Confortablemente adormecido

Lo supe en cuanto lo vi. Como se saben los latidos, los amaneceres y dónde está le delantero centro. Sin saberlo sabiendo. A fuerza de experiencia, de costumbre. Lo supe, y listo. Y lo vi apenas un instante. Entre una de esas discontinuidades entre los rostros de una reunión. El suyo, rellenando un vacío sin gesto brevemente. El suyo, con la mirada que le vería en otras oportunidades – siempre circunstancias similares -: tan de seguridad de nacimiento, de no habérsela ganado, de no haberla elaborado; como las riquezas viejas, los prestigios heredados.

Lo supe como lo supe tantas veces antes. Como se aprende a saber si intercesión de la práctica, del entendimiento. Como los profetas, los testigos de lo sobrenatural y los apólogos del mañana. Siempre esa aura – a falta de mejor palabra – que empuja a los demás, que los condena a un papel secundario, casi accesorio: del que da cuenta de su preeminencia.

Lo supe y, como cada vez, lo lamenté. Porque nunca he llegado a elaborar algo que se parezca al goce o, siquiera, al convencimiento de estar cumpliendo con una obligación inaplazable: castigar, extinguir la falsificación de la jerarquía natural con los abalorios vistosos de lo artificial, de lo trivial. Y, aún así, sabiendo, como se sabe aquello que ha llegado a conocerse a través del sacrificio de uno mismo, no podía dejar de elaborar, cada vez, ese duelo de mis escrúpulos elementales; de caer en la debilidad del interrogante victimista, es decir, narcisista: ¿por qué yo?

Me sobrepuse a esos sentimentalismos que apenas son un íntimo festejo de mí mismo, y seguí el rostro indudable. Se movía como si resbalara sobre los demás, y eso me permitió deshacerme de ese desasosiego banal, tan artificioso como aquello que hacía que aquel hombre se moviera por el salón tal como si acabara de comprarlo con todo y todos los que allí había: como conmutando penas, y como si fuera eligiendo a una invitada (o invitado, que con estos conquistadores nunca se sabe) para elevarla por una noche a su pedestal.

Como siempre ocurre, ellos mismos son el argumento a favor de la necesaria acción en su contra. Operación selectiva que, por otra parte, es a favor de todos – no tanto los presentes, sino los venideros. Y, así, siempre termino por decirme – acaso de manera aún más narcisista, lo sé -, que agradezco ser el encargado de esta labor de colaboración con la naturaleza (que, si bien muy efectiva, es muy parsimoniosa).

A partir de entonces, ya fue casi una coreografía que sólo uno conoce, pero todos obedecen ignorantes. Se fue dirigiendo hacia una de los ventanales del salón rococó que daba a la ancha y célebre avenida arbolada. Lo hizo sin saber que era yo el que lo conducía; tan acostumbrado como estaba a gobernar, incluso sin buscarlo, la disposición del aquellos que coinciden con él en un mismo espacio.

Toqué con mi mano derecha la jeringa que tenía en el bolsillo de mi saco. Allí estaba. Metí la mano, quité el capuchón protector de la aguja y agarré con la destreza que da la práctica la jeringa. Quien me viera pensaría en un desfasado petimetre, con la mano en el bolsillo de un traje pulcro, caro, pero trasnochado; un cigarrillo negligente con boquilla en la otra mano, unas gafas deliberadamente anticuadas. La gente recordaría sólo la utilería, la impresión que esta les había causado, pero no la identidad de quien la llevaba.

Se giró sin violencia cuando sintió el pinchazo efectivo – pero no la descarga de ese líquido fatal (invención soviética, tengo entendido) -, como se gira uno ante alguien que pronuncia su nombre: con una sorpresa domesticada. Yo ya estaba a cinco o seis pasos de distancia. Antes, mucho antes, al principio, me quedaba a ver. O a cerciorarme. No sé a qué. Ahora no. Ya sé que se sentirá confortablemente adormecido, y que enseguida sufrirá un paro cardíaco que ningún esfuerzo reanimador podrá revertir. No es una mala muerte. No señor.

© Marcelo Wio

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