la embroman y, ya sacada la ventaja, se disculpan. No señor, la ventaja, si la hay, para mí. Pero a lo que estábamos. Romance, Cesárea; romance tardío…

Qué quiere que le diga, creo que la Eduviges, si no sabe, intuye. Mucho. Casi lo mismo que si supiera. Y lo que le contó del Valerio es recurso, es trasunto: el cuento para desentenderse del original. Que sí, Cesárea, que es método viejo: la motita en la córnea ajena para no hacerse cargo de la úlcera en la propia. Que sí, que los vi. Mujer, si no me cree, puede venir… Mañana. Mañana les toca tole tole. Mire usted con sus propios ojos suyos y comparamos notas. No ponga esa cara, Cesárea, ni que no lo hubiese hecho nunca. Cómo que qué. Lo de mirar, y lo de hacer. Venga ya, no me diga que nunca irrumpió en una escena de concupiscencia – iniciada, a punto de hacerlo o en su culminación. Por Dios, que este pueblo siempre fue muy dado a las efusividades al aire libre, a la trampa sin disimulo. Nada, Cesárea, mañana nos vemos aquí mismo a eso de las siete. Justo cuando el sol está entre esas dos colinas. Aquellas, Cesárea; las únicas que hay en esta monotonía. Bien. Aquí. No se me haga la remolona moral, Cesárea. A las siete.

***

Claro, Cesárea, cuente; en confianza. Pero qué dice; por qué me iba ofender. Diga, se lo suplico.
Pero… ¿Quién le ha dicho eso? Es Valerio, Cesárea; Valerio. Él es que va a Sausalito. Es él… El otro día, sin ir más lejos, contaba del negocio, que casi estaba. Cesárea, ¿no me cree? Por el amor de Dios, qué cara que tiene, ¿se siente bien? Está blanca como un vestido de primera comunión. Pero qué me dice, Cesárea… Usted conoce a mi Dionisio, es incapaz de un engaño nimio, mucho menos uno como el que usted sugier… ¡¿Que usted lo vio con sus propios ojos?! Cesárea, por favor, no me puede hacer esto… No puede ser… ¡¿Y con esa?! Pero qué catilinaria me está contando… Además, no se da cuenta que me está diciendo dos imposibilidades: la de mi marido trampeando con una mujer exiliada en su propia casa… ¿Cuándocómo se pusieron de acuerdo?

No sé los detalles del convenio, Eduviges, pero sé lo que vi. No, no fue casualidad. Me lo comentó, muy discretamente, la Virtudes, sabedora de que usted y yo somos amigas. Virtudes, Eduviges, la que sabía encargarse de la sacristía cuando había cura en el pueblo. La hija del Ireneo, el tuerto – que se decía que le habían sacado el ojo por una deuda de juego. No, esa es la Jorgelina. Hija de Hipólito, el que puso esa fonda pretensiosa junto al río, ¿recuerda?, que no duro ni un año. Que inmediatamente se fueron. La cosa es que el tuerto era al que llevaron preso por cuatrerismo. Aunque en realidad, fue lo que se comentaba entonces, y con fundamento – porque se lo deslizó el cabo Baigorria a la hija de Vargas, el de la panadería, a la que le arrastraba el ala -, que lo que robaba eran muchachitas, y que luego las llevaba a los burdeles de la región. Sí, las secuestraba más allá de San Vicente. Según lo que le contó Baigorria a la hija de Vargas, sobre todo en la ciudad. Uy, qué se yo, Eduviges, se hablaba de que había raptado cerca que mil muchachitas. Pobres criaturas. No quiero ni imaginármelas, embrutecidas en algún tugurio, transidas de embestidas y alientos…

Qué desgracia. Y una se queja de menudencias, ¿no le parece?, Cesárea. De vicio, sí. Por eso mismo le agradezco su desvelo por mi bienestar. Pero a esta altura, qué quiere que le diga, lo que usted me trae no me sirve para mucho. En otra época podría haberme valido para rebelarme o lo que fuera que tocara. Pero ahora es, a lo sumo, material para una pena avejentada, inútil, que no tiene nada que ver conmigo…

Cesárea, el que va a Sausalito es el Valerio; y punto. Diosdado siempre está en casa, envejeciendo sin queja; y la otra, en su encierro inviolado. Usted y la Virtudes vieron mal. O maliciaron. Perdonadas están. Y usted y yo hablando palabritas que no van con nosotras. Nunca. Ni más ni menos que como siempre, Cesárea. Como siempre. Para qué cambiarle las agujas al reloj justo ahora, cuando más conviene que siga dando la hora torcida.

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.