Cama: una exégesis que oscurece

Vaya por delante que se mencionará harto seguido la palabra “cama”. A modo de justificación, baste decirse que, a falta de mejor término para nombrar la cama – tanto como concepto, como mueble-en-sí -, se elegirá, entonces, la voz “cama”. Podría, se dirá, utilizarse “lecho” y “tálamo”, por ejemplo; pero el primero no deja de resonar al sitio donde se echan los animales, y el segundo, a una región cerebral. Así pues, será “cama”.

Piénsese no en una cualquiera, sino en una como en la que Juan Carlos Onetti pasó su última década de vida. En España. Tumbado. Leyendo novelas policiales, como si estas le proporcionaran toda la extensión que precisara. También fumaba mucho y bebía, dicen, cuentan, relatan, refieren. Pero esto es casi una pornografía literario-biográfica innecesaria. Como si eso bastara para que se lo pensara en un lecho. Diantres, quise decir cama. Cama. Como si esas actividades, de alguna manera, vinieran a corroborar su predisposición camera, horizontal, acostada, tendida, tumbada, etcétera.

Por cierto, a modo de prueba de lo afirmado, Caballero Bonald contó una vez – quizás lo haya repetido en alguna otra oportunidad; pero a efectos de este texto, lo mismo da, así que ahí queda, como una mención única – lo siguiente: “Cuando yo lo conocí, se había pasado del vino tinto al whisky —por prescripción facultativa, según decía— y sólo leía novelas policiacas: Chandler, Simenon, Hammett, Jim Thompson, incluso algunas novelitas negras de frágil calidad y enredo curioso”.

También comentaba Bonald que unos familiares suyos, en cuarenta y pocos, se metieron en la cama y ya no salieron de ella. Uno de ellos, un tío, pensaba que la cama era el lugar más idóneo para pasar la vida. “Los acostados”. Así los llamaban.

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Cuánto queremos a Onetti. Y Bonald. Y Chandler. Y Hammet. Y, ya que estamos, a Twain, a Faulkner, Carpentier, Lispector, Porter – se hayan metido metódicamente en la cama o no. Y tantos otros que nos han facilitado universos paralelos.

Y, qué tanto, también a las camas que sirven para que uno (u otro) sea perezoso sin vergüenza, sin culpa – remolón con un libro, un amante o un proyecto imposible.

Como aquella en la que George Santayana, aislado en Roma luego de la Segunda Guerra Mundial, realizó gran parte de la escritura que tenía entre manos (bien enguantadas, para combatir el frío) en esa época: completó su autobiografía y otros trabajos. Dicen. Y no hay por qué descreer.

O como en la que, se cuenta don Marcel Proust recordó el tiempo que se le había escurrido entre una edad y otra – acaso, convencido de que debía detenerse lo más acabadamente para que el tiempo no siguiera transcurriendo con ese vértigo descarado. Que es casi como decir que el bueno de Marcel hacía gran parte de su vida en esa superficie escasa.

No como esas otras camas que parecen sacudirse a los usuarios tal como un perro se sacude el agua. O quizás sean sus ocupantes unos de esos, como suele decirse (¿dónde, por cuántos?, pues no lo sé), “culos inquietos”.

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A ver, quien dice cama, puede decir, en algún caso puntual, algún otro mobiliario que pueda desempeñar una función similar. Porque lo que subyace – no quién yace – es un concepto que va más allá del elemento-cama-tal-cual, de la relación evidente cama-sueño-descanso-divagación (y si, aquello otro también; aunque, siendo en tantos casos tan efímero, bien puede evitarse su inclusión en esta breve enumeración, que además responde a una comodidad postural y no a una predisposición del complejo hormonal-pulsional). Es decir, cualquier artilugio que permita una cómoda horizontalidad – que bien puede ser una filosofía del estar en el instante y su extensión hacia adelante (y, puestos a retozar, hacia atrás y los costados) o un dolce far niente de carácter eminentemente metafísico o metafito.

Así, Goncharov eligió para Oblomov un diván. Probablemente porque le quedaba mejor para presentarlo ante las visitas. Escrúpulos eslavos. O de época. O propios de don Iván. O porque sí.

O quizás porque – y aquí se produce una distinción mobiliaria tajante – lo de Oblomov no era la pereza del amigo Onetti, sino otra cosa bien distinta: tedio; un trastorno del élan vital.

Cuando no sabes para qué vives, no te importa cómo vives de un día para otro. Te alegras de que el día haya pasado y la noche haya llegado, y en tu sueño, entierras la tediosa pregunta de para qué has vivido ese día y para qué vas a vivir mañana”.

La elección mobiliaria de Goncharov adquiría así otra dimensión, puesto que lo de Oblomov resultaba ser más de diván; mueble que lo inscribía más en el continente de lo psicológico – en tanto y en cuanto paciente (del autor, sí, pero sobre todo del lector).

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Ay, si tantos que se levantan creyéndose indispensables se quedaran en la cama consumiendo sus afanes y sus arrogancias en esa brevedad confinada, cuánto bien le harían al grado de entropía universal.

Una cama es más que una cama

“¿No son tres las camas que se nos aparecen, de una de las cuales decimos que existe en la naturaleza y que, según pienso, ha sido fabricada por Dios? […] Otra, la que hace el carpintero…. Y la tercera, la que hace el pintor…. Entonces el pintor, el carpintero, Dios, estos tres presiden tres tipos de camas”. (República 597b)

Una cama es una cama es una cama.

Lugar para el sueño, el amor, la traición, los desquites; para la claudicación de la voluntad, la lectura, la escritura de cartas que no se han de enviar, para consolidar una idea (y para derrocarla posteriormente); para imaginar escenas, acciones, que jamás se han de ejecutar. La cama es el territorio más vasto – de topología esquiva -; y, paradójicamente, es donde uno es reducido a la reclusión más tajante: como de enfermo, de fallecido, de existencia liminar.  Y es el territorio que crea o recrea, cada vez, la intención de que esta vez sí, el deseo de… etcétera: tanto por nombrar, y tanta pereza en el teclear, que casi estoy por meterme en la cama. Que cada cual enumere, que, seguro que acierta más que quien esto farfulla.

En definitiva, cama fluida – como la de Zygmunt Bauman -, a la manera de esas aguas que, fingiendo un inmovilismo aparente en superficie, guardan una traición (o una sabiduría; dependerá del desenlace del encuentro, o de quién participe de él, de sus mañas) en su interior.

Para uno bien puede ser, entonces, esa suerte de cauce. O una quietud real, como de mancha de aceite o de sobrenombre bien puesto. O una Santa María o un Yoknapatawpha o un rincón ruso o una mansión victoriana cerca de Oxford o un pueblo castellano.

O un infierno. Al que no hay manera de pasarle las hojas. Porque lo escribe cada cual, en el aire magro que media entre uno y las sábanas cerradas completamente incompletas.

O la juventud que se quiso haber tenido y que no se fue capaz de vivir – porque, sin saberlo, se guardaba vida o vitalidad o lo que fuera esa cobardía, para más adelante. Y esa imaginería, en ese lugar, es más real que la realidad que rodea el lecho. Digo, la cama. La cama.

Y es que la cama altera la percepción del tiempo – incluso, diría, lo modifica tal como un campo gravitatorio o ciertas chácharas. De ahí que aquello que se piense, se elucubre en la cama pertenece a otro rango o plano existencial. Cómo, si no, una manta deviene protección suficiente contras las manifestaciones del mundo; al punto de que, bajo su liminar absolutez, uno desaparece – sin aparecer en ninguna otra parte. Tregua. Trinchera.

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A esta altura, uno estará tentado a postular que la cama, sin usufructuario, sin usuario, es madera, metal o el material que toque. Mueble. Desinclínese de tal inclinación quien así inclinado a pensar estuviese. Y haga el sencillo experimento de postrarse en un sillón – incluso en esos que son cruza con cama -, y de porfiarle creaciones a la propia circunstancia. Será en vano. Se podrá dormir una noche intranquila, o una siesta de la que invariablemente se despertará uno como si le hubiesen arriado una paliza igual que la que le propinaron al pobre hidalgo manchego y tal como si le hubiesen vaciado de material de sueños la sesera.

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Lugar de retorno.

Uno no regresa hasta que no ha vuelto a su cama. Hasta que no duerme otra vez en ella. Cama contra el olvido. Contra el embuste.

Como la de Ulises. Y Penélope.

“… yo puse una marca secreta en el lecho, que solo hice yo sin ayuda de nadie. Creció dentro del patio un olivo de alargadas hojas, floreciente y robusto, tan grueso como una columna. Las paredes de mi dormitorio labré en torno suyo … y le hice unas sólidas puertas muy bien ajustadas. Despojé de su fronda al olivo de alargadas ramas… ; y después de a nivel trabajarlo, hice el pie de la cama… Comenzando por él fui montando y puliendo la cama [que con plata, con oro y marfil adorné una vez lista.] Y por dentro extendí unas vistosas correas purpúreas. Esta es, pues, nuestra marca. Y ahora, no obstante, yo ignoro, ¡oh mujer!, si mi lecho está incólume, o alguien acaso lo ha cambiado de sitio, cortando debajo el olivo. Dijo, y ella sintió vacilar corazón y rodillas cuando reconoció las señales que Ulises le daba; y se puso a llorar y corrió velozmente a su encuentro, le echó al cuello los brazos, besó su cabeza… Y dijo: como me has dado las claras señales que tiene nuestro lecho, que nunca fue visto por otros mortales que no fuéramos tú y yo, … me convences en mi corazón, aunque ya él nada siente”.

Toma cama. Y uno conformándose con una de grandes almacenes. Pero no me quejo. Me basta para para mis retornos.

Apagando la luz

Podría mencionarse también que, como en todo aquello sobre lo que algo puede decirse, existen aquí varias corrientes de pensamiento. Una – acaso la primera – sostiene que la cama no es tal hasta tanto no se le añaden el colchón y la almohada o ingenios similares. Otra decía que eran las sábanas las que le daban la identidad; sin ellas, afirmaban, el todo era nada. Evidentemente, no transcurrió mucho tiempo sin que estos fueran acusados de ‘tropiquistas’; más no por los primeros, sino por una escisión de este mismo grupo de pensamiento, que decía que la frazada o manta era lo que hacía que el conjunto, así completo, deviniera en ‘cama-en-sí’. Otras escuelas surgieron: una de ellas propugnaba por la primacía de almohadones decorativos y cubrecamas como elementos determinantes de identidad. Mas, fueron acusados, no sin cierta razón, de ‘superficialistas’ y hasta de mera ‘comparsa interiorista’ y, segregados del mundo académico, se desbandaron sin dejar rastro (apenas un pequeño almohadón floreado en uno de los despachos que ocupaban en la Universidad X o Y).

Podría, pues, referirse esto, pero sería incurrir en una innecesaria fabricación que se le evitará al pobre lector que haya ya tenido el infortunio de caer en este texto – casi como si alguien le hubiese hecho la cama, como suele decirse por ahí, como algo negativo: con lo engorroso que es hacerse la cama, y lo agradable que es acostarse en una bien tendida, es difícil ver cómo esta locución acabó denotando una bajeza.

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En fin, sepa ser indulgente, pues, quien hasta aquí haya llegado. El resto se va, quizás, indignado, y sin esta disculpa sentida.

© Marcelo Wio

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