Charlas de cocina

3º C

En una cocina pequeña, acaparada por el vapor que surge de una olla sobre el fuego, un hombre y una mujer, sentados a una mesa cubierta con un mantel de plástico beige, uno frente al otro. A su costado, una pava, un mate con la yerba lavada, un plato con migas que no ofrecen indicios de un origen particular.

Uno de ellos: ¿Quieres que hablemos?

El otro: ¿Para qué, si nuestro vínculo está hecho de palabras?

El primero: Para suplantar unas palabras por otras…

El segundo: Las palabras que indefectiblemente somos seguirán inalteradas, ejerciendo el influjo que median entre nosotros.

Una lluvia de otoño – o tal vez primaveral, imposible estar seguros a partir del bostezo restringido de la ventanita de la cocina – chorrea el cielo y las fachadas de los edificios y las palabras que van callando los hombres y las mujeres en ese instante indiferenciado.

5º A

Cocina impoluta. Un frío que parece parte del mobiliario compacta a los dos que, sentados ante una mesa de madera oscura, parecen alejarse con cada palabra.

Mancomunados en una infelicidad mansa – de esas que se elaboran con los sinsabores rutinarios que terminan por aceptarse de la misma manera en que se admite el paso de las estaciones -, se soportaban el uno al otro y, así (y sobre todo), a sí mismos.

El desasosiego había llegado a constituir un un tegumento para la complicidad, para la resignación compartida como una idiosincrasia común: todas esas costumbres que se establecen sin mediar ni acuerdos ni negociaciones y que morigeran las derrotas con los hábitos de la subsistencia.

Habían creído – o habían querido creer; lo mismo da – en las causas de la juventud y la carnalidad para la consecuencia de su ayuntamiento. Pero su asociación tenía más que ver con el terror atávico que produce el inapelable discernimiento de la soledad que acecha a cada uno de los destinos.

Cuando se sabe a ciencia cierta que no hay tiempo para torcerle los agravios a la vida, es preciso crearse mitologías que ofrezcan la ilusión de una capacidad transformadora… o, más concretamente, que sirvan como paliativos de lo que las entrañas intuyen, saben, conocen.

Pero las horas se conjuran para encarrilar sus tragedias irrevocables – que cada uno cree propias, aunque todas son la misma – y van componiendo los cimientos de la claudicación y la abnegación: el cemento definitivo de los rudimentos de un bienestar.

Todo esto puede entreverse en sus gestos, en la indiferncia que transmiten sus posturas.

La vida – dice él, mientras ceba un mate y se lo pasa, salvando la geografía concisa de la mesa y el motivo vulgar del manteal, a su mujer – es un juego de espantos y chicanas, de circunstancias tramposas, insidiosas. La vida estropea la vida, vieja.

No, viejo – replica ella, devolviéndole el mate, una vez usufructuado, por sobre el Rubicón de la mesa que es siempre el mismo, que se cruza una y otra vez, sin irreversibilidades -, el desaliento, la impotencia, la resignación se comen a la vida. Mi experiencia sobre la vida es de andar por casa, de pantuflas y ruleros, de chismes y listas de la compra y, aun así – o quizás, por eso mismo -, sé que está en uno construirse una dignidad razonable, un orgullo puntual, lícito, para que los hijos, los nietos, no anden por la vida todos anclados a un destino idéntico con algunas falsedades que le den un hálito de singularidad.

© Marcelo Wio

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