Un truhan y un señor

De tanto ocultar la verdad con mentiras
Me engañé sin saber que era yo quien perdía
De tanto esperar, yo que nunca ofrecía…”, Julio Iglesias

Entraba otoño envejecido por las comisuras de las ventanas apenas abiertas. Un aire fino como unas medias de mujer, y frío como los miembros de cierto club de sospechosa masculina exclusividad, que acarreaba olor a lluvia ya llovida y vuelta a llover; a empapadas hojas trituradas por el viento en conchabo con veredas y zócalos. Entraba todo eso – que era apenas una impresión fuera del tiempo, un concepto más anímico que concreto – a la oficina del comisario Bermúdez en el tercer piso de la comisaria general que aloja el Departamento de Homicidios.

Marcos Bermúdez se sometía a la inspección casi digital de esa manifestación o intromisión estacional en ese ambiente que siempre parecía oscuro a pesar de los tubos fluorescentes perpetuamente encendidos. Con una mirada que muchos juzgaban nostálgica y otros de desinteresada soberbia, Bermúdez, el jefe del Departamento, observaba su cuaderno de notas y los diversos trozos de papel con anotaciones que solía desperdigar por su escritorio y las estanterías de su oficina durante cada investigación con la secreta superstición de que los interrogantes se despejarían por sí mimos. Frente a él, las fotos terribles de siempre. Todas tan iguales después de tanto tiempo de ver cuerpos y brutalidades. Aunque, por algún motivo que se le escapaba o que no quería indagar, sentía especial repulsión por estas imágenes. Había una escenificación especial que a todos los detectives se les había hecho igualmente evidente como esquiva: el mensaje, habían concluido, no iba dirigido a los investigadores sino a alguien más. Alguno incluso aventuró que esa siniestra comunicación, si es que en efecto era tal cosa, bien podía estar dirigida al propio asesino; hipótesis que todos se apresuraron a descartar. Menos Bermúdez, que hizo una nota en un tique de aparcamiento que encontró en el bolsillo de su gabardina: “Un juego de uno – como el de los niños con su amigo invisible – ¿amigo invisible real?”

Como aumentando la lobreguez de esos crímenes, la atrocidad de febrero crecía contra los muros – o con ellos – y contra los desprevenidos madrileños, como una enredadera promiscua, sin más objeto que el de acumular voluntades doblegadas, resignadas. Confabulaciones y traiciones de viento y horas sin ritmo mientras la noche larga hinchaba su prepotencia: simulacros de la nada, o de oscuridad definitiva – que contiene trampas de la luz breve -, tenida por cómplice de las tramas más bajas que practica la humanidad: ladina, recoge los sacrificios que se cobra a esa hora donde todos están acostumbrados a sospechar de todos. Tan entristecido el ambiente, tan estéril, harto de ofrecer su cuerpo a los seres infames que lo recorren. Algo así pensaba Bermúdez, mientras lo transitaba él mismo, ajustándose el cuello insuficiente de la gabardina.

Por qué, se interrogaba. Porque sí. O, acaso, para ofrecerse un desafío digno, a la altura de lo que seguramente juzgaba una inteligencia por encima de lo normal. Porque sigue una estética que, por macabra, no deja de ser tal – incluso, una cierta ética de la que sólo él conoce sus normas, sus argumentos fundamentales. Se cuestionaba el comisario, sí, pero como mera forma de enumerar los motivos que se había ido formulado frente a las propias escenas y frente a las fotografías forenses. Algunas de esas elucubraciones las había compartido con sus subordinados. Otras, la mayoría, las había callado: porque bien podía dar la impresión de que razonaba el crimen, o sus motivaciones, más allá de lo habitual, al punto de dar la impresión de estar desacreditándolo como tal; pero, sobre todo, porque creía que los móviles que se le suponen a otros son siempre sospechadas pulsiones íntimas que esperan ser mitigadas, explicadas o, antes bien, redimidas por esa vía tangencial, evasiva. De manera que el análisis que indaga sobre por qué tal o cual cosa es posible – siempre con el tono que, significando una distancia moral con el sujeto (y su comportamiento) de tal observación, se muestra horrorizado – implica, a su vez, o acaso, sobre todo, un interrogante más profundo, personal: ¿soy capaz? – es decir, ¿cuáles son las condiciones que me pueden conducir a tal o cual proceder? O, más espantoso – porque la duda implica una suerte de reconocimiento, si se quiere -, ¿he sido capaz y lo he olvidado?

***

Mujeres. Siempre mujeres solteras, divorciadas, separadas. Solitarias. Esa era la única homogeneidad que, si acaso, no indicaba más que una conveniencia operativa. Ni sus edades, profesiones, niveles socio-económicos, respondían a la idea de patrón que siempre se intenta buscar en estos casos; muy probablemente más como una debilidad, como una forma de fe: en la capacidad de aprehender a quien comete los crímenes; en los límites que se traza la propia brutalidad; en definitiva, en la existencia de algo parecido al bien.

No, siempre mujeres no. Asesinó a un travestido. Pero ese escenario fue completamente distinto a los otros: había la herida diminuta, que sólo la autopsia encontró (un metal taimado, largo y punzante que se introdujo por el oído derecho y penetró en el cerebro provocando la muerte instantánea); y sólo eso, nada del ensañamiento pollockiano al que se entregaba en todos los otros casos, con el que, sostenían algunos entre los investigadores, procura reproducir y transmitir lo caótico de la existencia.

Esa única desviación en su mínima pauta los llevó a suponer que inmediatamente antes de entregarse a mancillar los cuerpos y a utilizar sus partes resultantes como herramienta para dispersar la sangre en lo que suponían una especie de horrible frenesí, les ofrecía el consuelo de una muerte probablemente inesperada, inadvertida – desvinculada de lo que seguía: una suerte de dignidad, si uno es capaz de estirar tanto los términos.

Mas, repeticiones de las autopsias realizadas a las cabezas de las mujeres asesinadas no encontraron, en ninguna de ellas, aquella herida que todos esperaban encontrar: se quedaba, así, sin esa egoísta, pero no menos necesaria constatación de que no habían sufrido aquellas vejaciones y mutilaciones. Aquel resultado los hizo volver a la misma pregunta: ¿cómo es posible que nadie haya oído nada? O, formulada de otra manera, ¿cómo era posible que las víctimas no hayan gritado? No había rastros de drogas; de nada que indicara una entrega tan absoluta de su voluntad, una fabricación de una docilidad tan exagerada, por completa. Ni las puertas mostraban signos de haber sido violentadas, ni los cuerpos presentaban golpes ni abrasiones propias de un forcejeo. A veces, pensaba Bermúdez, víctima y asesino parecían haberse puesto de acuerdo, como si cada cual conociera su papel y se sometiera al mismo de manera absoluta. Una secta de dos. Donde uno, el asesino, es el único elemento no variable (y el otro, lo es en tanto ese cambio es forzosamente necesario). ¿Qué no había llegado a pensar el comisario?

***

Y algo más. Siempre el mismo casete. Begin the Beguine, de Julio Iglesias. Lo que los hizo pensar que conocía a sus víctimas – ¿quién tenía ahora una casetera? Además, no parecían haber rastros de una entrada violenta. Aunque, cierto es que los macabros ataques pictóricos confundían todo.

Siempre a mitad de la canción Me olvidé de vivir. En el mismo punto exacto de la cinta.

Se pueden comprar en paradores en la ruta. Y en otros locales. O los ha comprado hace vaya a saber cuánto. Como sea, dijo una de sus subordinadas, es inútil rastrearlos. Era cierto. Todo parecía ser vano. Ellos mismos, se sentían cada vez más así. Como si su experiencia, sus recursos, sus técnicas, sus métodos, se hubieran tornado de pronto ineficaces.

¿Y el reproductor de casete?

Pues lo mismo. Apenas algo más complicado comprarlos ahora sin llamar la atención. Preguntaré por las casas de viejo, rastros. Le pediré a los compañeros a otras ciudades de España. Pero bien quedarán afuera pueblos y caseríos.

Y quedará afuera Francia y Marruecos. Y vamos, que es como una derrota anticipada.

Me temo que sí. Pero que quede por indagar.

Como quien va tirando fichas sobre el paño de la ruleta.

De demasiadas ruletas – respondió la inspectora.

***

Alberto lo aguardaba como siempre y dónde siempre. En la mesa contra el ventanal del café sobre el Paseo de Recoletos. Un café sólo frente a él; el cigarrillo humeante descansando, como un arma cansada de disparar, sobre el cenicero de cristal. El rostro suyo desde que había cumplido sus treinta – eso que tan alegremente se llama vida, le había ido exonerando el semblante por vaya a saber uno qué benevolencia o qué cinismo, nunca se sabe bien con el tiempo.

-Cada vez muere más gente que aún estaba viva.

-Claro…

-No, no. Ya sabes lo que quise decir; la que uno conoce, o conoció. Y que tiene ya una cierta edad.

-Todos tenemos siempre una edad. La que nos corresponde.

-Ya me entiendes.

-Sí… Cada vez apunta más cerca.

-Sí, esa es otra forma de decirlo.

-Esa es la forma de decirlo, Alberto.

-Invariablemente tan trágico, Marcos. ¿Secuela profesional? ¿O causa de la elección profesional? Te recuerdo así siempre. Pero quizás nuestra adolescencia no la puedo memorar como era, sino como somos ahora.

-No sé qué decirte. Tampoco importa mucho qué fue primero, si el carácter o la profesión. Soy ambas hace demasiado. Tanto que ya es tarde para ser otra cosa.

-Oye, Marcos, que no quería yo… Ya sabes…

-Ya lo sé, hombre. Y ese es el problema, que nunca quisimos ser sinceros; principalmente, con nosotros mismos.

-No, no…

-Que ya sé, Alberto. Si lo digo por mí; y a duras penas puedo ya habar por mí.

– Joder, mal día, ¿no?

-Mala vida… Bueno, seamos condescendientes: mala época.

-¿Una investigación difícil?

-Sí. O no…

-Acumulación de estados de ánimos.

-Algo así. Venga, cambiemos de tema. Convídame una copa de vino y charlemos del Atleti, o de alguna gilipollez. Antes de que diga nada, que te veo venir, que al Atleti lo he apartado del término siguiente.

-Menos mal, Marcos, porque si no, se acaba la amistad aquí mismo. Con eso sí que no se bromea.

A eso se había visto reducida su amistad. Un reducto de un par de horas por semana para hablar de nada – y recular en cuanto algo potencialmente serio asomara. Eso, y una adolescencia compartida que, como con todo lo que ya casi no nos pertenece, o que ya no somos, se recuerda según las necesidades presentes, según la forma que ha adquirido la relación entre dos que se han conocido más veces que aquella única, remota, en que creen haberse vinculado por primera vez.

Alberto se despidió como lo hacía habitualmente: Elena lo estaría esperando con la cena, mañana tenía un balance de esos chungos, que quería ver las noticias o una serie o lo que fuese. Más que una forma de decir adiós, era un argumentario en favor de la decisión de marcharse. Así va por la vida, el pobre, pensó Marcos, que inmediatamente pensó cómo, sin ir más lejos, iba él mismo: todos pidiendo perdón, permiso, dispensas, socorros. El libre albedrío su puta madre, dijo mientras observaba cómo Alberto salía del café.

El pianista comenzó a tocar. Ya era esa hora. En la que en los cafés y en los bares queda el material descartado. Tocaba con la mirada propia de rehuir las conversaciones, con el mismo gesto que una vez le había copiado a alguien en un funeral o en una boda. Tocaba como si lo hiciera siempre en la habitación blanca de parqué preciso donde había aprendido con Mme. Fournier; era la única manera de poder interpretar – sin pensar en ese café digno pero anticuado, en esas soledades aleladas, en los sueños traicionados.

Dos mesas más allá, una mujer que ya había dejado de contar edades, noches y recibos. Una frágil mirada no del todo lograda. Y de pronto, el horroroso casi guiño. La fatua sonrisa. Tenía todo un catálogo de irrelevancias gestuales y, conjeturó Bermúdez, sonoras, que le servían para obtener uno de esos triunfos mínimos que se pretenden siempre  pertenecientes o vinculados al territorio de las motivaciones profundas, a, incluso, principios intelectuales. Ella, con su sabiduría de todo por dos guitas, y esa predisposición a decir astucias, verdades universales, de balcón o café. Ella y ese pelo de juventud trasnochada. Ella, y esa voz de agudeza entre indignada y superada, de estar siempre dirigiéndose más allá de su interlocutor. Apenas una imitación de una idea – pensó Bermúdez -, del boceto de una caricatura: una vulgaridad con afán de gracia, esa mueca ordinaria. Y él, a su vez, tan cansado de sí, de la simetría casi perfecta con la realidad que evaluaba en esa mujer o a cualquier otra semejante.

Un acento descascarado, el de la mujer; como el rasgo remanente – y posiblemente apócrifo – de una tradición sin lustre; es decir, toda aquella que no puede pagarse la exaltación de su prestigio. Un momento de un gesto que se compone para no ser visto, para no pensar o para no dejarse pensar: creyéndolo máscara, descubre el rostro. Cuánta resignación prepotente en la forma de sostener el cuerpo en la realidad: aquí estoy, dice, pero, a la vez, me oculto detrás de mí misma haciendo de cuenta que soy la simplificación de otra.

Material de asesino en serie, se dijo el comisario. Perfecta para el que seguimos ahora. Seguir es un decir, porque para realizar tal ejercicio, primero hay que conocer a quién se acecha. Por ahora el seguimiento es tan abstracto como el perpetrador. Una serie de pistas que no conducen más allá de los escenarios en las que se encuentran, como si la víctima y el asesino coincidieran en un mismo sujeto. Apenas una visita a los escenarios de su macabra manía.

La miró a través de la mesa y le dijo algo que era una continuación de algo que ya había dicho – a ella o a otra. Ella pensó: tiene el pobre un disminuido catálogo de irrelevancias, de formulitas mal envejecidas que el día menos pensado le va a quedar obsoleto. Pero aún le vale. O aún me vale a mí esa tristeza que todavía se permite una cierta burla de sí misma, que hace pasar la astucia por inteligencia. Cuánta resignación en la forma de sostener la fe en su representación: aquí estoy, dice, pero, a la vez, hace tiempo que no está ni en sí mismo.

Pero aún nos valemos, pensaron. O algo por el estilo.

***

El teléfono sonó a las 5.47 de la mañana. La mujer ya no estaba. El lado de la cama que había ocupado estaba frío – calculó que su ausencia podía datarse en, como mínimo, media hora. O menos, después de todo, estaban en invierno y él se olvidaba de encender la calefacción.

Aún antes de levantar el auricular pudo oír la voz y el contenido que pronunciaba la voz que de siempre. Efectivamente era Muñoz, con la seriedad escandalizada que ya debería habérsele evaporado, para anunciarle otro asesinato y darle la dirección.

En el apartamento se encontró con la visión de siempre. Los trazos. Siempre esos trazos. Y la eternidad desmantelada y ya dispuesta en bolsas de residuos, dudosamente dignificadas por su uso forense, y en cajas de evidencias – vamos, cajas de toda la vida. Quedaban inevitables piezas sueltas – ya vendrán los equipos de limpieza y, luego, si los había, los familiares -, trozos como migas o arenilla, que no se sabe de qué sección de los estratos formaban parte.

Lo más inquietante para Bermúdez era que donde uno creía que quedaría un vacío conspicuo – como el que deja la capa del circo en las afueras de las ciudades de provincia una vez que se marchan -, la ausencia no parecía si quiera tal cosa: como si la presencia hubiese sido insignificante; casi, casi un mero estadio, una configuración pasajera de la insuficiencia; como si hubiese sido una ficción inmaterial en la que muy pocos creyeron. Es decir, como si el crimen negara su ocurrencia.

Mientras constaba esa repetida apreciación – antes bien, otra de esas estrategias que uno se va inventando para impermeabilizarse contra ciertas salpicaduras morales, por llamarlas de alguna manera -, vio aquel adorno: un gato de cerámica. Había visto uno igual en casa de Alberto. Sin duda. De hecho, su amigo le había dicho: Ya ves los gustos de Elena; lo peor es que, por mimesis o como se llame, han terminado por gustarme. Quizás no sea esa la palabra, había agregado: han terminado por elevarse a la categoría de símbolo de hogar, o de estabilidad. Algo por el estilo.

Ya, ¿y qué tenía que ver ese gato con este? ¿Cuántos gatos de esos se habrán fabricado previendo acertadamente una cierta generalización del mal gusto?

Entonces recordó lo que había dicho el inspector Martínez: el tío este modifica el escenario tal como si pretendiera inventarle o imponerle una vida… Vamos, una existencia, o elementos de la misma, a la víctima; como si esta fuera una suerte muñeca sobre la que puede actuar momentáneamente. Quizás no tanto como modificar, pero sí adulterar. Aunque estoy convencido de que se lleva objetos relevantes de la víctima y apenas deja una serie de efectos personales abstractos, fotos que escasamente muestran a la víctima en algún lugar, sin nadie más… ¿Sabe qué, comisario? La impresión que tengo que es que menoscaba su objetividad: si no son del todo, lo que hace no sería un asesinato, sería otra cosa… más ligera… Una mera infracción que es dable a interpretación…

Habían indagado superficialmente esa sugerencia. Pero los familiares cercanos que habían sido preguntados sobre las pertenencias, o bien no habían estado nunca en los pisos de las mujeres, o hacía una eternidad de ello, o no habían prestado atención. Como sea, nadie sabía si tal o cual objeto pertenecía o no a la víctima. Es más, puestos a no saber, desconocían sus gustos decorativos.

Todo lo sólido se desvanece en el aire, había dicho alguno. Así, se consolaba o se lamentaba (quizás uno y otro sean fórmulas intercambiables, es decir, manifestaciones similares) Bermúdez, que se decía que, si lo sólido tiende a esas disipaciones, qué habría de esperarle a lo frágil, a lo volátil – el mismísimo material sobre el que estaban trabajando.

Alberto… Alberto… El nombre flotando sobre la habitación.

– Comisario, ¿quiere echarle un ojo al rostro de la mujer antes de que lo llevemos al anatómico forense?

Siempre se podía contar con una voz que lo salvara a uno de sí mismo. Aunque fuera para llevar a cabo esa desoladora formalidad.

Uno de los técnicos forenses abrió una bolsa.

“Material de asesino en serie”. “Perfecta para el que seguimos ahora”. Las frases pretéritas, que habían sido una mezcla de… ¿de qué? ¿Desprecio? Como fuera, las frases le volvieron como dos tajantes puñetazos. “Una frágil mirada no del todo lograda”. “El horroroso guiño”. “La fatua sonrisa”.

Era la misma mujer.

– ¿Hace cuánto…? – dijo, esforzándose por mantener su tono habitual.

– Ya sabe comisario, cuando…

– Ya, ya… cuando realicen la autopsia podrán darme un lapso de tiempo más preciso.

El técnico asintió.

Alberto… ¿Cómo, por qué, para qué? ¿Cómo, por qué…? Y de pronto, todo (es decir, nada) encajaba – como encajan las cosas que no se han correspondido con ninguna de las teorías, de las conjeturas: mediante una corazonada o, lo que es lo mismo, mediante una desesperación. Lo mismo que lo obligaba dudar de esa sospecha.

***

Quién empuja las horas hacia el filo de los días. Quién las arrea como hojas. Quién es, pues, el que nos conduce de tal manera a nuestro pesar.

***

A veces había tenido la inquietante sensación de que no intentaba entender al sujeto que perpetraba aquellos horrores para así aproximarse más a su identificación. No, lo que hacía, se figuraba, estaba más familiarizado con la literatura y una filosofía de la justificación: partía de los hechos, o de parte de ellos, sí – su grotesca conclusión, casi el residuo de una serie de eventos que se le hacían ordenados, sistemáticos, como los gestos de una ceremonia estricta, más que de una coreografía, que siempre admite (y por tanto incorpora) una variación -,  pero los ajustaba a sus propias debilidades o como fuese que pudiese denominarse ese impulso por participar de aquellos eventos, por intervenir en ellos, no como quien va a rebufo, sino como quien va, no a su mismo tranco, sino en su mismo momento; es decir, como quien, de alguna manera, ejecuta o facilita al menos alguno de los elementos de la ominosa ritualidad. En breve, sentía una suerte de remordimiento que no podía explicar. Pero que estaba allí desde el tercero o cuarto asesinato de la serie abierta.

Ahora se le hacía más evidente los motivos de aquél sucedáneo de la culpa. Esa forma de distanciarse de la posibilidad de llegar a un nombre que, pensaba también ahora, debía habérsele hecho presente mucho antes de ese gato de cerámica – probablemente en algún otro detalle que inconscientemente descartó como indicio de una identidad (que, por muy conocida, se le hacía más esquiva).

***

El encuentro de la semana siguiente con Alberto fue idéntico a los tantos que lo precedieron. Lo único que cambió fue que una vez que se hubieron despedido, Bermúdez no se quedó a escuchar el ensombrecido y reiterado repertorio del pianista – un tal Carlos Mínguez -, sino que siguió a su amigo con una sensación de culpabilidad y resquemor. El trayecto era conocido. Todos los trayectos madrileños – inmensa combinación, sí, aunque limitada a la finitud de sus calles – eran, a esa altura, conocidos para Bermúdez, que creía que un policía debía caminar asiduamente por los barrios de la ciudad que… ¿Qué qué?, se interrogó en ese momento. ¿Custodiaba? No llegaba a ser eso lo que hacía, pensaba mientras seguía a su amigo. No esa no era la palabra. ¿Cuál era la palabra que había definido su máxima mínima? No recordaba que hubiese habido alguna. Porque él sabía lo que se decía, y ello no lo había compartido nunca con nadie porque no estaba seguro de que aquello que valía para él, lo hiciera para el otro. Y porque desconfiaba de esas enseñanzas que no se pueden explicar más que con silencios y abstracciones.

Como fuere, el camino que seguía ahora era harto sabido porque lo había hecho mil y una vez con Alberto cuando le daba por acompañarlo hasta el portal de su edificio. Hasta allí lo siguió, y allí lo vio entrar a Alberto. Estuvo aún casi una hora en la vereda de enfrente observando. Vigilancia inútil la que se funda en la brevedad de unos minutos para extraer una conclusión tan notable y determinante.

Sobre las nueve de la noche lo llamaron para comunicarle que aparentemente la Jefatura de Palma de Mallorca había encontrado similitudes entre unos viejos casos sin resolver y estos que ahora permanecían igualmente impunes en Madrid.

***

Miró por la ventanilla la costa que se estiraba hasta perder su identidad y transformarse en una esencialidad euclidiana; casi, a esa altura, como si fuese la tierra la que se alejaba. Quizás esa sensación de deserción radicaba en el hecho de que nunca había viajado en barco. O que nunca había salido de Madrid. Que la tierra había sido algo que había dado por seguro, por inmediato. Rememoró los versos de Eliot: “you shall not think ‘the past is finished’ or ‘the future is before us’”.

Por qué había respondido tan rápido que iría él mismo a ver lo que hubiera que ver. ¿Sólo había obedecido a uno de esos máximos fraudulentos del ánimo – que siempre se daban cuando las instancias más peregrinas venían a presentársele? Peregrinas según su perspectiva, porque un viaje de trabajo para revisar unas pruebas en Mallorca escasamente entrara en tal categoría para sus compañeros de trabajo. Casi nada quedaba de Valencia – más allá de la conciencia de que allí estaba, que de allí había salido, de que su perfil había persistido durante un buen rato, de que los vínculos con la tierra lo hacían creer intuirla donde ya no estaba -, engullida por el horizonte de probabilidades (¿o era el de caducidades?). Tanto jovencito dispuesto a un viaje, y va y se ofrece él, que quiere ver esas pruebas de un caso antiguo que tienen en Palma y que se parecen, dicen, aunque sea como germen, a los primeros pasos del asesino que los lleva de culo.

Qué tengo que ver yo con Mallorca, las conjeturas de un inspector seguramente aburrido y la navegación marítima. Los máximos iban de camino de ser mínimos; si es que no lo eran ya. Siempre era así. Se acordó de pronto que tenía que tomarse las pastillas. Ese es el problema, se dijo – como se dicen los que se han acostumbrado a tratarse como si fueran dos -, con este caso, me he saltado la medicación a lo tonto, y he dormido mal y poco y…

Le pareció que ese día duraba ya demasiado, que tenía más horas que un mes. Horas aglutinadas, gruesas, pero que igualmente valen escasamente lo que un puñado de minutos.

***

Recordó, instigado por el vaivén que lo sumía en un amodorramiento mareado, que por la noche había llamado su ex mujer. ¿Qué le había dicho? Estaba acelerado, desasosegado por el viaje. Había viajado únicamente en tres ocasiones con anterioridad. Bueno, viajar, lo que se dice viajar, no. Se había desplazado, más bien. En el tren de cercanías. A Parla. Móstoles, Segovia. El ferry le había comenzado a generar ansiedad cuando se encontró solo en casa: como si el aire se le quedara atrapado dentro y tuviera que hacer un esfuerzo por sacarlo. Un ahogo invertido. Si uno va a tener sus ataques, al menos que sean singulares, que para padecer lo de todos, lo mismo no se padece nada y se vuelve uno un temerario.

– ¿Me oyes?

– …

– Hola…

– …

Él podía escucharse perfectamente. Aunque no siempre podía o quería oír lo que tenía para decir. Se cansaba mucho. De sí mismo. Y con dos o tres whiskies encima, más. Y ahora tenía no menos de cinco. ¿Tanto he tomado? Bueno, sí, sino no estaría llamándola.

– ¿Me escuchas, Marta?

– …

¿Por qué dije su nombre? – Creía haberse hurtado la fútil excusa de haber llamado a otra persona. Pero…

– ¿Me escuchas?

– …

… qué sentido tiene sustraer el nombre, si es evidente a quién he llamado, concluyó.

– Coño, Marta, ¿me escuchas? Sé que estás ahí. Siempre estás ahí… Bueno, no ahí, sino ahí donde estés ahora. ¿Estás…? – Las ideas se resbalaban en la trampa de alcohol. Quería decir que estaba siempre donde la pensaba; no, que estaba siempre en su cabeza o algo por el estilo.

– …

Se preguntó por qué de pronto ese enojo que no sentía – no sinceramente, no… No, ¿qué?

– ¡Cago en diez, Marta!

– …

Ya no podía evitar ese papel que alguna que otra vez había interpretado con mayor o menor convicción, pero siempre sin talento. No era un papel, era un recurso: la única forma que sabía de disputarle la razón, de creer que salvaguardaba su orgullo de sí mismo.

El silencio que le devolvía el auricular estaba cargado de significados – para él, en esa circunstancia particular, pendiente abajo -; el problema era que no tenía el código ni la paciencia para descifrarlos.

No podía dejar de oír esa suerte de cosquilleo material, esa presencia autocensurada que podía fácilmente conjeturar – alguien, después de todo, había contestado la llamada. Bueno, lo que se dice contestar…

No era propio de Marta esa escenificación. Ella decía lo que tenía que decir, o que no tenía nada que decir ni ganas de escuchar, y asunto concluido. Clic o clac o como hace el aparato cuando a uno le cuelgan y lo dejan con una soledad que parece de pronto duplicada. Lo decía con su voz, no con el equívoco de un silencio sádico.

A ver si le ha pasado algo…

– ¿Marta?

– …

– Marta, déjate de bobadas, me estás preocupando.

– …

– Sólo llamaba para contarte que mañana voy a Mallorca. Cosas del trabajo. Voy en tren hasta Valencia y allí cojo el ferry. De alguna manera, el barco me pareció menos angustiante que coger un avión. Nada. Eso… Y quizás un sentimiento de fatalidad. Qué sé yo. Y que estado un poco más arriba que de costumbre y ahora empiezo a bajar o en breve empezaré a bajar y ya no me animaré a llamarte. Quizás por eso. Creo que siempre te llamo cuando intuyo un descenso, sus primeras evidencias. No sé, ahora mismo no lo recuerdo… Pues eso, que viajo. Y que estoy bajando. Que lo de siempre y alguna cosita más. Siempre se pega algo, dicen. Rara vez se desprende algo que no valga la pena. Venga, Marta, adiós.

***

Si se decidió a viajar fue porque el término Alberto se infiltró en este asunto – porque esa mujer, en ese preciso momento, se convirtió en víctima. Y punto, se dijo. Es decir, porque temía que efectivamente tuviera algo que ver y, sobre todo, porque aventuraba que ese involucramiento pudiera responder a una turbia forma de vínculo con él; a la manera de esos gatos que le llevan u ofrendan presas al amo, o de aquellas existencias que sólo están cerca de alguien por una perversa manifestación de la envidia – de qué, ni ellos lo saben. Y, claro, porque Alberto vivió en Mallorca buena parte de su infancia y comienzo de la adolescencia. Porque cada tanto volvía allí con la familia.

Sin permitirse hacer (del todo) conscientes todos esos motivos, o explicaciones, eso sabía Bermúdez. Eso y que no aguantaría sin vomitar todo el trayecto.

Le había pedido a la cabo Ruiz que le consiguiera un casete de Julio Iglesias. Y uno de esos aparatos para escucharlo por la calle. Un uolman de esos. La cabo lo miró con algo que era apenas distancia generacional, le pidió el móvil, y le descargó el disco. Y hasta le dio unos auriculares de esos que parecen culebrillas famélicas.

Se puso a escuchar el disco. ¿Hacía cuánto no lo oía? No recordaba. Sobre todo, porque nunca había escuchado música con atención: lo que ponían en la radio, y siempre de fondo, al pasar. Se dio cuenta de que probablemente este era el primer disco que tenía, que había adquirido. Y, encima, con fines exclusivamente profesionales. Qué vida más sosa, la mía, pensó.

“De tanto ocultar la verdad con mentiras

Me engañé sin saber que era yo quien perdía

De tanto esperar, yo que nunca ofrecía…”

 

***

El destino de la mayoría es no tener efecto alguno en el mundo. Y, quien más, quien menos, sabe o sospecha esto. Por eso hay tanto postulante a aprendiz de mago, a hacedor de último momento; desesperados que creen que una notoriedad, por muy pasajera que sea – incluso, por muy ignominiosa que fuere – equivale a haberle hecho una muesca al tiempo. Ahí están desde el imbécil que corre desnudo en un campo de juego del deporte que sea, hasta el extremo de la pulsión por ser más que existencia, donde se encuentran los asesinos en serie y ciertos autoproclamados humoristas. Todos con el mismo afán. Lo que varía son los métodos que permiten, o no, los escrúpulos que uno tenga – o la intensidad y naturaleza de estos. Hay un momento en el que acaso advierten que no queda tiempo para las traiciones de la esperanza. Por no quedar, no queda nadie que testifique – esto, acaso, funcione como algo parecido a esos atractores de los sistemas caóticos – que su presencia ha llegado a ocurrir del todo, y que no ha sido un imperfecto e inacabado intento de… Precisamente de esa ausencia que creen ser. De ese vacío surgido de ellos mismos del que no pueden escapar, como si su campo gravitacional fuese más fuerte que cualquier recuerdo ameno, cualquier momento auténtico. Sencillamente se dejan ir hacia el centro de esa trágica desventura que, a fuerza de malhadada voluntad, a la larga termina llevándose por delante a más de una que otra vida.

***

En aquello que otro que hubiese ido en su lugar hubiese encontrado apenas sugerencias convenientes de vínculos entre ese pasado mallorquín y el presente madrileño de un asesino, sugerencias que no acercaban ni un ápice al objetivo, una mera abstracción que podía corresponder a cualquier turbia intimidad – es decir, a cualquier intimidad; en ello, Bermúdez vio trozos de correspondencia inequívocos; una coherencia sin solución de continuidad que, dolorosamente (¿era ese el término; la sensación?) acotaban la búsqueda drásticamente: que la orientaban a una única identidad.

Los rastros del asesino actual. Aquellos pretéritos. Y aquellas particularidades del adolescente recién llegado de Palma que conoció en el instituto en Madrid, que siempre fueron una extraña presencia inquietante que no llegaba a manifestarse de ninguna manera – por lo menos, en el territorio magro de su relación de afecto que se circunscribía a los videojuegos, los libros de ciencia ficción y al Atlético de Madrid. Unos y otras encajaban acabadamente: es decir, unos no podían ser sin los otras y viceversa.

O, quizás, pensó, no eran más que conclusiones confeccionadas con datos muy tenues y a partir de una sospecha que lo había invadido como esos pensamientos que pertenecen a vaya a saber quién y se entrometen como un golpe de aire a arruinarle el día a uno – o, incluso, la vida; que hay pensamientos muy cabrones, que actúan como virus implacables.

***

Apenas si estuvo veinticuatro horas en Palma. Vio lo que tenía que ver. Durmió mal y poco. Por la mañana fue a una librería que le recomendó la inspectora que le mostró el material. En el Carrer Arabí: una cuesta que se le hizo más inclinada de lo que era; unas escaleras de piedra gastada que le hicieron pensar en Humberto Eco – quizás por la iglesia, casi muro toda ella, que había a su izquierda. Compró un librito con aforismos y ensayos de Schopenhauer y los Cuatros Cuartetos. Siempre que entraba en una librería compraba ese libro de Eliot. Ya había perdido la cuenta del número de copias que tenía. No podía evitarlo. Alguna vez intentó no hacerlo, y a las pocas calles de andar tuvo que volver y adquirirlo: todo parecía comenzar a fundirse en negro, como en las transiciones entre escenas en una película antigua; hasta quedar un punto que no era el centro de nada. Y en la cabeza, como un latido muy Edgar Allan o sencillamente muy hipertensión:

Time present and time past

Are both perhaps present in time future,

And time future contained in time past.

If all time is eternally present

All time is unredeemable.

What might have been is an abstraction

Remaining a perpetual possibility

Only in a world of speculation”, leyó.

En el paseo del Borne, los plátanos deshojados. Tablero de olvidada partida. Venían dos de la mano como si alguna vez se hubieran querido; pero ahora parecía más una costumbre o un temor lo que los agremiaba en el andar. Algo decían, pero Bermúdez no pudo discernir nada debajo de una voz que anunciaba la lotería del Niño, – “tengo el seis para el seis, señora, señor” -, el tráfico y las estridencias de unos jóvenes que no sabían no mostrar su aburrimiento. Le pareció al inspector que todo era una costra que impedía ver más allá de la geometría evidente de las existencias, sobre todo a los propios interesados (o desinteresados).

Una corteza, la suya, que ya ni siquiera le permitía el consuelo de observar las desgracias y la aflicción ajena. No, no es la costra, se dijo. Es la profesión que me ha vedado esa triste, última, fórmula.

***

Un ferry, con esa melancolía de último recurso, también es lugar para la seducción. Bermúdez, que había pensado leer – y vomitar – tranquilamente, se vio atraído a esa praxis. A su lado, una mujer, como si alguien le hubiera dicho “acción”, se había largado a decir. Detalles íntimos. Aunque de un carácter – y una espiritualidad – generales, abstractos. Algo así como el souvenir de una idiosincrasia sin rasgos, el simulacro de una profundidad de esas que pueden decirse colectivas (es decir, inexistentes). Iba diciéndolos como quien arroja la ceniza del cigarrillo dentro de un cenicero – el cristal grueso, miope, una esquina cascada y ya limada por el roce con las palabras, el humo y las penas -, sin prestar atención, tal como si fuese más una operación que se ha realizado tantas veces, y tan automáticamente, que probablemente ni siquiera fueron suyos – acaso fue juntándolos aquí y allá cómo quien compone un vestuario más o menos coherente más allá de las modas y las estaciones.

El inspector se dejó decir. Que lo untura en palabras. Que dijera como quien hace ejercicio. Como siempre. Mas, de pronto decidió que eso era todo lo que iba a permitir, a hacer, más bien. Porque recordó. A la mujer. Y a Alberto. E, igual de repentinamente, se le hizo que Alberto estaba allí, en el ferry, observándolo. Que había estado todo el tiempo siguiendo sus pasos en Palma. Ahora recordaba – ¿o inventaba la memoria que le permitía ese verbo? -, que le había parecido verlo en el paseo del Borne, y también frente al Teatro Principal y en la entrada del Corte Inglés de Jaime III.

Era imposible. Alberto no sabía que iba a Palma… Sí sabía. Claro que sabía. Si lo llamé – y las palabras le golpearon la frente. Para que me recomendara un sitio de comida de mar. ¿Cómo había podido olvidarlo? Pero, cavilaba ahora, no lo había llamado para eso. A ver, eso fue lo que le preguntó; pero quería que Alberto supiera, que lo siguiera. Quería que confirmara su sospecha. No, quería que, no siguiéndolo, la invalidara. ¿Qué había buscado, realmente? Ni él lo sabía. Ahora no sabía si lo había seguido hasta Palma o si sólo había imaginado vislumbrarlo.

***

La vida no es más que el vértigo de ser una paradoja de Grelling-Nelson, le había dicho aquel hombre en un café sin identidad de las avenidas de Palma – ese trayecto como de muralla antigua o de trazado anterior a la invención del semicírculo. Había tantos hombres como ese que decían una frase una y otra vez, incapaces de una espontaneidad o de ejecutar la más mínima y sincera aleatoriedad de una conversación de barra de bar. Había escuchado esos métodos añejos con que los que, desde siempre, los seres se habían sujetado a lo social, tantas veces como los había desechado al salir de la zona de influencia de esa sosegada desesperación, de ese ritual vacío. Pero esta vez se lo había penetrado como un presagio o una idea intrusiva. Quizás fuese el nombre, que no conocía, de una paradoja que tal vez no fuese tal.

A esa frase se agarró Bermúdez en el ferry. O a esa idea: paradoja de Grelling-Nelson. Hizo algo que nunca hacía: introducir el término en el buscador de su móvil. Bermúdez prefería la búsqueda en los libros: se le hacía que esa permanencia disuadía las adulteraciones fáciles – las otras merecían, incluso, cierto respeto. Mientras tecleaba, rememoró un programa que conducía Constantino Romero. Otra época. Otras búsquedas.

Le dio gracias al tipo aquel que, sospechó, seguía en aquel bar repitiendo las frases que le habían asignado la vida. ¿Cada cuál tiene el papel que le corresponde o el papel rebaja o exalta a los sujetos?

En la cubierta de popa, observando la estela abrirse como un abrazo vacío que se perdía en sí mismo, le vinieron a la mente palabras que Thomas Stearns dispuso en un orden que, quizás, vuelva a repetirse como novedad en otra época, en otra parte, en otra lengua: “You are not those who saw the habours/Receding, or those who Will disembark”. Bermúdez se preguntaba si aquello valía para quienes se quedaron en el puerto, en la ciudad, en ese instante que para uno fue origen de un destino, por más transitorio que este fuese.

***

Alberto lo esperaba en Atocha. Bermúdez creyó entrever un gesto nuevo, aunque mínimo, en el rostro de su amigo. Pero probablemente era la acumulación de barruntos y señales que él llevaba encima.

Salieron de la estación y caminaron hacia el Paseo del Prado en silencio. Alberto le propuso, con un vago ademán, subir por la cuesta de Moyano. Por allí enfilaron. Había pocas casetas de venta de libros abiertas.

– No estamos diseñados para sufrir. Para sobrellevar dignamente las penurias que nos hemos inventado o que otros han fabricado por nosotros. Si el propósito de nuestra vida fuese no padecer, estaríamos, o mejor adaptados o bien seríamos incapaces de realizar los actos que provocan tales males. Y, ya ves, Marcos, ni lo uno ni lo otro. Quizás lo primero es necesario para poder desarrollar esas miserias que se nos ocurren y que algunos concretamos en ese plano que llamamos realidad: territorio compartido donde las causas de uno bien pueden ser las consecuencias para otros. Así pues, ni hay propósito en nuestras acciones ni, tampoco, falta: sencillamente es parte de nuestra.

Sí, es así. Así que no te molestes en preguntar por motivaciones. Apenas, acaso, el afán de añadir desdicha y aflicción al mundo con el sólo objetivo de fabricarme el consuelo de la desgracia ajena. Una aplicación a partir de las opiniones tu amigo Arturito Chopenjauer.

– Me dices que no inquiera por, hablando en términos policiales, un móvil, pero me ofreces, como justificaciones de tus acciones, algo que se parece a uno.

– Quién no tiene sus contradicciones, Marcos. Quién. Pero ese no es la cuestión; lo que venía a preguntarte es qué encontraste en Mallorca.

– Ya lo sabes. Dos muertes. Jóvenes. Muy jóvenes. Siete y nueve años. Justo antes de que, según lo que me referiste, os vinierais a vivir a Madrid. Así, suelto, eso no es un hallazgo sino tres hechos cercanos en el tiempo. Pero me hizo recordar cosas; de otra manera. Ya sabes, como cuando vas al oculista y te va probando las lentes, y ves, sí, pero así, así, hasta que da con el aumento óptimo y ves clarito todo el conjunto de letras y el trozo de pared en la que están. Todo. Vi algo que veía en ti pero que no veía del todo, que parecía apenas un rasgo como mucho, cuando, ahora sé, es la personalidad.

– La primera de esas, el niño, fue un accidente. O, antes bien, fue inconsciente. Estaba tirando al blanco a unas latas con el tirachinas. Y el niño andaba por allí cerca, en ese descampado, jugando a vaya a saber qué. No sé qué me hizo girar así – un ruido, el sol, una abeja. La goma se me soltó y la piedra le dio en la cabeza, creo. No estoy seguro. Me quedé lívido. No sé cuándo reaccioné y fui a casa.

– Antes de esa reacción de abandono que mencionas, aún le tiraste, con el tirachinas – porque la fuerza descalifica el uso de la mano -, otros siete piedrazos a bocajarro en la cabeza.

– Pues eso no lo recuerdo. Palabra. Sí me acuerdo de la segunda. La niña. Me había quedado con la sensación de lo que había pasado con el niño…

– Que lo habías matado. Eso había pasado.

– Vale, sí. Pues eso. Una sensación extraña. Una suerte de contento como nunca antes – y, nunca más – había tenido. Algo así como una revelación – no sé bien de qué, tampoco. De orgullo…

– ¿Siniestro?

– ¿Por qué adjetivas, Marcos? No aporta nada en absoluto. Es más, por hacer, no hace sino cortar el hilo, el impulso de sincerarme o lo que sea esto. No estoy seguro aún. En fin, que me hizo sentir que era algo más que yo, como si hubiese trascendido sin necesidad de la vulgar y fraudulenta intermediación de la muerte – la mía, se entiende. Y los días pasaban, y eso se iba agotando, esfumando, y volvían esas tristezas de la preadolescencia que no tienen más razón que los balances hormonales y la inadecuación que uno siente frente a los demás y las cosas. Y entonces vi a aquella niña. A la hora de la siesta. No sé qué iba haciendo. La seguí hasta el descampado aquel de la primera vez. La atraje con alguna promesa o una broma o quién sabe. Y la estrangulé. Lo que había sentido con el niño, ahora que lo había realizado con mis propias manos y de manera voluntaria, se multiplicó – aunque, paradójicamente, no se pareció a aquella vez: quizás porque la primera es la única novedosa. En fin, la sensación fue la que, imagino experimenta un yonqui: un subidón que lo despega de sí mismo y la circunstancia. Ya no. Quiero decir, que ahora es el vicio atildado de un señor de bien: al estilo de un alcoholismo alla Churchill. La inevitabilidad de la pulsión se transforma en una degustación elegante.

Habrás sabido apreciar el tema pictórico que le he dado a mi dependencia, por llamarla así.

– Sí, lo hemos notado.

– Con lo que aborrezco la mediocridad artística del fulano ese. Puro mamarracho. Pero imaginé que era un hecho que, por discordante con mi personalidad, te atraería, otra vez la paradoja, hacia mí – los otros detallitos fueron una debilidad kitsch. Aunque, para ser sincero, tampoco quería que llegaras a mí, claro…

– Pues no, Alberto. Imaginamos que era obra de un loco que sencillamente, en un acceso de euforia, revoleaba, como dicen los argentinos, las partes del cuerpo salpicándolo todo de sangre. Fue la estatuilla cutre de un gato la que me hizo pensar en ti.

– Ya, una gilipollez. Estuve a punto de volver a buscarla. Quizás, inconscientemente, quería que supieras que era yo. Qué sé yo. Tampoco sé para qué… Y, por cierto, no revoleaba, como dices. Pero sí que cogía los miembros he iba salpicando. Sin euforia. Aunque sí siento, cuando estoy en ello, un recatado fervor. Como de artista. Mira, nunca lo había podido definir hasta ahora. Va a ser cierto eso que dicen que es bueno hablar con otro para percatarse de cuestiones con las que uno carga sin saber que lo hace. Ven, sentémonos en ese banco. Imagina si le cuento esto a mi mujer.

– Se enterará.

– Quién sabe. Cuántas veces pasa que, aunque uno sepa algo a ciencia cierta – disponiendo de evidencias, muchas e inteligibles -, se niega a aceptarlo porque hacerlo equivaldría a destruir la mismísima esencia que uno es. La verdad – o esa porción de verdad -, deviene un atentado contra la propia vida. Pero no, Elena no se enterará.

Alberto encendió un cigarrillo y le ofreció uno Bermúdez, que aceptó. El parque del Retiro, a aquella hora de la tarde y con ese frío, estaba casi vacío.

– La mujer esa con la que estuviste…

Bermúdez se esforzó por permanecer, o parecer, inmutable, como si estuvieran charlando del Atlético o de cualquier otra vaguedad.

– Fue un impulso estúpido y, más aún fue obedecerlo. Quizás concibiera que me acercaría a la sensación inaugural. No lo sé. Quizás lo hice porque, cuando salió de tu portal, su rostro era una lágrima retenida – como una opinión largamente callada. A saber desde cuándo llevaba allí. Mucho. Tanto como para capturarle la faz. ¿Te percataste de ello? La pobre fue tan fácil de abordar. Todas ellas lo son. Como si pidieran, más que la compañía que podría sospechar cualquier pelafustán evidente, algo más permanente… Fue la primera vez que me arrepentí. Inmediatamente. Por lo que ello conllevaba – en términos, digamos, policiales; y porque, conjeturé, me hurtaba mi recreo, por llamarlo de alguna manera. No sé si me entiendes.

– No.

– Te aseguro, Marcos, que, si te hubiese dicho que soy alcohólico, que alguna vez se me ha ido mano con Elena, que maltraté a mis hijos hasta que tuvieron edad de darme dos hostias; si te hubiese dicho eso, tendrías otra actitud. Sí, teñida de los escrúpulos que nos permiten sentirnos mejor que el siguiente, pero no por ello tu comprensión hubiese sido menos sincera, conciliadora: de rescatador, es decir, de negador.

– No. Y además, no me vas a comparar…

– Claro que comparo. Unas mujeres que no conocías de nada, que le pedían a la vida que se redimiera con ellas de la única manera en que podía hacerlo; y yo, con mis debilidades, es cierto…

– Deja de tocarme los cojones Alberto. Guárdate el cuento.

– Vale, vale. Ya lo dejo. Me había entusiasmado. Ya sabes, a veces uno se pone a fabricar argumentos, y de pronto cree haber dado con uno que le parece infalible, y entonces ya no hay manera de detenerse. Un poco como con… Lo nuestro.

– Lo tuyo.

-También es tuyo. Si fuese sólo mío, entonces no habría motivo para que te pusieras así. Si lo hay, es porque al menos el estado lo hace también asunto suyo.

– ¿Para decirme esto me esperabas?

Alberto apenas sacó la mano izquierda de su abrigo y mostró un escalpelo como quien muestra no una obscenidad, sino un trozo de intimidad. Y ofreció la mirada como un recurso para esquivar el compromiso de las palabras. Qué podía decirle que no terminara por transformarse en una ofensa. En eso pensó. Como si fuese el mal supremo.

Bermúdez lo miró sin moverse. No tenía su arma reglamentaria. Nunca la llevaba consigo.

– ¿Así, sin más? – sabía de la superioridad física de Alberto, pero, sobre todo, sintió una resignación casi absoluta.

– ¿Qué más podría haber? Tú, yo, el Retiro, este invierno, los recuerdos marchitados que nos empecinamos en lustrar.

El tajo fue veloz. Apenas si notó el brazo del otro moverse. Como un vómito de sangre salió disparado hacia delante. Boqueó apenas un par de veces. El tiempo necesario para que se le instalara la muerte componiéndole un gesto de resignado asombro. Un charco resignado, y llamativamente rectangular, de sangre a sus pies.

Alberto limpió, parsimonioso, el mango con un pañuelo y le colocó el escalpelo en la mano izquierda – ventajas de conocer bien a la víctima – a un Bermúdez domesticado por la muerte que ya era; y se puso de pie y dijo, comentándole a su amigo, como si aún estuviese de este lado de la circunstancia, como si nada de aquello hubiese ocurrido:

-Mi peor Pollock. O, según se mire, mi mejo Rothko…

-Mi peor Pollock. O mi mejo Rothko – dijo AlbertoMientras caminaba lentamente hacia la salida de Alcalá, cantaba:

Y es que yo
Amo la vida y amo el amor
Soy un truhan, soy un señor
Algo bohemio y soñador
”.

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.