Disolución

Se despertó sobresaltado y escrupulosamente transpirado, Germán Lago. Su brazo derecho, dormido; un cosquilleo molesto corría desde la punta de los dedos hasta el hombro. Encendió la luz y miró el reloj despertador: 3.47 de la madrugada. El aire estaba denso, como si le hubiesen agregado partículas. El verano se ensañaba especialmente durante la noche. Poco a poco la sangre volvió a discurrir normalmente por el brazo. Observó su mano izquierda; el dedo corazón parecía sudar particularmente. Se desentendió de un asunto que, juzgó, no tenía nada de extraordinario y se levantó. En la cocina sacó una botella de agua bien fría de la nevera. Tragó con largos y sonoros sorbos. De vuelta al dormitorio, pasó por el baño para enjuagarse el sudor del rostro y el cuello. Poco alivio el del agua tibia. Volvió a la cama otra vez empapado de sudor. Entre las sábanas pegajosas y la atmósfera mezquina le costó volver a dormirse.

Unas tres horas más tarde se despertó sintiéndose sumamente extraño. Sin saber por qué, dirigió su mirada hacia el dedo corazón de la mano izquierda. Lo que restaba de la falange distal era una sustancia gelatinosa de color dudoso. Se incorporó de salto. Casi no podía respirar. Buscó entre las sábanas donde calculó que había estado tendida su mano izquierda. Vio un pequeño residuo del mismo color que el de la masa incierta en que culminaba el dedo. Lo tocó. Estaba caliente y era viscoso (le recordó a un sapo; aunque nunca había tocado uno). Se dirigió angustiado al baño. Necesitaba examinarse. Lo primero, el rostro. Parecía normal, sin licuaciones. Temblando, siguió la inspección del resto del cuerpo. Nada. Sólo goteaba, se fundía, el dedo corazón de la mano izquierda. Se sentó en sobre la tapa del inodoro procurando calmarse. La respiración era un lamento sin voz, el pecho rebotaba varias veces con cada latido, como si el corazón se sacudiera violenta y rítmicamente. Se miró otra vez la mano con la esperanza de que todo hubiese sido una confusión de legañas y sueño del que no se había despertado del todo. Pero no. El dedo seguía disolviéndose. Notó un charquito, un derrame leve, a sus pies. No iría a trabajar. No; imposible. De ninguna manera. Inventaría cualquier excusa – no podía decir que se le estaba derritiendo el dedo, o lo que fuese que le estaba sucediendo. ¿No sería la peste o lepra o algo igualmente terrible? Caminó hasta el salón, una exigua voluntad impulsándolo, la cabeza gacha. Y por llevar la vista arrastrándose por el suelo, notó que el charquito se arrastraba a sus pies (entre estos; a veces, adelantándose levemente): lo seguía como uno de esos perros fieles y algo cargosos. Llamó a la oficina con la voz deshecha en flecos de preocupación, de miedo, de enfermedad. No fue difícil sonar convincente. Nada más persuasivo que el hiperrealismo. El jefe incluso llegó al extremo de preocuparse y no sólo sugerirle que fuese al médico, que sonaba muy mal, sino a ofrecerse a llevarle algún medicamento o algo de comer. Germán le dijo que no gracias, que iría al médico y se despidió rápidamente, como si un llanto o un vómito lo intimase a rematar la charla. Sin saberlo, registraba el salón rastreando irregularidades que le indicaran que se trataba de un sueño. Aún no descartaba que todo fuese una pesadilla. O los efectos de una especialmente lograda y taimada. Encendió el televisor. Pasó canales hasta dar con el de noticias. Nada parecía ser parte un sueño (ni de sus postrimerías). Estaban pasando el resumen del partido que había visto la noche anterior en casa de unos amigos. Todo era minuciosamente real. Demasiado para ser un sueño. Bajó la mirada a sus pies: allí estaba el charquito de un color que se parecía a la piel; un poco más claro, más transparente quizá. Había aumentado ligeramente. Tenía que ir al hospital.

Se vistió con prisas y, de la misma manera, salió de su de su casa. Mientras caminaba hacia el hospital, iba cerciorándose de que el charquito lo seguía. A escasos pasos, se arrastraba evitando las pisadas de los transeúntes con una audacia que él no había practicado jamás – y la tengo dentro, evidentemente, se dijo, calculando que esa sustancia que lo seguía no la podía haber adquirido de ninguna otra fuente en tan breve tiempo. Y no terminó de intentar convencerse de un provecho o de un benévolo descubrimiento en la desgracia, que dio con un nuevo motivo intranquilidad: la suerte del charquito (o de la baba, que bien parecía más un gasterópodo) en ese ambiente hostil; al fin y al cabo, era una parte de su cuerpo, y había comenzado a fantasear con un acoplamiento, una reunión. Llegó al hospital sin darse cuenta de haber hecho el trayecto, y se dirigió a urgencias. Le dieron un número y le indicaron que esperase. Se sentó en un extremo de la sala de espera, contra una pared pintada de un blanco lleno de tonalidades y un verde triste que no tenía igual en ningún otro lugar. A sus pies, la baba. Se inspeccionó la mano izquierda. El dedo corazón ya no tenía falange distal y casi había perdido la siguiente. Y, para mayor horror, el dedo índice también había comenzado a gotear. En realidad, todos los dedos goteaban como velas sin propósito. Desplazó el pavor que era la mirada a la mano derecha. También había comenzado el proceso de derretimiento. Respiraba con esfuerzo entre la preocupación y la humedad ambiente. Se decía que prefería que lo enviaran a la unidad psiquiátrica: que fuese una alucinación; sólo una puñetera alucinación. Una pastillita y a casa.

***

Pasaron horas morosas antes de que lo llamaran. Un médico joven – ¿un residente, tal vez?, se intranquilizó aún más Germán – asomó medio cuerpo detrás de una puerta y llamó: Lago, Germán. Germán se acercó intentando leer las miradas del resto de los que aguardaban su turno. Nadie lo observaba ni con asombro ni con indiferencia. Esto lo alivió un poco. Tal vez sea sólo un poco de estrés, caviló a la manera de quien busca las mínimas coartadas, los engaños más estériles, para negar la evidencia. Una pastillita y a casa, se repitió una vez más mientras entraba en el consultorio cuyas paredes era aún algo más blancas que las de la sala de espera. El médico lo saludó sucintamente, le indicó una silla y le preguntó qué le sucedía. Germán, con un resto de voz temerosa, le dijo que se estaba derritiendo. Lo lamento, pero no tenemos aire acondicionado; poco presupuesto, respondió el médico. No, no, lo cortó Germán, me derrito; literalmente, y la voz, casi extinta, parecía pretender demostrar la aseveración. Le mostró las manos. El médico asintió. Germán no supo si asentía porque veía el proceso que se estaba generando en su cuerpo (en sus manos) o si asentía como quien está en presencia de un piantado. Una pastillita, repitió como quien pretende entrar en el trance de la oración.

Siéntese en la camilla, por favor, le pidió el médico. Germán obedeció. Abra la boca; respire hondo, no respire; mire hacia arriba, ahora hacia abajo, siga la luz; retenga el aire; ahora le voy a tomar la presión y el pulso; siga luz; dígame si siente los pellizcos; y lo auscultó y percutió y vístase. Germán se abotonó la camisa a duras penas (cómo se me ocurrió desabotonarla, se reprendió; cómo se me ocurrió ponerme una camisa), mientras el médico escribía algo, sentado ante su escritorio breve. Germán terminó y se sentó frente al médico. Le voy a pedir unos análisis de sangre y orina, le anunció el facultativo. Una vez que tenga todo eso, sube al quinto piso y pregunta por el doctor Gutiérrez Menéndez; yo le voy a mandar ahora mismo el informe, concluyó mientras le abría la puerta y le indicaba otra puerta al final del pasillo que decía “Laboratorio”. Germán lo miró como interrogándolo, pero el médico ya estaba llamando al próximo paciente. ¿Estaba o no estaba derritiéndose? ¿Lo veían los demás? ¿Lo derivaba a un especialista o se lo sacaba de encima? Mientras caminaba hacia el laboratorio tuvo la certeza de que realmente se estaba licuando y que los demás lo notaban: una mujer que venía en dirección contraria con un niño de la mano le dio un tirón al mocoso cuando distraído, casi pisa la baba que se arrastraba al costado de Germán – ahora más como un igual que un subalterno. Cuidado con el…. con el señor, reprendió la mujer al niño, mientras eran incapaces de disimular la mirada hacia la baba y las manos de Germán. Lo ven, se dijo Germán, un bollo de nervios, ansiedades, preguntas, derretimientos. Mierda, sucede. Una pastillita… Se miró las manos. La izquierda ya no tenía dedos y la derecha conservaba unas pocas falanges o lo que fueran esas desfiguraciones. A sus pies, la baba había crecido. Sintió ganas de llorar. Estaba desesperado, paralizado en medio del pasillo. Y, aun así, llegó a pensar que en cualquier momento la baba comenzaría a hablar. Y que podría conversar. Consigo mismo. Madre mía, que tenga cura. Una pastillita…

***

Le hicieron los análisis con una celeridad que le confirmó que la cosa pintaba negra, que había preocupación médica. Con los resultados debajo del sobaco derecho – se los tuvieron que colocar porque ya no tenía mano izquierda y la derecha llegaba sólo hasta lo que había sido la línea de la vida (¿o era la de la fortuna?) – llegó al quinto piso. Se iban desprendiendo gotas cada vez más gruesas, al punto que ya se trataba casi de un pequeño pero consistente hilito cayendo al suelo. La baba tenía la forma de un diván de psicoanalista. Cuando llegó al quinto piso, el proceso de licuefacción se había acelerado. El antebrazo brazo izquierdo era un chorro viscoso que se derramaba desde el codo (como si llevara un jersey que se hubiese mojado al punto que sus mangas habían cedido y caían al suelo), el derecho había acelerado su tasa de fusión y era una como una miniatura de cascada sucia que se desprendía desde el hombro. Debía esperar a que lo llamaran, pero al ritmo que se iba derritiendo temía que no llegaría con cabeza (y, por ende, con explicación ni entendimiento) a la consulta con Gutiérrez Menéndez. Una enfermera le dijo que lo lamentaba profundamente pero que el doctor estaba atendiendo a un paciente; que tendría que esperar. La enfermera se mantuvo durante toda la explicación a una distancia que Germán estimó mayor de la normal para dos personas que hablan entre sí; a la vez que lo miraba intentado infructuosamente disimular la repulsión. Pudo discernirlo Germán detrás de las cortinas viscosas que caían desde la parte superior de la cabeza arrastrando trozos de cabello (como camalotes, estimó). Ocultos los ojos y la boca detrás de la baba, lloró (¿o era licuefacción?). No entendía nada: más allá del derretimiento, se sentía bien, saludable, como suele decirse. Por fin lo llamaron. No escuchó el nombre a la primera; ni a la segunda. Tenía las orejas llenas de baba. Tampoco veía muy bien, evidentemente. El médico lo ayudó a entrar al consultorio. Una vez dentro, lo sentó en una silla y le dijo que lo esperara un segundo, que tenía que ir a recoger los análisis que se habían quedado a los pies del banco en el que Germán había estado esperando. Los tengo debajo del sobaco, le informó Germán. “No tiene sobaco; no tiene hombros”, le comunicó sin preámbulos ni preparaciones psicológicas, Gutiérrez Menéndez.

El médico estudió el resultado de los análisis. Una vez finalizó, observó a Germán, o el resto que era. Palpó el charco (ya no era una insignificancia). Pero no decía nada. O al menos, Germán no oía nada. De pronto, sintió que lo alzaban y que lo ponían en una superficie de metal. Debe ser un recipiente o algo parecido, pensó. Se sentía contenido. Notó cómo le echaban la baba encima. O cómo los reunían. Finalmente, escuchó cómo se cerraba una puerta detrás suyo, y cómo conversaban dos o tres personas – pero no alcanzaba a distinguir las palabras ni el contenido aproximado de la charla. Oyó otra puerta, esta vez metálica, e inmediatamente sintió frío; mucho frío. No de aire acondicionado. Alguien le tocó el oído derecho. Era una voz, la podía sentir casi dentro de su cabeza como una cosa material. Ahora viene un escultor, fue lo único que pronunció. Germán no veía nada, pero alcanzar a percibir que era ya apenas una inmensa baba, un líquido espeso adentro de un contenedor o de un balde inmenso. ¿Ahora viene un escultor?, se preguntó. ¿Y qué pinta un escultor en un hospital? Su respiración era tranquila (estaba desparramada), creyó sentir sus pulmones, al menos una parte importante de uno, hinchándose cerca del pie derecho, un trozo de rodilla izquierda y la vejiga. El corazón latía en lo que había sido su mano izquierda, la primera en derretirse, en porciones del lóbulo derecho, tiroides y fémur. Todo mezclado, realmente, cada vez más indiferenciadas las partes – o cada vez más más igualadas en una unidad tenuemente cohesionada. Nada puede empeorar, se decía para consolarse – estuvo a punto de preguntarse por lo que sucedería con su conciencia, si se evaporaría, pero fue capaz de censurar tal interrogante. Hacía un frío tremendo en la habitación. No podía ver nada; aparentemente sus ojos habían quedado entre el hígado y una parte del hipocampo, en la profundidad del caldo. Escuchó un abrir y cerrar de puerta (con el oído derecho; por lo que juzgó que éste estaba en la superficie del grumo, de la baba, o cerca de ella). Luego unas voces. Finalmente, nada. O sí, una respiración, un murmullo como de alguien que habla consigo mismo. Sintió que lo tocaban, que rebuscaban entre la baba. Y de pronto escuchó clarito: Acá hace mucho frío, hay que subir levemente la temperatura porque si no se va a endurecer el material. Germán estuvo de acuerdo en que había que subir un poco la temperatura, se estaba congelando (sentía un inicio de cristalización). Pero no entendía de qué material estaban hablando – mucho menos para qué era el material que alguien había mencionado.

Enseguida se sintió más a gusto; la temperatura era menos drástica – aunque aún superaba ampliamente la de un mal invierno en la ciudad. Tuvo la sensación de que unas manos lo tocaban, que iban recorriendo su cuerpo viscoso. Pudo percibir objetos de metal que lo raspaban, que lo acariciaban. Alguien estaba apretando su cuerpo como si lo estuviese recomponiendo, como si lo estuviese moldeando. El material soy yo, se dijo Germán. Lo primero que buscó y encontró quien trabajaba delicadamente con su cuerpo, fueron las orejas. La derecha la localizó fácilmente. Le izquierda requirió algo más de trabajo (¿cómo discernía pertenencias, estructuras, unidad en ese revoltijo?). Una voz le habló: Necesito su dirección. Germán respondió, pero no salió ninguna voz. Otra vez un ir y venir de manos entre su cuerpo o la masa que era. Finalmente, sintió que agarraban sus labios, su boca, su lengua, el aparato fonador. Germán habló de nuevo con una voz que tenía mucho de gorgoteo: ¿Para qué? Sintió una voz suave en su oreja derecha: Necesito fotos tuyas, como modelo. Germán pronunció la dirección y le dijo dónde podrían encontrar fotos. Las llaves…, comenzó a decir Germán. Ya las tengo, respondió la voz. Luego, otro abrir y cerrar de puerta y silencio. Volvía a estar solo en aquella habitación. Por lo menos ahora la temperatura era más soportable. Germán se iba aferrando a pequeñas benevolencias que él mismo iba creando para sí: formas de percibir la circunstancia.

***

Tuvo la sensación de que habían pasado varias horas antes de sentir el conocido ruido metálico de la puerta. Por algún motivo se sintió aliviado con la compañía que ese ruido prometía (aún baba, conjeturó, respondo reflejamente a estímulos elementales, incluso cuando éstos son recientes). La misma voz que le había pedido su dirección le volvió a hablar: Tengo una foto; creo que es la más reciente del montón que había. ¿Cómo es?, preguntó Germán. Está usted junto a otro muchacho, los dos visten camisetas de fútbol azules, están en un campo de fútbol de césped reseco, amarillento; al fondo se ven unos eucaliptos insolados y un tanque de agua con una vieja publicidad de gaseosa Teem, le respondió la voz. Sí, es actual, es del torneo de fútbol que juego, explicó innecesariamente Germán. La voz no dijo nada más.

Siguió un silencio largo y por fin sintió otra vez las manos en su cuerpo, buscando, revolviendo, comprimiendo, separando, moldeando. Las manos iban y venían con decente pericia. Separaron sus orejas a los costados, por lo que pudo escuchar con nitidez cada palabra, cada respiración. El bazo se ubica en la parte derecha, indicaba alguien, y un par de manos iban uniendo sus porciones y acomodándolo en lo que Germán, sin sentido de la orientación, desparramado en lo que intuía era una mesada de mármol – lo había volcado sobre esta otra superficie enseguida de volver la voz con la foto-, supo que era su lado derecho. Poco a poco fue sintiendo que cada trozo de su cuerpo iba siendo restituido a su lugar. Aunque aún en estado fundido. Ahora necesito que bajen un poco más la temperatura; es imperioso que lo que vaya moldeando se afirme; además, necesito incorporarlo, que tome una postura más erguida para poder trabajar en todos sus lados, dijo la voz que la había pedido su dirección. Una voz de mujer.

En cuanto le dieron una forma más o menos longitudinal, lo sentaron – aunque es mucho decir que lo sentaran; aún no había nada siquiera semejante a una figura humana, era apenas una viscosidad obediente, como una de esas formas pretendida humanas que cortan los niños en papel. Sintió elementos metálicos, de madera y plástico que lo rozaban con suavidad, que definían. Lo estaban moldeando; le restituían su configuración, lo delimitaban y fijaban. Mientras alguien tallaba, otras manos manipulaban la masa cada vez menos viscosa. De pronto, mientras aprendía una nueva forma de goce, pudo ver. Claramente. Había en la sala – que era en realidad una cámara frigorífica – cinco personas: una mujer que manejaba espátulas, un tipo que le indicaba dónde iba cada elemento (más tarde sabría que ése era Gutiérrez Menéndez) y tres enfermeros que seguían las indicaciones de la mujer y acomodaban la viscosidad según iba pidiendo la mujer, a la vez que buscaban y reconstituían partes.

Cuando sintió que el rostro estaba más o menos en su lugar, la mujer se presentó: Soy Camila Benedetti, soy escultora; como verás, estoy intentando rearmarte o, mejor dicho, modelarte a tu imagen y semejanza. Esbozó una sonrisa divertida. Germán agradeció con emoción. No llore, Germán, que erosiona el trabajo. Germán se contuvo. El médico lo saludó y, bromeando, le dijo: Por fin nos conocemos las caras. Rieron esas risas tontas de distensión. Camila le pidió a Germán que se estuviera quieto, y así volvió la tranquilidad y el trabajo. Gutiérrez Menéndez dijo que su labor había concluido puesto que los órganos y sistemas estaban en su lugar y que ahora quedaba todo en manos del talento escultor de la señorita Benedetti. Evidentemente, conjeturó Germán, el doctor nunca había visto un caso similar. De ahí su nerviosismo. Gutiérrez Menéndez le dijo que ya lo vería más tarde, cuando “la obra”, así lo dijo, riendo nuevamente, estuviese completa. Vas a quedar mejor que antes, rio nuevamente mientras abría la puerta metálica y se despedía. Germán pudo ver que fuera de la cámara frigorífica iba y venía gente, que había un mostrador, una balanza, y que alguien decía “y medio kilo de entraña”. Era una carnicería.

Giró los ojos hacia atrás, intentando mantener firme su cuello y no moverse; alcanzó a adivinar un par de medias reses colgadas en el otro extremo de la cámara, detrás de su cabeza, a la derecha. Estamos en una carnicería, casi se quejó Germán, mostrando indignación en la entonación de la frase. En el hospital no hay una cámara frigorífica que esté en condiciones, le informó uno de los enfermeros. Todo el sistema de refrigeración está corroído, y no hay presupuesto. Nosotros – añadió otro de los enfermeros, abarcando con un gesto a sus dos compañeros y a sí mismo – hace dos meses que no cobramos. Qué barbaridad, comentó Camila, y Germán dijo que lo sentía, que no importaba, en definitiva, dónde lo rearmaran, siempre y cuando, claro está, no se mezclara un pedazo foráneo (por algún motivo pensó en un trozo de osobuco). Faltaba más, metió uno de los enfermeros. Lo único que me importaba es quedar lo más parecido posible a mí, sintió la necesidad de reafirmar Germán. Bueno, un poquito mejor, bromeó la enfermera. Unas risas que duraron poco porque Camila llamó al orden.

Pasó un tiempo indeterminado y Camila anunció: Ya está, acabo de concluir mi mejor obra; y no la voy a poder exponer. Nuevas risas acompañaron el comentario – que en el fondo no parecía tener mucho de ocurrencia -. Había ganas de mentirle humor a la situación, pensó Germán, que no supo qué decir. Quieto como cuando de niño jugaba al escondite y por algún motivo sentía una sensación de miedo que venía a incrementar el juego, Germán no atinaba a ser. Ya te puedes mover, le indicó Camila. Germán rio tontamente. La enfermera le alcanzó un espejo que había traído muy apropósito. Germán se miró el rostro de golpe. Todo parecía igual. Luego lo inspección con mayor detenimiento (que es como decir, con mayor resquemor).

Se reconocía. Era él, no había dudas. Se observó las manos. Estaban tal cual él las recordaba. Todo era lo que él recordaba. Camina, mueve las manos, cada parte de tu cuerpo, le pidió la escultora. Y siéntete. Germán obedeció. Iba de una punta a la otra de la cámara. Apretándose el cuerpo. Le pegó un par de puñetazos a una de las medias reses, para comprobar la firmeza de su estructura. Todo estaba bien. Era un trabajo impecable. Emocionado, abrazó a Camila. Camila también se emocionó: no todos los días una obra abraza al artista agradeciéndole su creación. Germán también abrazó a los enfermeros. Todos estaban emocionados. Como si hubiesen presenciado un nacimiento. Y no estaban lejos. Entonces se dio cuenta que estaba desnudo. Como si lo expulsaran del paraíso sintió vergüenza. Y así había abrazado a Camila…

Uno de los enfermeros anunció que iría a buscar al médico para que lo viese. Mientras tanto, Germán se vistió. Al rato volvió el enfermero con el médico. Se repitieron las escenas de emociones y abrazos. El médico lo revisó durante una hora. Todo estaba como era de esperar. Cada cosa en su lugar, todo firme. ¿Qué me pasó?, preguntó Germán, y en su voz había el miedo a que volviera a repetirse otra vez. El clima, fue toda la explicación que dio el médico. ¿Cómo?, se inquietó Germán. No todos están hechos para este clima caluroso, húmedo, pesado. Vamos, de mierda.  Algunos lo soportan mejor; otros, como usted, ni siquiera; como ciertas estupideces o como una alergia, esto se disparó ahora, amplió – si eso era tal cosa – Gutiérrez Menéndez. O sea que me estaba derritiendo; simplemente eso, vocalizó Germán. Simple y terriblemente eso, asintió el médico. Y entonces, ¿qué hago?, se preocupó Germán, pensando en el momento de dejar el territorio propicio de la cámara frigorífica de la carnicería. La única solución es que te traslades a un clima más templado – le aconsejó el médico. Y por ahora te deberías quedar aquí. La carnicería es de mi cuñado, yo ya arreglé todo con él; no tiene ningún problema en que, hasta que puedas mudarte, ocupes una parte del espacio. Nosotros te vamos a traer tu cama y lo imprescindible, añadió. Germán lo miraba sin terminar de entender. O sea que voy a tener que vivir encerrado, se lamentó. O sí, pero sólo hasta que te traslades. Mi cuñado me comentó que él te puede despachar en uno de los camiones frigoríficos que van hacia el sur, le informó Gutiérrez Menéndez. ¿Pero no me voy a derretir durante el verano en el sur?, preguntó Germán, desorientado, aún sin terminar de entender su situación. No, allá nunca se alcanzan temperaturas mayores a treinta grados, de hecho – aseguró Gutiérrez Menéndez –, rara vez alcanzan los veinticinco grados; así que vas a poder vivir con normalidad. Germán, tú te derrites, según los cálculos, a partir de una temperatura sostenida de unos 40 grados. Esa es la temperatura media que hizo las últimas dos semanas durante el día. Y como durante la noche sólo bajaba a aproximadamente treinta y cinco grados, se mantenía el proceso de derretimiento, a una tasa más lenta, pero inexorable, explicó Gutiérrez Menéndez. Germán asentía abatido, desconsolado, incrédulo. Los enfermeros lo palmeaban y le decían que no era tan grave, que a fin de cuentas el sur era un lugar preciso; espectacular, incluso, que enseguida haría nuevos amigos y conseguiría un buen trabajo y todo eso que se supone que hace plenas a las personas. Camila también lo consolaba diciendo que todo marcharía bien – en su caso, con poco convencimiento. Germán no escuchaba nada, sólo se palpaba el cuerpo; y lo sentía frágil, vulnerable. Sentía necesidad de estar solo. De pensar en el futuro que se le imponía.

Por fin, los enfermeros, el médico y Camila se despidieron y Germán se quedó solo. Cerró los ojos y se quedó dormido recostado sobre la mesada de mármol. Soñó con playas que no volvería a ver. En algún momento, durante la noche, se despertó y se sentó sobre la mesada. Se miró las manos. Estaban enteras. Acaso, se veían mejor que nunca. Sin pensar en ello, aceptó el frío que lo envolvía y se durmió.

© Marcelo Wio

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