Analemma

Analemma. No, no es el nombre que te adjudico
en la intimidad – no imagines patético tonos de súplica venérea -,
ni es la señora aquella del registro de patentes inviables. 

Es un trayecto. Del sol, che. El periplo anual. O el trazado
de nuestra mirada detrás de una cámara paciente siguiéndole el ímpetu como se siguen ciertos adioses.

Movimiento armónico. De lacito – más de zapato que de trenza.

El resumen de tu presencia, podría decir, pero no lo diré. De la mía. Y de la señora esa.

Tríptico de ánimos - uno en un bucle, otro en el restante, y el tercero en el centro de la hélice desequilibrada que forma el conjunto.

No de tu ánimo, ni el de esa señora - a la que a esta altura podemos llamar Tamara, por ponerle un nombre que no la distancie como ese “señora” tan de editorial de diario conservador (muy mía, entonces, la señora) – y del mío,

sino el de las seis de la mañana en esa soledad sin aristas,
que una radio o un mate o ambos, si no cancelan, al menos relegan
a la región de las hornallas aún calientes. Soledad
meramente descriptiva, es decir, sin estructuras emocionales: no hay
espera que retrase los sucesos, ni hay ausencia que sea presencia. 

¿Los otros dos? Cierto, dije 
tríptico. Pero por afecto espontáneo
a la palabrita. Y por el Bosco. Y porque mi viejo le decía así a la trifecta. No sé por qué. Quizás
por el Bosco, también. O porque tuvo hijos con mi madre y otras
dos mujeres. Qué más da. A cada cual sus motivaciones. A cada quien
sus suposiciones.

Pero completemos el tríptico.

El tiempo sin tiempo de las doce del mediodía. El cielo encapotado. Sin viento. Sin lluvia, sin estación. La estatua del fulano ese que nunca supe bien qué hizo; el que está
en la plaza esa, ya sabés, 
la dedicada a otro prócer o héroe o arribista
que no es el del mármol. El del brazo
que señala hacia el río – como advirtiendo que vienen los tártaros o las importaciones baratas, o adelantándose y sugiriendo por dónde hay que rajarle a la malaria. Más gris que nunca. Es decir, casi invisible. Ese es el segundo tablón de la composición.

El tercero. Casi digo una obviedad. No, 
una obviedad no, una cursilada que te hubiese dejado temblando
la sensibilidad de Colegio Nacional Santísima María de los Buenos Aires Anchorena e Iraola SRL.
No, no te la voy a decir, faltaba más. Te quedás con las ganas
de reírte desde tu aula magna. El tercero. Un señor.
No, un señor no: Braulio. La gorra
vieja pero digna, como la ropa. La mirada
manchada de cataratas o de recuerdos – desde aquí no se nota. 
Sentado, como un niño que espera a su padre o al dueño de la pelota, en el escalón de un portal de una casa añosa del barrio de Pompeya. 
No, sin mate. Sin nada. Él y su mirada, 
que no se sabe bien si acompaña o lleva
a los pocos que pasan, si mueve 
las copas de los árboles, si hace ladrar al perro ocasional,
si hace roncar a la camioneta obesa, vencida.

¿Qué más querés? ¿Te parece poco? Un día sin insustancialidades, sin la emoción de los hechos, es decir, sin la accesoriedad falsificada del suceso. Un día que es varios – porque hay días que tienen que hacerse con muchísimas horas. 

No, no te trampeo, Analemma – y sí, ahora te voy a llamar así
hasta que aparezca otra palabrita que merezca la pena.

Si no te gusta mi trifecta, inventate la tuya. Pero, eso sí,
con vocecita Mercedes Simone, sirvuplé – perdone uste, Analemma
 s'il vous plait. Y ya que estamos, si querés, claro está,
 a mí, llamame Möbius, por mantener una inútil simetría: anhelito
de eternidad. 

© Marcelo Wio

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