Caracas

Caracas sin querer, de polizón, en el descuido de un suspiro de un sueño presumiblemente ajeno – aunque, todo sueño es, en definitiva, extraño; y no somos sino observadores de la farsa de suplantar a ese otro de la vigilia en una serie de inverosímiles acciones de las que, de otra manera, estaríamos vedados: porque nuestras posibilidades, nuestros corajes.

Caracas, entonces, impensadamente, con gabardina y cigarrillo ladeado, con el sombrero que no engaña ni al posible perseguidor, ni a la lluvia que se empecina en no caer, ni a la sombra que siquiera se toma la molestia obsecuente de duplicarlo. Por eso mismo, por no estar donde uno espera ni donde, supone, lo esperan otros – es decir, por encontrarse donde no se cree tener que estar -, se me cruzó por la cabeza la idea de que la muerte, ese contratiempo tan, digamos, insalvable, no podía sucederme allí, donde tan evidentemente no era mi destino. En realidad, no fue un acto consciente, sucede que una vez que uno se inquiere más o menos involuntariamente sobre alguna cuestión, digamos, trascendental, cuando se formaliza el interrogante, el asunto termina por coagular, independientemente, en una serie de reglas inflexibles, inexorables, que deciden una respuesta – y aunque esta nunca llegue siquiera a manifestarse, igualmente constriñe el mundo propio.

Aunque quizás no sean más pequeñas concesiones que ofrece el inconsciente; una suerte de momentáneo contrapeso contra las evidencias – igualmente instintivas – que proporciona el ambiente, la circunstancia. Y es que entonces no sabía, ni sospechaba, que ya no abandonaría aquel villorrio o pueblo o como quiera llamarse, si uno realmente designarlo todo. Sólo había llegado a saber que un venezolano nostálgico, o desesperado – es sabido que la pérdida de la esperanza es capaz de engendrar los más descabellados consuelos, los engaños más acabados – había llamado de tal guisa a ese abatimiento chaqueño. Uno como yo, pensé mucho después, que había caído allí sin saber cómo, creyendo que rumbeaba para París o donde fuera, menos allí, y a una gloria aceptable, que alcance apenas para mentirse con la convicción de una verdad debatible. Pero ningún camino pasa por Caracas.

Felpudo Sambalito. Así decían que se había llamado el venezolano aquel. El nombre tiene todos los indicios de ser, o bien una mistificación con fines de relato de tardecita, o una difamación sin maldad, apenas la necesaria para poner distancia entre uno y la locura que siempre anda acechando, no tanto como diagnóstico, sino como seducción, como dispensa. Felpudo. Tan de llegar para quedarse un buen rato – y tan innecesario aquí donde el polvo y el polvillo son como el agua que termina por encontrar por dónde colarse, que forma parte intrínseca de todo. Un polvo que acolchaba hasta el aplauso de una sola mano, pero que, por otra parte, contribuía a atardeceres meritorios, muy macanudos.

A espaldas del poblado, un río famélico, amarronado como las momias y las cartas de desamor, ofrendaba el siniestro honor de no trascurrir.

***

El colectivo paró como si algo o alguien se hubiese interpuesto en su camino. Es acá, me dijo el conductor. Y, tal como me había preguntado cuando inquirí si pasaba por Caracas, volvió a interpelarme con un tono de urgencia; de advertencia, diría: ¿está seguro de que es acá a dónde viene? Respondí un sí más inseguro de lo que me hubiese gustado, y enfilé hacia la puerta. Espere jefe, dijo, y señaló la nube de polvo que venía desde atrás, como arremetiendo contra la mole que la había inquietado. La tierra tiene sus tiempos, sus costumbres, afirmó, y me ofreció un cigarrillo – casi como una explicación o, mejor dicho, de acreditación de aquello que sus palabras habían asentado. Lo acepté y fumamos en silencio. Todos los gestos de aquel hombre pronunciaban el interrogante que se negaba, por timidez, por educación, a pronunciar: ¿qué viene a hacer usted acá? Por eso, o porque yo necesitaba justificarme verosímilmente, me urgía renovar mi pretexto, dije, con esa impunidad que ofrenda un cigarrillo: vengo a escribir un artículo, para una revista de Buenos Aires; ya sabe, la historia del nombre del pueblo; en fin, nada nuevo, si bien se mira. El hombre asintió. Su cuerpo se relajó, sí, pero, era obvio, sin dar por buena mi enunciación – aunque en esa mezquindad de palabras, había encontrado la punta de un piolín de razón. Algo molesto por esa incredulidad, y necesitando de pronto su convencimiento sin recelo, donde pretendía hallar algún tipo de validación, agregué que, además, de por aquí era una mujer que me había querido, y a la que yo, a su vez, había querido. Creí descifrar un asentimiento que, aunque imperfecto, me alcanzó.

Uno anda siempre tras una mujer. O su ideal. Detrás de un entramado de seguridad, refugio, amor, cicatrización. Que es lo mismo que decir que uno terminar por eludir a una haciendo de cuenta que la busca, o que busca a otra que, se dice uno, las circunstancias le hurtaron – como si la búsqueda fuera la que valiese la pena, el esfuerzo, el dolor. Tantas configuraciones tienen estas construcciones, que incluso Hilbert estuvo a punto de incluirlo entre los grandes problemas matemáticos a resolver, pero la idea de que sus colegas pensaran que intentaba blanquear – de ocultar, más bien, en el bulto esquivo de incógnitas – sus propias debilidades amorosas, lo disuadieron.

Eso – que iba tras un nombre, un rostro, una nostalgia, un reflejo – me lo porfié, después, inconsciente, como propósito de mi viaje, antes incluso de saber que salía de Buenos Aires para no volver – o, siquiera, que salía de aquella ciudad autorreferencial, recursiva, sin puntos de fuga. Así, terminé por narrármelo, había llegado Caracas. Y así lo conté al principio, allí, como si alguien realmente quisiera saber las mentiras del prójimo. Lo referí como si eso fuese una exoneración. De qué, vaya uno a saber. Pero me sirvió – u, otra vez, me convencí de ello. Aunque tampoco sé bien para qué. Quizás para crear esa incertidumbre que, en última instancia, favorece la fe en un desenlace benévolo – o cualquier otro que no fuese haber llegado a aquel aislamiento como quien desembarca en una consumación.

En fin, cuando hubimos terminado el cigarrillo quedaba aún algo de polvo flotando, como guerreros que no se han enterado de que la guerra terminó y que su ejército ha sido vencido. Igualmente, bajé del colectivo. Era hora de llegar. Y quería alejarme de la muda consideración del chofer. Nos saludamos como si nos hubiésemos estado saludando durante años. Una señal que no supe ver. Lo volví a ver tantísimas veces después, sentado en su colectivo cansado, anacrónico, cumpliendo con la parada acaso más absurda de su trayecto estricto y casi fantástico. Nunca se subió o bajó alguien. Caracas sólo recibía bienes básicos y algún desprevenido que quedaba atrapado en su irrestricta vastedad – pero esto último, muy de tanto en tanto: y yo había satisfecho la estadística por un buen tiempo.

Miento. No por afán de engaño, sino porque aquel caso formaba parte de una extravagante regularidad que uno termina por descartar del cómputo de rutinas confortadoras, de las cotidianidades en las que uno mismo se inscribe para agarrarse de algo.  Había un fulano que iba y venía como si alguien le hubiera extendido un salvoconducto o una dispensa que le permitía desasirse de la tajante gravitación que ejercía el pueblo, lo suficiente para desplazarse la distancia justa y necesaria para hacer lo que tenía que hacer y, una vez cumplimentado el trámite, la tarea, esa captación o lo que fuera el reclamo pegajoso que mantenía cohesionado el grumo que era Caracas, lo volvía a recoger como a un señuelo que se había echado para enganchar unas cuantas palabritas: después de todo, iba y venía con resúmenes de historias que el viento – ¿o era el tiempo?, que soplaba como mil voces lastimadas luego de atravesar la enjundia del monte espinoso de cardones, quimilos, itines – o la costumbre terminan por llevarse o por desactivar, como una bomba o un amor.

***

Caracas estaba a 316.95 millas náuticas de Resistencia – al noroeste de esa ciudad. Eso indicaba el cartel que había a la entrada del pueblo. Eso, y un “Caracas, Ven. — 97 horas sin tráfico”. Alguien me refirió al poco de llegar que, a la Caracas meridional, se la disputaban el Chaco, Santiago del Estero, Formosa y Salta, si bien estaba claramente dentro de territorio chaqueño. Enseguida alguien más acotó que no había litigio alguno por el caserío; que lo que sucedía era que Sambalito se había olvidado en su momento, o desconocido, la burocracia concerniente al acto fundacional, y que no había inscrito tal establecimiento en el registro provincial pertinente. Después, evidentemente, nadie pensó en ello: uno no llega a un lugar e inquiere por el estatus administrativo-fundacional del lugar. Caracas, como cualquier otro sitio, estaba y punto. Alguna vez, más recientemente, le habían dicho a Marcarano – quién, pregunté; el tipo que va y viene, me replicaron sin más -, que averiguara qué hacía falta para registrar el caserío. Volvió al mes, o a los dos meses, luego de hacer lo que él hace mientras anda por donde anda, diciendo escuetamente: Mucha cosa que no entendí. Y se dio el tema por concluido.

Sentí, o quise sentir, que había llegado a un sitio al margen de las jurisdicciones de todo tipo. Un error en la trama de las horas, los kilómetros y los metros cúbicos. Había visto unas vías discurrir junto al camino de tierra que había seguido el colectivo para llegar aquí y, de pronto, unos cuantos kilómetros antes de que arribáramos, se habían truncado. De pronto. Engullidas por la tierra. Me había parecido, incluso, que eran utilizadas; aunque sea, de tanto en tanto (un brillo en su dorso, que juzgué de fricción, de rodadura). Claro que mi conocimiento ferroviario, más la distancia que las separaba del camino por el que discurría el colectivo y la luz de sol, que era como un escupitajo blanquecino en plena córnea que avivaba esa porquería que flota por dentro del mirar y que se asemeja a formas primitivas de vida, invalidaban cualquier conjetura. Cuando me acordé de esas vías amputadas, unos días o semanas después de llegar, e indagué, me dijeron que eran los restos de un ímpetu que o bien se agotó, o que, más probablemente, los funcionarios encargados estimaron prudente el acopio pecuniario alcanzado – si es que tal fauna tiene aún un rastro de mesura – y abandonaron el asunto.

****

El tercer día me di cuenta de que el sol parecía salir por el este y el oeste a la vez; y, en menor medida, por el norte y el sur. Como una explosión que implantaba un calor quieto, viscoso, aunque, a la vez, delicado – como algún tejido hindú o una alfombra persa. Rotunda presencia cenital que, después de lo que parecían varios días, caía brutal y carmesinamente por el horizonte que rodeaba al pueblo. Todo ese temblor para significar el desgarro del día no era otra cosa que una pura trampa escarlata que, tan pronto como encendía su advertencia, generaba una oscuridad impecable. Las estrellas, un cinismo de luz inútil para el desplazamiento, para el reconocimiento.

Un atardecer de esos, un lugareño – un hombre que tenía la piel como un tronco que parece vigoroso pero que se sospecha ya menoscabado por dentro – me contó finalmente sobre Marcarano, el hombre que va y vuelve. Tiburcio Marcarano. ‘El peliculero’, dijo con un tono que bien podía contener algo de burla o, sencillamente, ser producto del polvo que se juntaba inevitablemente hasta en el interior del aparato fonador. Nos cuenta películas que mira en Resistencia. Las va contando de pueblo en pueblo hasta llegar aquí. Se queda unos días, unas semanas, y vuelve a partir. Así anda. Ya me dirá usted si eso es vida o qué es.

Yo no dije ni es, ni no es. Qué iba a decir si no lo conocía Marcarano y si, precisamente yo, no tenía ninguna certeza sobre lo que era o no la vida. Recordé lo que había leído u oído, frases que se le quedan pegadas a uno: la vida, había dicho alguien, con tono entre notarial y poético, es una hazaña suicida casi imposible.

En realidad, algo sabía. Todos saben algo sobre el asunto. Pero no sabía nada de las mañas que hacen falta para que uno deje de interrogarse sobre qué carajo es eso que somos y que tratamos como si fuera un bien de terceros, algo que le estamos cuidando a otro que ni siquiera conocemos; y uno, haciendo malabares para conservar intacto el patrimonio ajeno que, claro, es uno mismo guardándose para otro momento que, si llega, será inexorablemente tarde.

Pero Marcarano…

***

De Marcarano había oído, en los breves días que llevaba en Caracas, que se había convencido de poseer una sensibilidad particular para lo artístico; sobre todo, para la hermenéutica cinematográfica y para su transcripción verbal. No faltaba quien decía que Tiburcio Marcarano no ya que no tuviese tal facultad – que había que ver, en todo caso si era facultad o ardid para ir y venir sin hacer -, sino, más bien, que le faltaba vergüenza. Vamos, que, según una de las voces que componían la peña del bar El Vestigio (exagerado título para el rejunte de maderitas y chapas delimitando una novedosa figura geométrica de tierra endurecida), era un avivado. Pero, qué es una afirmación disparada en la seguridad de un asentimiento mecánico, sino un dictamen del que por sistema ha de dudarse: todo aquello que, en la forma de sentencioso resumen universalista provenga del territorio de la cerrada aquiescencia, de la supuesta sensatez amaestrada, del patrimonio del anáfora bellaca, debe ser sospechado siempre de estar fundado en resentimientos, en inquinas o hastíos pobre o nulamente vinculados con aquel rasgo puntual sobre el que se pretende estar dando cuenta, valorando.

De Tiburcio Marcarano oí mucho. Que iba y venía. Pero allí nunca lo vi. Quizás había ido una última vez. Quizás nunca había vuelto. Y, más probablemente, era una de esas figuras que se van inventado conjuntamente sin saber que se realiza tal operación.

De creer en los relatos, Tiburcio Marcarano pertenecía – o había, habría pertenecido – al tipo de hombres que habitan las regiones breves que dividen una desolación de otra; tierras donde uno tiene que aprender a sacar algo de lo escaso. Y Marcarano había sabido aprovechar su pasión por el cine y esa necesidad que tienen las gentes de todas partes por oír historias que les suceden a otros. Por ello, se desplazaba hasta la ciudad a ver las películas que se estrenaban para luego ir contándola por los caseríos. Pagaba los céntimos que costaba la función, se sentaba, y observaba como queriendo transportarse a esas realidades que invariablemente terminarían por ser unas rutinas acaso más tediosas de lo que a veces le parecía la vida por esos andurriales.

En aquel entonces cambiaban las películas cada tres o cuatro meses. Y se proyectaban dos por sesión. Veía las dos películas el viernes, volvía a hacerlo en las dos sesiones del sábado, y emprendía viaje el lunes – nunca refirieron lo que hacía el domingo. El primer caserío que visitaba era el suyo: Sausalito. Otro de esos lugares que se le porfían al destino. Allí, por la noche, en el descampado de tierra dura al que la estrechez llamaba plaza, Marcarano se ponía de pie sobre un banquito que él mismo llevaba y, a cambio de unas monedas, una comida o lo que fuera, comenzaba a contar la película. En realidad, lo que narraba se basaba en la película, pero era una adaptación a la circunstancia que tenía a sus oyentes como rehenes – la gran macana, es que la situación o lo que sea, no exige rescate ni esgrime más motivos que el de un sadismo sin estridencias.

Imaginé, por añadir mi parte a la mistificación, que al final, cansado de lo reiterativo de los argumentos cinematográficos, Marcarano había comenzado a inventarlos él mismo, para terminar por creerlos ciertos y extraviarse en ellos y en el territorio áspero de la región. Acaso como yo mismo fui aceptando mi suerte, mi sino de manera análoga. No en vano, mientras urdía ese añadido, fantaseaba con que se lo contaba a un recién arribado, alguien que aún no sabía que había llegado definitivamente. Dije agregado, pero no era sino una variación de la inutilidad, como toda mudanza que, mansa, apenas si se aparta del trazado original entre unas coordenadas estrictas.

***

No sé por qué me quedó esa historia. Aún hoy vuelve. Quizás porque fue la única que mantenía viva la posibilidad de la partida, aunque fuera transitoria y inmediata. Quizás porque me pareció una metáfora válida. De qué, nunca lo supe, pero a las metáforas hay que agarrarlas en cuanto aparecen porque escasean y uno nunca sabe cuándo o para qué las va a necesitar – desde justificar un renuncio hasta ponerla debajo de la pata de una mesa desequilibrada.

Ahora, cada vez más, me parece un torpe intento de mistificación – incluso peor, un simulacro de esperanza en nada; es decir, una forma desesperada de inquina dirigida contra uno mismo -; más que nada, por innecesario: aquí llegaban, llegamos, quienes, huidos de todo, ya sólo tenemos un regate, pero este es imposible: no hay forma de esquivarse a uno mismo. Así que andar por ahí, yirando por yirar, como si uno creyese aún en las cortesías del destino, ya no es que sea un acto inútil, sino, sobre todo, una ilusión agotadora.

***

Quizás ahí, a Caracas, se llega al final. Al término de la esperanza de ser otro, de haber envidiado y despreciado a partes más o menos iguales. Después de haberse conformado con el hecho de que uno es el que es, que el resto es decorado que, antes o después, termina por afear, por más prestigioso que llegue a ser, la realidad de la que se avergüenza. Acaso allí, en el mundo, quedan los que nunca se dan por enterados; aquellos a los que la realidad no les corroe la doctrina de la fe: somos más que la unidad, somos los destinos que nos permiten los escrúpulos; somos, jamás soy: la reencarnación ocurre en vida, todo el tiempo; y unos pocos deciden cuándo, cómo, en qué, en quién. Una resurrección que funciona como si cada cual contara con más de un futuro y, que, eligiendo uno tras otro, pudiera diferir el tedio, la edad.

*

Probablemente, a Caracas arriben quienes nunca fueron de ninguna parte – menos que menos, de sí mismos. Con suerte si fueron fracciones de instante, de un puñadito de circunstancias circunstanciales y de sus emociones asociadas. Aquellos que buscan un lugar creyendo que se buscan – es decir, que eluden el trámite de vivir. Siempre tras nostalgias que no son más que la mímica de un bienestar estándar: formas, antes bien, de una esperanza a la que se quiere creer ya gozada y, por tanto, más probable de incurrir en la repetición simétrica. Quién sabe.

***

¿Cuándo fue ayer? O, antes bien, qué, o quién, fue ayer. ¿Era aquello el presente o un error de la estocástica de los días? ¿O era una brutalidad de los hombres: cuál de ellas; cuándo? Para qué el simulacro de supervivencia.

*

El día duraba, sin mudanza. Luz escasa, irresoluta. ¿Se habrían extinguido el tiempo, las traslaciones, los equilibrios sospechados? ¿Era, pues, aquello, el saldo testimonial de un colapso por tanto inacabado?

El único movimiento, constató, era el de las nubes – y el del aire asmático que las desplazaba. Pensó que aquello era un residuo, una inercia que antes o después habría de agotarse.

Cuenta sus pasos – ¿cuándo comenzó? – como método de constatación: de sí, de desplazamiento; ¿de algo, realmente?

*

Progresaban las nubes sucias, casi confundidas con el cielo ocre – como el sarro de las sonrisas resignadas -, tal como si el tiempo se afanara por agotarse; sin interponer sombra, ahuyentando la estafa de mímicas.

Con aires apocalípticos, esa chatura simétrica – que se extendía como una pedante perspectiva – aunque integrada a la inflexibilidad de la lógica: puesto que si él está, si es, (aún) allí, en ese escenario circunstante, sigue entonces estando sometido al dominio de lo contingente – otra cuestión es su ignorancia causal; esa ruptura cronológica que le impide cada vez más salvar la brecha entre la (progresivamente inverosímil) existencia presente y la indudable pretérita.

***

En parte había sospechado que la voluntad es un invento, una escenificación de una cierta forma de la fe; que lo mejor es dejarse conducir adónde sea que a cada cual le corresponde: la vida, el destino – qué importa el nombre, si igualmente permanecen ignotos el propósito y el mecanismo – sabrán obrar. Y ni siquiera; probablemente no saben ni dónde queda mañana ni la distancia que media entre una alegría y una frustración. No se los puede dejar hacer así como así. Y, aun así.

Así, no decidiendo (o convencido de no haberlo hecho) había ido enhebrando la ristra de renuncias (de yerros) que lo habían conducido a Caracas – duplicada de manera perfectamente imperfecta.

Qué puedo hacer, se había preguntado, sin hacerlo, en cada encrucijada que no fuese trivial. Y cada vez se había contestado, con esa cadencia que adquieren las formas del convencimiento, de la excusa, “nada” (que siempre es algo). Así había llegado allí, haciendo esa mínima cuota de sustantividad que oculta todo simulacro de nada: es decir, ejerciendo la forma más acabada de negligente voluntad.

*

Se había dedicado, a fin de cuentas, a dejarlo todo atrás. Pero no a la manera en que se dejan las vidas, como suele decirse, pensándose en una rutina de chambonadas, pifias, infortunios que han de ser interrumpidas; sino como quien sale de un sueño sólo para ingresar en otro, en otros. Es decir, como quien hace tiempo que se ha dado alcance a sí mismo y se ha decepcionado, pero que, casi a la vez, ha encontrado la fórmula para eclipsar esa observación que, de tal guisa, no llega a convertirse en una constatación.

Así había ido a dar a aquella ensoñación – o desafortunada metáfora – que no era ninguna parte y, por tanto, de la que ya no podía escapar; no por taumaturgias fulleras o por anomalías termodinámicas, sino porque uno termina por convertirse en aquello que cuenta y se cuenta, eso que memora. Sobre todo, si es adulteración.

***

Tan acostumbrado a someterse a la parsimonia de la suerte: a las infinitas variaciones de uno mismo (de presentarse uno tal cual es, sin los rastros de las permutaciones sucesivas, seríamos incapaces de acertar a discernir esa particularidad que alguna vez fuimos). Así, iba manoteando fantasías de elección. Separado consecuentemente de la calma por la barrera de noches intempestivas del cavilar, del arrepentirse.

***

Uno abandona, se entrega, porque termina por gustarle más la nostalgia que la felicidad.

No, Marcarano. Es el temor a la dignidad lo finalmente lleva a que uno se incline por la maniobra que lo hurta a uno de la palmada o el reproche, de la justicia o la injusticia del recuerdo que otros puedan elaborar de uno. El rechazo al ejercicio de esa honorabilidad que cada día está más barata: basta con durar hasta quedar reducido a un envoltorio de piel y silencio, un mármol maleable para la parábola, el discurso – la auténtica, en cambio, no puede sino a obligar a su sostenimiento, es decir, al esfuerzo sobrehumano de hacer de cuenta que es un rasgo (propio, continuado) y no la transitoria peculiaridad un momento, de una expresión puntual, dada (como se supone que se exhibe o profesa la valentía o su opuesto).

***

Marcarano no era Marcarano. Era yo mismo frente a un espejo que debí haber examinado en algún momento de hace demasiado, porque el rostro que me devolvía no era el que miraba sino uno anterior, más seguro, más nuevo. Menos trajinado.

*

Caracas es una deslugareada apariencia. La última, quizás – ‘de cada uno de los que están aquí’, se ve tentado a pensar (y lo piensa, evidente y tangencialmente, aunque en el acto lo censura, avergonzado) -: una idea que es demasiado aterradora para tener miedo. Otro motivo para quedarse: el terror coagula las voluntades, paraliza iniciativas; y garantiza votos. No, tampoco; si el espanto es uno mismo, qué tanto. Caracas es apenas eso; es decir, la totalidad. Y más.

*

Qué más puede pretender uno, sino verse liberado de la obligación de afanarse en esa cruel rutina hipócrita de interpretar novedades y resoluciones y. Qué más que verse dispensado, entonces, de hacer artificiosamente (aquel que, se sospecha, cree el interlocutor que uno es) – con el gasto calórico del propio obrar.

*

Y, así y todo, quién puede asegurarnos que cuando uno cree haberse resignado es, precisa, irónica y tontamente, cuando más entregado se encuentra a la tenacidad, a la ilusión laica, pertinente, del organismo. Quién puede asegurarme, entonces, que esta Caracas no es la verdadera.

© Marcelo Wio

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