– “¿Por qué no te quitas la máscara?
– Porque temo de que debajo ya no quede nada; ni hombre, ni recuerdo”, The Decline of Filmore, II Acto, Geoffrey Addinell
El suceso sólo era la posibilidad de (el recurso para) crear significado: inscribir voluntades en una crónica. Una manifestación de la desesperación: sólo servía, a lo sumo, para elaborar unos rasgos gruesos, de esos que se utilizan como material de justificación, coartada, de un proceder, un comportamiento: de los que recomponen personalidad y contexto: lijan sus puntas para que encajen, aunque la imagen no sea la que promociona la caja del puzle: realidad.
Muy probablemente, ni haya tenido lugar, el hecho: compaginación de vacíos, necesidades, arreglos, conveniencias: remedo de constatación del medio: invención del azar y la determinación: la mentira instalada en el pasado y el presente: principio (disparador) y retroactiva. Pretensión de historiaevasión consistente.
Como fuere, todo fue agregándose, dándose sustancia (formulándose), a partir del suceso: composición de historia: entramado de sobreentendidos y desencuentros precisos: convenios. Omnisciencia incompleta.
Pero no era un hecho puntual. Se trataba, más bien, de esas cronologías que levantan, que se inventan para sí, las familias que han llegado a tener algo, para perderlo en un par de generaciones. De esos relatos que terminan por interpretarlo todo como un único instante resumido en los estímulos y sensaciones que éste genera. El hecho, pues, era, como en toda biografía familiar, muchos. Que eran o habían sido ricos… Ese era el centro a partir del cual se ramificaba la obsesión.
Que ella – con sus ademanes: conjunto de jactancias que fue componiendo a partir de recuerdos ajenos y de las reacciones que generaba en los gestos de su reducido auditorio: reflejos distorsionados de una simulación. Que ella había circunscrito la realidad compartida para aquel apellido (como una cuenca de ánimos avejentados): único espacio para interactuar, para insultarse en silencio, para recriminarse una culpa que estaba compuesta de tantísimos errores, desaciertos, omisiones, deserciones, trampas, distorsiones, traiciones, estupideces; de tantas y tantísimos, que era imposible enumerarlos, que era imposible dejar a algún miembro de la familia sin mácula, sin responsabilidad en la decadencia. Y eso era lo único que hacían. Porque eso eran esos charcos de palabras inútiles que se iban ofrendando, ¿no?: trivialidades con sonrisa y ademán de afecto o afectación: charlaban ignorándose pero muy educadamente: era una fórmula accesoria para interpretar el señorío, el renombre, el privilegio que creían tener y merecer. Una representación para ellos. Exclusiva. Avergonzada: por eso no salían del predio de la hacienda. Porque el resto de la gente, sus gestos, sus miradas, sobre todo, funcionarían como espejo inmisericorde para el sistema de relaciones que habían elaborado – lleno de hipótesis innecesarias, para erigir teorías de fácil disolución en el caldo de fabricaciones.
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Ella, Adelaida García Velloso. Abuela. Tía. Madre. La única superviviente de un tiempo en que los hechos no se habían tenido en cuenta: porque entonces no existían: simplemente eran la invisible obediencia al calendario de dividendos. Y punto. Aunque, para ser fieles a la verdad (monetaria), la suya fue la generación donde la ilusión se desmoronó del todo: donde las deudas ya no tuvieron cuentas de las que alimentarse, para pasar a comer materialmente todo aquello que sudaba rédito. Su infancia, como cualquier otra, fue reflectante a ciertas cuestiones de la realidad (la única manera, por otra parte, de madurar humanos más o menos aptos para la convivencia). Pero ya en su adolescencia, aunque diga lo contrario, comenzó a ver aquel descalabro de acciones que se malvendían, de empresas que se perdían, de tierras que se desgarraban – primero en los márgenes de la hacienda, finalmente cada vez más cerca de su núcleo.
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Ella: la puerta. Siempre cerrada. Por las rendijas, siempre, como un aire parduzco de empecinamiento derrotado. Detrás de esa puerta. Dentro del estudio. Él. Lo imaginaba sentado frente al escritorio macizo; con la vista clavada en la puerta cerrada, esperando un anuncio, una oportunidad – en realidad, cualquier interrupción que lo rescatara de la quietud o a eso que se abocaba como si se castigara por errores propios y ajenos, pasados y por venir y sobre todo por aquellos que él sería incapaz, por cobardía, de cometer.
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Y él, dentro, una mano derretida sobre un revólver como si fuese una caricia o su molde o su resignación derramada entre los rostros insulsos de una familia que era la generalización, la abstracción matemática, de una estirpe, de una parentela, de todos los olvidos necesarios para repetir orgullos mínimos. Trabada la mirada – taimada, para sobreponerse a una limitación intelectual – como la postura de un desafío de esperas y amagues: encarnación de la cobardía. Trabada no en la puerta, sino en el ventanal sucio: allí, en la fuga que nunca será, porque el horizonte de posibilidades avanza conquistando aquiescencia y tierras y acatamiento.
Y en algún momento, de pronto, todo se volvió sobre sí: envés: la palma escrita por la palma, sin palabra ni trazo ni indicio: la pupila cubierta por la pupila sin rastro ni camino: el abrazo deshecho por los desabrazos umbilicales: un sonido. Un hecho en la soledad de los contextos: sin carta: sólo una hoja: “Bautizar las sensaciones porque la universalización del lenguaje no sirve para abordar, para aludir, las particulares sutilezas del diálogo entre las cosas y la imaginería neuronal; entre uno y la hagiografía del pasado”.
Y ruido que sólo escuchó alguien del servicio. Después del ruido: un silencio incrementado por el silencio. Y unas voces que susurraron una reescritura. Y él que ya no estuvo, pero tan igual. Porque la puerta siguió cerrada: el estudio inaccesible: así que bien podría haber seguido allí: él, dividido contra sí, en esas inmensidad de idealizaciones y equívocos: el intermediario entre el pasado que merecía la pena recordar, realzar, y el presente que no podía incorporarse a la crónica. Él, eslabón, como un mero coleccionista de cosas sin valor: los elementos de una peligrosa vergüenza: la memoria sin adulteraciones mezclándose con el presente sin alicientes ni salvoconductos ni atenuantes.
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A veces rompía la inercia de ansiedades y escribía. Él. Cartas a nadie en las que pretendía mostrarse más ingenioso, osado, perspicaz: remedar un personaje imposible, puesto que no podía crear una inteligencia mayor que la suya propia. A lo sumo, lo que lograba, era una sinceridad mayor: sin tanta pomposidad, tanto alarde, tanto temor, tanta turbación, tanta coacción linajuda. Mas, por unos momentos, se salía de ese entramado de apariencias y presunciones que era un ambiente de entrega y sumisión: desierto de voliciones; museo de logros reales y fingidos, y del despotismo de los arquetipos impuestos: la fe en la negación: el sufrimiento como redentor del propio sufrimiento.
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Intermitentemente había ido violando los límites auto-impuestos de su temor: de su personalidad o eso que le habían ido endilgando y que buenamente había ido completando – morigerándola, unas veces; ahondando en los encastrados designios de la familia, otras. Él. Pero esa valentía leve no le alcanzó para nada más que para decidir salirse de la partida, salvarse a su manera. No le sirvió para estar, como luego llegó ella a pensar, a la altura de las circunstancias: para salvar los abolorios que mantenían las letras del apellido en su lugar. Ella, claro, no sabía, y ahora no quiere saber, que no había nada para asegurar. Nada.
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Y poco a poco fue convirtiendo ese hecho (a él, al tío Eduardo) en una inmensa elegía pecuniaria. Un hecho que apenas fue un instante: él fue un instante en la historia familiar: detenido ante la contundencia de una realidad nefasta. Lo demás es relleno, comentario, invención. Lo demás es historia: un urdirse a sí mismos.
© Marcelo Wio
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