A Guido Beck y Verónica Grünfeld
Rasgado el insomnio. Por el traqueteo de la maleta sobre las monótonas baldosas. Desgarrada, también, toda posibilidad de sorpresa. ¿Por qué será que el sueño me moja cuando no corresponde?
Para recordarte que es simulacro de aquél otro. Y porque se va agregando: legaña, pelusa, auxilio, ficción, entraña, consuelo, tormento.
Pero justo allí, en ese trayecto tan desamparado, me desmoja.
Todo tramo es desamparo: tiempo distancia entre uno mismo y el que le sigue. El recorrido, pues, también uno. Todos. Todos los propios y los ajenos. Por eso mismo el sueño: el desprestigio de la realidad.
De uno.
Sí. Y de todos.
Aunque.
Eso mismo. Y sobre todo.
Una sinceridad.
O un atenuante.
O el intermediario de las ramificaciones que somos
Uno
Todos
Ninguno
¿De dónde vengo? Hacia dónde, poco importa: no ha sido aún, allí: y por seguir siendo, lo mismo da la rua dos Douradores que la Myrtle st. de Beacon Hill.
Pero
El vínculo con la vida está detrás: origen germen: el dónde primero que nos inscribe en la secuencia de trechos.
De maletas.
De contenidos para justificar la sensación de desplazamiento – porque, para qué ir de un lugar a otro si no hay nada que llevar. Y ahora rasgado, el insomnio, por ese ritmo sin vitalidad: puro temor.
A no poder continuar acopiando contenido.
No. A que el sueño…
Claro. A que no agote su duración.
Y aún así. No podemos dejar de ir.
Imposible. Porque al final, ni principio n conclusión: sólo el intermedio.
Justamente cuando no somos…
Todo el tiempo no siendo.
Pero somos incapaces de dejar de creer que somos.
El ritmo del movimiento posibilita toda suerte de engaños; sobre todo, el de la existencia.
Y nos movemos. Como un caballo esférico.
Como una cosmología primaria.
Como nada alrededor de un ego.
De una magia.
De un realismo mágico: transformación
de los detalles: su exaltación: mirada
con los ojos limpios de rutina y canon y fe: metáfora
de la pretensión.
Eso. Ni más ni menos.
© Marcelo Wio
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