Ay Lorenza

Cada mañana lo mismo. Llega al colegio con sus dos verdades envueltas en papel de aluminio. Para el patio, le dice la madre, cuando se las guardaba con piedad en el bolsillo derecho del abrigo – el izquierdo tenía un descosido que siempre olvidaba zurcir – y, en el mismo gesto, le endosaba un abrazo y dos besos del tiempo.

Y allí está, la pobre, con esas dos verdades tan menesterosas, tan de familia que no llega a fin de mes, y los otros críos, con esas certezas suyas hinchadas y refugiadas en prestigiosos envoltorios de colores; aprendiendo ya, de pequeña, según observa la maestra Lorenza, que de eso sabe, porque tuvo unas verdades muy similares, diminutas, que apenas si le rellenaban el bolsillo; y que ahora sólo tiene, en una cajita – que una vez contuvo un anillo y una promesa sin compromiso que le entregaron, y que guarda en el cajón izquierdo de su escritorio – el envoltorio de una de ellas (¿o es sólo un trozo de papel sin abolengo en el que se obliga a creer?). Aprendiendo, cavila Lorenza, a descreer de sus verdades. Hasta perderlas. Y entonces, luego de desengañarse con esas otras de usar y tirar, que a veces se ofrecen a buen precio, piensa Lorenza mira a la niña pero viéndose a sí misma, una busca desesperadamente los vínculos con aquellas, lejanas, súbitamente purificadas.

Pobre. Se va a un rincón del patio para abrirlas. Como si desenvolviera una vergüenza. Pobre. Piensa Lorenza; como si en realidad estuviera recordando. O reescribiendo. Ignorante de que acaso la niña no se retire empujada por el embarazo sino por el orgullo: ocultar del antojo ajeno su tesoro. ¿Por qué no? Algunos tienen altanerías fundadas en cuestiones más triviales como una casaca o una bandera. Pero Lorenza no imagina tal posibilidad. Es incapaz. Aprendió a trazar unos recorridos estrictos y exiguos de reflexión. Una y otra vez. Desde pequeña. No hay, para ella, honra, como no sea ajena.

Pobre Lorenza. Cada mañana lo mismo. Interpretando gestos y acciones. Recordando lo que, está convencida, es su pasado – es decir, son las causas que es. Cada mañana repitiendo aquellas otras mañanas que son todas una: una misma memoria quieta, crecida, con sus dos verdades envueltas en papel de periódico; buscando ya desde su casa, el recodo resguardado del patio para desliar sus pequeños paquetitos de oprobio.

Lorenza. Apretando ahora, en el patio casi igual, mientras supervisa a los niños, su pañuelo de tela cuidada entre sus dedos fríos, dentro del bolsillo de su abrigo, como si se aferrara a aquellas verdades calentitas que cada mañana le daba su madre, con ese gesto de afecto que se sobreponía, cada vez, al cansancio, a la pena.

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.