Desinformación

 

No lo pensó dos veces. Lo había hecho tantas veces antes, por qué no iba a hacerlo ahora, ante ese suceso tan sin trascendencia. Así pues, apremiado por el cierre de la edición, Evaristo inventó tres “testigos presenciales” – y sus declaraciones, claro – para cubrir las líneas requeridas y para darle algo más de color a una noticia tan sin interés; al punto que ni llamas se habían visto, puro humo negro.

Hizo decir al primero de los “testigos presenciales” del incendio de la fábrica textil, que vio salir del edificio, sin lugar a dudas, al gerente (lo tiene muy visto de entar y salir de ese edificio poco concurrido), poco antes de que comenzara a evidenciarse el humo. El segundo afirmaba haber pasado por allí cuando alguien – un hombre, estaba seguro de ello – salía del edificio. “Poco después, oí las sirenas y vi el humo y la luminosidad amarillenta que debían ser las llamas creciendo en el interior”. El tercero arrojaba una leve contradicción: quien salía del edificio era una mujer. “La noté, a esa hora en que la luz está tan disminuida, porque tenía un cuerpo sumamente atractivo; fuera de lugar en ese barrio y a ese instante”. Testigos que preferían, claro, mantener su identidad en el más estricto anonimato.

Evaristo terminó de redactar. Leyó, corrigió algunos errores de tipeo, y finalmente le dejó la copia al jefe de redacción – hay que arreglar esa máquina de escribir, la “ñ” se traba y las teclas están duras como los pies de un santo, le dijo, ya yéndose. Este úlitmmo, la leyó por encima y le dio el visto bueno. Evaristo, para entonces, ya estaba en el café, junto a otros tres periodistas del turno de noche, bebiendo sus chatos de vino habituales y conjurando soledades.

*

La dueña de la pensión despertó a Evaristo a las ocho y tantas de la mañana. Un llamado. Del periódico. Urgente. El teléfono lo esperaba al fondo del pasillo, junto al salón comedor. Era la voz del editor. “Acaba de llamar el abogado de Manuel Sánchez Urdimbre. El gerente de la fábrica siniestrada ayer a la noche. Van a demandarnos. Así que se viene inmediatamente para la redacción y me da las señas de estos testigos suyos”. Y cortó. Evaristo se quedó con el auricular pegado al oído, ridículo con sus piyamas viejos, su figura fina, el rostro sin descanso.

En el camino compuso una excusa leve – no hacía falta más; allí todos se comprendían bien -, que le permitiese elaborar una historia más cabal, más acabada. Acaso, encontrar a alguien que dijera haber visto lo afirmado, ante el editor. Éste lo esperaba apoyado en el vano de la puerta de su asfixiada oficina. Estaban allí, entre los curiosos que siempre llaman las tragedias ajenas. No me tiene que explicar el principio de las cosas. Sé dónde ubicarlos. Pues búsquelos; y los trae aquí. Aquella treta sin lustre le daba unas cuatro, cinco horas, a lo sumo. Suficiente para pagarle a una o dos personas – siempre hay alguien que no quiere comprometerse tanto como para aparecer por una redacción y dar un testimonio que ya parece más judicial, si se quiere. No era tan grave. Habían pasado cosas similares en otras oportunidades; en tantísimas otras ocasiones, y todo quedaba en nada. Otras noticias venían a enterrar las pasadas y sus ruidos y resonancias; y para qué andar reavivando ecos.

Salió de la redacción y se fue a un café cerca del puerto que conocía bien. Siempre había gente que esperaba la entrada de un barco y la posibilidad de ganar algo de dinero cargando o descargando lo que fuese, sin hacer preguntas,. Es decir, siempre había gente dispuesta a ganar unas rupias – así solía referirse al dinero Dorrego, la pluma estrella de policiales. Y cuanto más fácil fuese, mejor. Gente, pensó Evaristo, como él mismo. Con unos escrúpulos poco quisquillosos.

Entró en el local a duras penas: el humo era espeso y las palabras, si bien pocas, muy gruesas, como la deseperación. Enseguida localizó a un posible “testigo”. Un hombre de mediana edad – aunque aparentaba una buena pila de años más -, sentado a la barra, solo, la vista sobre el periódico (la sección de las carreras de caballos gastada de escrutaciones y cábalas e ilusiones), frente a un pocillo de café. Buscaba, sobre todo, una mirada que conocía muy bien, porque se enfrentaba a ella cada mañana, Evaristo, en el espejo del baño de la pensión: abnegación – ya con el transcurso del día le iría imponiendo remedos de lo que tocara: soberbia, preocupación, esperanza, complacencia. Y aquel hombre tenía esa mirada de entrega, de resignación: aceptaría lo que fuera sin buscarle los dobleces, siempre y cuando la remuneración fuese proporcional a la tarea – una proporcionalidad muy disminuida, ya.

En cuanto el hombre vio que Evaristo se acercaba, le dijo, con cara de desconfianza, como protegiéndose con las palabras: ¿Qué quiere? No le voy a decir nada más. Lo que le dije ayer es todo. Evaristo se detuvo en seco. ¿De qué habla? ¿Cómo que de qué hablo? Del incendio de la fábrica de ayer a la noche, ¿de qué otra cosas iba a hablar? El hombre lo miró sorprendido. Aunque para sorpresas, la de Evaristo era mayor. ¿Cómo me encontró aquí?, inquirió el hombre. Evaristo se recompuso a medias; lo suficiente para fabricar una respuesta. Casualidad. Venía por otro asunto. Buscando a otra persona. El hombrecito se puso de pie y comenzó a andar, pero se giró y pronunció: Lo que vi ayer es cierto. Por qué iba inventarme nada. Qué beneficio obtendría. Es todo lo que le diré. Y en el futuro, evite los asuntos que lo conduzcan casualmente hacia mí.

Evaristo no daba crédito. No había hablado con ningún testigo ocular. No podía ser… Sólo había hablado con un comisario, que se hizo presente en el lugar, y con el jefe de bomberos. Ambos dijeron lo que dicen siempre en tales circunstancias: se desconocen por el momento las causas del siniestro; etcétera.

No. No había hablado con nadie más. Estaba completamente serguro de ello. Se había inventado esos testimonios. Cuántas veces había procedido así. Cuántas más sus compañeros. Sin la invención, pensaba, nadie leería los periódicos; que apenas si serían un compendio de hechos habituales; una cronología de algunos hechos. Y quién compra un diario para leer cotidianeidades; para informarse. Nadie. Se compran para horrorizarse o escandalizarse o indignarse; lo que sea que ayude a creerr que la propia vida es lo normal, ubicada justo en el fiel de la moral… A no ser que fuese una broma del editor. Pero eso era imposible. No lo sabía. Al menos, a ciencia cierta – probablmente lo maliciara. No… Y nadie más sabía. Tenía que ser cierto. Pero era inverosímil. Sumamente increible.

Salió del café. Necesitaba aire. A ver si todavía aquella atmósfera viciada de tabaco y sudores y derrotas componía una alquimia alucinógena. Eso, junto al hecho de que aún podía sentir la pervivencia de una buena cuota alcohólica trabajando en su organismo. De un tiempo a esta parte, era algo casi acostumbrado: la noche anterior trasvasando sus efectos hasta el mediodía y, de tanto tanto, algunas horas más. Fuera, el aire del puerto no era mucho mejor; pero al menos los hedores estaban más diluídos. Caminó alejándose del puerto, hacia el centro. Poco a poco fue sintiéndose mejor; y llegando a la conveniente conclusión de que había sido una ilusión: reflujos internos y externos confabulándose. A medida que avanzaba, se convencía más y más de ello.

Tendría que ir a algún otro café. Iría hacia el barrio de las antiguas bodegas – reconvertidas en depósitos – y las casas bajas y viejas, en cuyas aceras paraban, por las noches, las putas y los sicarios y los traficantes de cigarrillos y opio y medias de mujer. En un bar apretado entre dos casas de techos altos y paredes agrietadas, lo vio. Sentado a una mesa junto a la ventana que daba a la calle. Observando nada en particular; un mero posar la vista en algo para no perder anclaje. Un vaso de cristal grueso y opaco mostraba las telarañas que había dejado la cerveza – como si todo tuviese que dejar una estela, una huella; por efímeras que fuesen. Evaristo se sentó sin más frente al hombre, que desplazó su mirada hacia él – aunque pareció tardar en costatarlo. Evaristo iba a comenzar a exponer su oferta, cuando el tipo le dijo que no, que no recordaba ninguna otra cosa. Que había visto aquella mujer salir justo antes. Una escultura, la señorita. Nada que ver con lo que abunda por aquí por las noches. Tendría que haber visto lo que era esto hace veinte o treinta años. Ahora sólo es un residuo de antes. Imagino que siempre es así. Como sea… El hecho de haberla visto salir antes del incendio no hace que ella fuese la causa del mismo. Antes que ella, otros habrán salido. Cuestión de cronología. Y no, no tengo interés en dar nombre ni señas. Evaristo dijo un gracias sin fuelle y pidió una cerveza y un plato de cacahuetes para el hombre, dejó un billete sobre la mesa, y se marchó.

No eran imaginerías. Definitivamente no. Quedaba uno. Una confirmación. Pero de qué. Se fue al centro, al distrito de las finanzas – las altas, las medianas, las bajas, y las más bajas -, donde siempre había los que se habían deslizado o desbarrancado, los que aún creían que podían trepar o volver a hacerlo, los que creían que habían estado en lo más alto, y, entre tantas otras categorías, los que trapicheaban con las esperanzas y los rencores de tal fauna. Aunque, pensó, realmente no importaba el barrio, la zona; en todas partes siempre había tipos dispuestos venderse. Y no pudo evitar pensar en las mujeres del barrio acababa de dejar atrás. Más de una noche había terminado allí. O continuado.

En el centro, en una cafetería de paredes marrones y con la pintura del nombre descascarada sobre el ventanal, lo encontró. Igual a los otros. Pero también igual a la gran mayoría de los tipos que estaban en ese momento allí. Se acercó, igualmente, al que había identificado al entrar, de pie a un extremo de la barra, remedando seguridad o prestigio, o esa cosa que fingía con el gesto – los músculos tensos como si mordiera un silencio o un lapsus persistente – y la pose endurecida, incómoda. El periódico asido con ambas manos – de tanto en tanto lo sostenía con una para darle un sorbo al té o café o nada, pura pretensión. Ah no, no, no, dijo en cuanto vio que Evaristo se acercaba con aires de solicitud; y, enseguida, bajando la voz, agregó que no contara con él para corroborar nada, que ya había escuchado que, además de él (por Evaristo), gente pagada por los dueños de la fábrica andaban buscando a los testigos que había mencionado en la crónica, con ánimos de silencio estable; de desmemoria. Que encarecidamente le pedía que lo dejara en paz, que tengo hijos y una vida que, si bien es más bien tirando a miserable, es la única que tengo, así que sin más dilación se alejase de él, no fuese cosa que lo viesen juntos y sacaran cuentas; que uno más uno es la más fácil de las sumas; aunque me dicen que su demostración es algo más complejo, pero no es la cuestión. Y dicho eso, abrió el periódico y lo interpuso como una censura inexorable.

Cuando salió del café, ya había oscurecido. Poca gente caminaba ya por aquel distrito al que sólo la especulación diaria le daba algo parecido a lo que suele denominarse vida. Otros eran los barrios que amparaban las especulaciones nocturnas. Aunque, acaso, fuesen, unas y otras, una misma. Volvió caminando lentamente hacia la redacción; intentando no pensar en nada. Algo imposible cuando se ha rellenado el cerebro con tanto material que aparece involuntariamente y muchas veces sin venir a cuento – sólo con afán de martirizar. Igulamente, tenía mucho y reciente. Así que el no pensar lo llevaba más bien mal, y no dejaba de repasar el intervalo breve entre la noche anterior y ésta que había crecido de la nada. No había lagunas. No había bebido tanto como para ocasionar esos charcos de memoria sin material: pura duda y neblina.

El editor lo esperaba más tranquilo que por la mañana. En su pequeña oficina había otros dos hombres. Abogados de los propietarios de la fábrica y del gerente. Así los presento el gerente. Evaristo les contó la verdad – aunque ya no sabía muy bien qué era eso -: que los testigos se habían negado a ser identificados. Así pues, no había ningún fulano de tal, que a esa hora suele salir a fumarse el cigarrillo que su mujer no le deja fumar en casa; o mengano de cual, que es sereno en una fábrica cercana y en ese momento iba de camino, etcétera. Nada de eso. El editor le agradeció amablemente. Evaristo se fue a sentar ante su escritorio, sintiendo que era lo único que se interponía entre la tranquilidad y esa gente tan inquieta. Apoyó las manos sobre la máquina de escribir, como si se dispusiese a redactar algo. Tenía la mente como si todo lo que hubiese contenido hasta entonces se hubiese desvalorizado tremendamente: no en blanco, no vacía; sino, más bien, llena de ese murmullo sin peso ni significado que queda después de una derrota definitiva. La noche se escurrió como si el tiempo hubiese adquirido una plasticidad engañosa.

*

Ya no quedaba nadie en la redacción cuando salió. Se escuchaba el zumbido ronco e irregular que subía del taller de impresión. ¿Qué personajes estarían naciendo en esa edición?

Ni siquiera sintió el navagazo que le entregaron con la misma frialdad con que, irónicamente, se entrega un certificado de defunción; apenas un trámite ejecutado por una mano probablemente inventada por él.

 

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.